Los perros de la ira

Hace un par de días un grupo de jóvenes procuró entregar una carta a la autoridad máxima del país en su breve y escasamente anunciada visita a la ciudad de Valdivia

Los perros de la ira

Autor: Sebastian Saá

Hace un par de días un grupo de jóvenes procuró entregar una carta a la autoridad máxima del país en su breve y escasamente anunciada visita a la ciudad de Valdivia. La reacción fue inmediata. En minutos la policía dispersó al grupo arrojando sus perros –signo de no mucha decencia- sobre la treintena de personas, según versión difundida por el Diario Austral de la Región de Los Ríos.

La policía, al valerse de una jauría especialmente adiestrada, recurría a uno de los medios más dramáticamente instalados en la América profunda para reprimir a los habitantes primeros del territorio, reviviendo uno de los actos más infames de la historia del suelo americano de los que se tenga recuerdo y que nuestros antiguos latifundistas recogieran con la orden rápida de “echarles los perros”. Junto con revivir el recuerdo de estas prácticas despóticas, el comportamiento de la policía parecía dar curso a un deseo largamente postergado: el de acabar con tanto desorden, desorden entendido como la libre expresión de las ideas.

La estructura social chilena pareciera no tolerar que las y los excluidos puedan hacerse parte de la historia y cualquiera sea la forma que adopte su expresión, la rabia, la ira de la autoridad, no tarda en encontrar su cauce para reprimirla. La fuerza policial sirve al propósito y las jaurías de perros –traicionados también en su relación con los humanos– son una pieza más del arsenal con que la libre expresión de las ideas es enclaustrada.

En marzo, la autoridad ensalzaba a las fuerzas especiales de la policía chilena. El objetivo era aplacar a quienes tradicionalmente se reúnen para conmemorar el día del joven combatiente. Y, qué duda cabe, la autoridad logró su cometido. Pero, obviamente, de no haber habido el asesinato de los hermanos Vergara Toledo, no habría vivido conmemoración alguna y, de ser Chile un país decente, no habría habido traumas y conmociones como las que año a año se han ido expresando en esa y en otras conmemoraciones.

Pero el nuestro no es un país decente. No lo es al menos en la tercera acepción que la Real Academia de la Lengua da al término: “dignidad en los actos y en las palabras, conforme al estado o calidad de las personas”. No podría serlo si día a día, hora a hora, acepta pasivamente la profunda desigualdad que separa a sus habitantes, si los derechos plenos se circunscriben a unos pocos y al resto lo que la suerte les depare. No lo puede ser si la mayor parte de sus gentes se agolpan en miserables salas de espera de hospitales, si su población indígena es motivo de sospecha permanente, si la educación de sus hijas e hijos más pobres recibe la décima parte o menos de los recursos de los que se valen las clases más acomodadas para el mismo fin. No lo puede ser si las regiones sólo son consideradas como fuente de recursos naturales y como repositorio de calamidades varias (relaves, dioxinas, represas, o lo que sea).

Tal vez por su indecencia el país, de tiempo en tiempo, requiera golpes de timón. Mano dura que le llaman. A veces con el rigor de la fuerza militar, a veces con la policial. Otras con despidos masivos, con represiones obreras o estudiantiles, con leyes de guerra en las tierras indígenas o con desapariciones de personas. El marzo recién pasado evocaba el orden del Chile de 1976; en orden y paz, ese país avanzaba. No quedaba en claro, eso sí, el significado de estas tres palabras. ¿Qué es orden? ¿Qué es paz?

El uso de perros contra estudiantes es una mala señal. Es un augurio que podría ser sosegado por la temperancia de la autoridad. La dignidad del país, que no puede ser sino la de sus habitantes, reclama ocupaciones más urgentes que la de perseguir estudiantes, o de despedir personas, o de instrumentalizar símbolos sagrados para beneficios propios. Se precisa de la decencia, ahora en la segunda de sus acepciones: adornar de acuerdo a su dignidad a las personas y cosas, revestirlas con el reconocimiento que se merecen. En vez de echarle los perros, bastaba con responder la misiva de las y los jóvenes, bastaba con conversar con ellas y ellos, bastaba con desplegar un gesto de mínima decencia.

Por Juan Carlos Skewes

Antropólogo


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