Me escribió que se iba a comer un asado con el padre y sentí una punzada en el estómago. Bueno, mi amor. Pasala lindo. Un beso.
Eso fue un domingo.
Durante esa semana, la que comenzaba, le pregunté dos veces. Me las acuerdo: la primera fue después de que nos la encontráramos a su ex en uno de nuestros bares de cabecera.
– ¿Por qué la cuidás tanto? ¿Qué pasa? ¿Estás con la mina? – le dije mientras caminábamos hasta la parada del colectivo.
-No. Pero me hace sentir incómodo…
La segunda fue la noche siguiente a que nos prometiéramos no discutir más. Atravesábamos una peatonal desierta y le apreté fuerte la mano.
-Hay cosas que no me cierran… ¿Cuándo fue la última vez que tuviste contacto con tu ex?
Me contestó, como espantándose una mosca de la cara, que hacía mucho tiempo. Y que mis planteos lo tenían harto y que yo era una insegura.
Le advertí:
-Mirá, mi amor, que estas cosas en una relación terminan por saberse…
Se quedó callado y yo paré a comprar un Marlboro Box en un kiosco 24 horas.
No voy a casa. Me quedo en lo de mi hermano. Me mandó el domingo siguiente por el chat de Facebook desde un celular ajeno.
Nunca pensé que yo sería una de esas personas que, con el pelo revuelto, los ojos irritados, el cenicero rebosante y un cigarrillo en la mano, invaden la privacidad de sus parejas. Después de intentar compulsivamente de adivinar la contraseña de su Facebook, me acordé de una Notebook que teníamos en desuso. Abrí todos los navegadores y ahí estaba…
Todo, absolutamente todo, contenido en una ventana de conversación virtual.
La leí dos veces. Me volví loca. Lo llamé sin parar durante horas y morí cada vez que atendió el contestador. Se conectó. Le escupí una diatriba a la cual el teclado no le hacía justicia. Es raro pedirle a alguien que tiene sus libros, su ropa, su cepillo de dientes en tu casa, que dé la cara. Es raro, también, saber cabalmente que tu novio se encuentra en ese mismo momento con otra mujer. Es horrible. Hay algo que se encoge y se contrae en el pecho y te duele en el estómago y en la garganta, como si un peso alojado en tus órganos les hiciese presión y los lastimara a la vez.
Esa noche no me pude acostar en mi cama -nuestra cama- así que no me acosté.
No volvió hasta el lunes que, en realidad, no fue más que una prolongación de toda la pesadilla del domingo. De hecho, no hubo días esa semana. Fueron horas interrumpidas por necesidades básicas, como dormir y trabajar, de discusión y llanto. De desequilibrio y llanto. Sobre todo, de dolor.
Le pedí que se fuera y que se llevara todas sus cosas. Lo amenacé con irme a la casa de mi familia hasta tanto resolver las cuestiones pragmáticas del departamento.
Nada de eso sucedió.
Lo extrañé teniéndolo al lado mío. Le tiré con un libro y con un tenedor. Nos reímos, culpa de esa maldita capacidad cómplice de reírnos en cualquier contexto. Compartimos una cerveza y él me preguntó en qué pensaba:
-En todas las películas que nos faltaron mirar juntos…
Fue la primera vez que permití que me abrazara mientras yo me deshacía en llanto.