No me interesa este fenómeno o ese otro fenómeno. Quiero conocer los pensamientos de Dios. Lo demás son solo detalles.
Albert Enstein
El profesor de filosofía de la Universidad de Warwick, Roger Trigg, alza la cuestión de por qué la ciencia necesita metafísica en un artículo publicado en la revista Nautilus. Muchos científicos verán esto como una contradicción y seguramente reaccionaran con despecho. ¿Qué puede necesitar la ciencia –encaramada en lo más alto del árbol del conocimiento– de la metafísica, una vilipendiada rama de la filosofía, que hoy en día parece rebasada o simplemente impráctica? Y es que la metafísica no produce tecnología, ni permite convertir la naturaleza en capital, ni formula predicciones consistentes. Y, sin embargo, la metafísica trata de los grandes temas que la ciencia acapara actualmente –el ser, el conocimiento, el tiempo, el espacio, el origen del universo y la inteligencia– y resuelve con teorías físicas que pretenden abarcar la totalidad de la existencia, pero poco aportan para dar sentido y significado. Tal vez el problema yace en que estas grandes preguntas –¿quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos?– son esencialmente metafísicas: la ciencia debe de hacerse a un costado o ir más allá de sí misma para poder lidiar con estas cuestiones y no sólo producir datos y conocimiento factual sino modelos que tengan una relevancia y una aplicación filosófica en la vida humana.
Roger Trigg nota que las teorías científicas constantemente hacen afirmaciones metafísicas, pero rápidamente niegan cualquier rastro de metafísica en la ciencia o en su discurso. “Aquellos que dicen que la ciencia puede responder a todas las preguntas están ellos mismos colocándose fuera de la ciencia para hacer esa afirmación… Negar la metafísica y sostener el materialismo necesariamente es una movida dentro de la metafísica… La afirmación de que la ciencia puede explicar todas las cosas no puede jamás provenir de la ciencia. Es siempre un enunciado sobre la ciencia”. Sobre la ciencia, más allá de la ciencia (que ha llegado a convertirse en un sinónimo de física) está la metafísica.
Una de las grandes controversias en la historia de la filosofía tiene que ver con la posibilidad de conocer la realidad, de que exista una realidad y que podamos conocer las cosas. Un famoso argumento en contra de esto viene de Kant y de su tesis de que lo que creemos que conocemos podría ser solamente un reflejo de las categorías de nuestra mente; la cosa en sí por siempre inalcanzable, del otro lado del filtro de nuestra percepción. Sin embargo, es la ciencia la que parece indicarnos que el conocimiento es posible, aunque esto sea otro misterio. Einstein se maravilló: “lo eternamente incomprensible del mundo es su comprensibilidad”. El mundo parece estar hecho para que nosotros lo descubramos. Como dice el físico Max Tegmark, citado por Trigg, la utilidad de las matemáticas para describir el mundo “es una consecuencia natural del hecho de que el mundo es una estructura matemática, y simplemente lo estamos descubriendo poco a poco”. Es curioso, pero la ciencia misma, al notar la realidad aparentemente independiente de las matemáticas, nos lleva a la metafísica. “La forma en la que las matemáticas parecen mapear la estructura racional intrínseca del mundo físico, es presupuesta por la ciencia y no puede explicarse científicamente. Parece ser un hecho metafísico, y la explicación, si es que existe alguna, debe de surgir de más allá de la ciencia”.
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La ciencia ha hecho de la materia la única materia de estudio, lo único que merece estudiarse, puesto que lo inmaterial, lo metafísico, necesariamente trasciende su dominio (lo metafísico se vuelve peligrosamente ilegítimo y “pseudocientífico”). Y, sin embargo, la ciencia produce conclusiones que pretenden abarcar toda la realidad, todo el conocimiento: se postula como un conocimiento del todo, una teoría del todo –aquí yace la inconsistencia, puesto que la realidad, nuestra experiencia del mundo no es solamente material, existe un componente elusivo a este reduccionismo, el sujeto que conoce, la conciencia que reflexiona y observa (e incluso afecta lo que observa ejerciendo un efecto inmaterial o al menos que no puede explicarse según el modelo materialista), así como un substrato matemático o arquetípico por no hablar de un substrato espiritual. La versión más radical del materialismo científico considera que el sujeto que percibe y el psiquismo incrustado en la materia –el procesamiento de información, la asimilación de la experiencia– son solamente efectos colaterales (e ilusorios) de la evolución de la materia hacia estados de mayor complejidad –una ilusión del usuario, como la que podría ocurrir cuando un aparato es suficientemente complejo para simular ser él mismo inteligente. Sin embargo, negar la realidad de la conciencia o negar toda realidad más allá de la materia es altamente insatisfactorio, poco poético y altamente desolador para los fantasmas con los que nos hemos identificado. Pero esta psique que creemos ser – o esta alucinación cognitiva, según nos definiría la ciencia– no se contenta con esta versión prosaica y mecanicista del mundo. La belleza y el orden que vemos en el universo nos hace creer en algo más grande que nosotros, algo en lo cual participamos (puesto que ese mismo orden y belleza parecen existir en nosotros también), y en tanto a que somos parte de ese orden podemos concebir una unidad que trasciende nuestra existencia material.
Actualmente asumimos que la metafísica debe de, para existir, adherirse a los principios y las convenciones de la ciencia, debe de, por así decirlo, hablar el idioma de la ciencia y someterse a su método de inquisición (de otra forma debemos de concluir que no dice nada o que es una especie balbuceo o sinsentido). ¿Pero acaso la metafísica no es, por definición, lo que va más allá de la ciencia, de lo meramente físico y material, y por lo tanto requiere que vayamos más allá de la ciencia, y de los paradigmas con los que estudiamos la materia?
¿Como entonces producir “ciencia”, conocimientos universales, más allá de la opinión, que abarquen la dimensión metafísica de la existencia? Los antiguos filósofos de la tradición platónica –la misma tradición que primero se acercó a la clasificación científica del conocimiento– concibieron que existía una herramienta cognitiva más allá de la razón: la intuición. El ser humano estaba dotado de los mismos principios que el cosmos, de la misma simetría, hecho conforme a las mismas leyes –en su cuerpo se podía entrever el universo– y por lo tanto en la agudeza de su visión interna, en el entrenamiento de la inteligencia, se podía alcanzar las más altas esferas de conocimiento. Como si en la mente existiera un telescopio más potente que el Hubble. Esto nos puede parecer una vieja dosis de pensamiento mágico, pero a esto habría que contrastar el “método científico” que inspiró a dos de los científicos más reconocidos e influyentes de la modernidad: Einstein y Newton. Einstein confesó que la imaginación había sido fundamental en su descubrimiento de la teoría de la relatividad: “Tengo suficiente parte de artista en mí para servirme de mi imaginación. La imaginación es más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado. La imaginación circunda al mundo”. Newton, quien dedicó buena parte de su vida a la alquimia y a la interpretación esotérica de la Biblia, desarrolló la teoría de la gravedad basándose en principios de filosofía hermética, esto es, una sabiduría revelada o intuida por un linaje de adeptos o iniciados a la ciencia de Hermes (Toth, Mercurio). Harto conocido es el episodio en el que Halley criticó la astrología en presencia de Newton, quien interpeló al científico cuyo nombre lleva el famoso cometa, defendiendo la astrología: “Yo he estudiado la materia, tú no”»Fue a los hierofantes de los antiguos misterios a quienes se les reveló la espléndida visión de ‘un universo razonable’”, dice Manly P. Hall. Ejemplos como estos, en los que la filosofía esotérica y la ciencia intersectan son innumerables: Copernico, Kepler, Galileo, Nikola Tesla y muchos otros grandes científicos desarrollaron en sus descubrimientos ideas que encontraron en el misticismo, la religión y el ocultismo. Muchos atribuyen el origen del método científico, al teólogo y astrólogo Roger Bacon quien además era un alquimista –y que hoy sería considerado un charlatán.
Para explicar los más grandes logros científicos de la historia y el gran misterio de que el universo sea inteligible, es necesario recurrir a la vieja idea de las correspondencias y de la identidad entre el hombre y el universo o el microcosmos y el macrocosmos. En diferentes tradiciones se dice que conocer es lo mismo que ser y que sólo podemos conocer verdaderamente aquello que somos. Es aquí donde el conocimiento va más allá de la ciencia puesto que exige una experiencia subjetiva de identidad o unidad participativa, una suspensión de la diferencia entre sujeto (que conoce) y objeto (que es conocido). Si podemos conocer la naturaleza del tiempo y el espacio, el origen del universo y el Ser mismo, es justamente por un principio de identidad con el tiempo, con el espacio, con el cosmos, con el Ser. Una identidad que no puede entenderse sino a través de la unidad. Unidad que absorbe necesariamente dentro de una misma sustancia la totalidad.
Para ilustrar lo anterior podemos referirnos a Sir Francis Bacon , otro importante personaje en la consolidación de la ciencia moderna- En su biografía The Life of Bacon, escrita por entrañable amigo William Rawley se dice “He llegado a pensar que si alguna vez un rayo de conocimiento derivado de Dios fuera a depositarse sobre un hombre en los tiempos modernos, ese hombre sería Bacon. Puesto que aunque fue un voraz lector de libros, su conocimiento no provenía de los libros, sino de un noción y espacio que surgía de sí mismo”.
La relación que tuvieron muchos de los “padres” de la ciencia con la alquimia, la filosofía y la religión tiene otra arista digna de considerar. Todas estas disciplinas enfatizan en el desarrollo del individuo no sólo a través de conocimiento académico sino de ejercicios espirituales o de una especie de gimnasia de la percepción. No sólo es necesario tener mejores aparatos para observar el mundo, también es necesario tener mejores sentidos para percibir el mundo. Dice Manly P. Hall en su libro: “Man: The Grand Symbol of the Mysteries”:
La investigación científica demanda mejoras constantes en los instrumentos científicos pero no un refinamiento estético en el científico. ¿No es esta una pista de la bancarrota del aprendizaje? Asimismo, la mente tiene un punto de saturación. Sólo hay una solución: incrementar la capacidad de la mente. Aquello que un hombre ingiere no necesariamente lo nutre. Glotones pueden morir de anemia. Esto también es cierto para la mente. Sólo lo que el intelecto es capaz de asimilar contribuye a su bienestar. Si la ciencia va a madurar, el científico también debe madurar.
Más que oponer a la ciencia y a la metafísica, la intención aquí es unificarlas. Esto, a fin de cuentas, supone necesariamente integrar también a la ciencia y a la religión, puesto que la metafísica nos lleva a lo religioso. Hoy en día hablar de religión inmediatamente genera descalificación intelectual; a la vez, pensar que la religión ha sido superada y que es un atavismo psicológico primitivo es simplemente negar la realidad que viven y en lo que piensan miles de millones de personas. El llamado, entonces, no es a abrazar una u otra religión e imponer sus dogmas, sino simplemente a subir lo religioso a la más alta mesa de discusión la cual ha sido en cierta forma monopolizada por la ciencia. Con lo religioso me refiero a todo el cuerpo de conocimientos que liga o reconecta con la divinidad o con lo numinoso que existe en la profundidad de nuestra existencia. Hemos hecho de lo divino un concepto demasiado cargado, un tabú y a la vez un cliché, paradójicamente también lo hemos satanizado (atribuyendo al concepto abstracto de la divinidad las atrocidades concretas que realizan los hombre en el nombre de dios). Sobre esto Roberto Calasso explica:
Para los griegos antiguos, incluso antes de que hubiera dioses singulares, con un nombre y una historia, existía lo divino como evento. Una expresión griega dice: “lo divino es”, lo divino indeterminado. Este hecho existe en la experiencia de todos. No es algo que pertenezca sólo a un momento determinado de la historia. Pertenece al tejido de nuestra vida.
Por último quiero concluir con una reflexión del filósofo Manly P. Hall sobre el origen unitario de la ciencia y la religión:
La ciencia y la religión eran idénticas en el origen, están divididas en su estado actual, y serán unidas de nuevo para retornar a la identidad al final. La religión se ocupa de los valores morales de la existencia; la ciencia de los valores físicos de la existencia. Todo valor físico es una exteriorización de un impulso moral… La religión se ha cristalizado en instituciones teológicas que se mantienen a sí mismas en gran medida magnificando sus puntos de diferencia. La ciencia se ha cristalizado en instituciones que se han aislado en sí mismas del arte y la ética de la humanidad y han dedicado su tiempo y esfuerzo a la exploración y al clasificación de los fenómenos materiales. Probablemente pasará mucho tiempo antes de que la iglesia y el laboratorio reconozcan que son en esencia iguales. Por el momento la única forma en la que podemos reconciliar la ciencia y la religión es en la naturaleza de un hombre sabio. Una persona que ha logrado esta reconciliación es llamada de manera apropiada un filósofo, puesto que se ha dado cuenta que el propósito de todo conocimiento es descubrir la divinidad… Todos los opuestos del aprendizaje son reconciliados en el alma del hombre.
Dice Manly Hall –siguiendo a Platón– que el filósofo es quien ha descubierto que el propósito del conocimiento es descubrir a Dios, curiosa semejanza con el propósito del trabajo científico que declaró Einstein: conocer la mente de Dios. He aquí una posible reconciliación.
Twitter del autor: @alepholo