Silencio. Se abre una puerta lateral de un jaulón, donde, desde hacía un mes, se aclimataban siete guacamayos rojos. Criados en cautiverio, estaban a punto de ser liberados en el portal Cambyretá, el acceso norte a los esteros del Iberá. Con esa acción, Corrientes se convirtió en la primera provincia argentina en reintroducir una especie extinta en el país desde hacía 200 años.
Sucedió gracias a una asociación entre el Conicet, centros de recuperación de fauna y zoológicos del país, el estado provincial y la ONG Conservation Land Trust (CLT), que, junto al aporte de un donante noruego, crearon una red de cría ex situ de guacamayos rojos (Ara chloropterus). Los primeros ejemplares, monitoreados por radiocollar, pueblan ya los bañados correntinos, mientras que otros seis esperan su turno de liberación.
Esa red abastecerá a razón de diez aves por año, en un inédito programa de reintroducción, trazado a cuatro años, para consolidar una población estable de esos pájaros perseguidos y exterminados en el país. «Para cualquiera involucrado en la conservación de la biodiversidad en el mundo, este es un momento histórico e inaugural», dijo Gustavo Costa, presidente de Aves Argentinas.
Los guacamayos rojos, así llamados aunque en su plumaje combinan también el verde y el azul, se extinguieron en el país por varias causas: los pueblos originarios los cazaban para utilizar su plumaje y consumir su carne, los europeos los traficaron de forma indiscriminada y los locales continuaron con su extracción hasta diezmar la especie. Hoy solo sobrevive en la Amazonia y en el pantanal brasileño.
Provenientes del zoológico de La Plata y del centro de fauna Aguará, en Paso de la Patria, la bandada ya se había cohesionado como grupo y consolidado en sus lazos afectivos, forma excluyente para la supervivencia en su hábitat. Luego de la cuarentena de rigor, trasladados de distintos puntos del país, fueron reeducados en una nueva dieta de frutos del monte y semillas. Solo restaba poder controlar sus comportamientos ante «un suceso traumático» y paradojal como era pasar del cautiverio a la libertad. Nunca habían desplegado sus alas más allá de los cuatro metros, la altura que les permitía su recinto.
Cuando la roldana finalmente abrió la puerta lateral se escucharon estruendosos graznidos y las vocalizaciones de su lenguaje cifrado. Cautelosos o desconfiados, demoraron unos 20 minutos hasta que la primera pareja, en un vuelo desaforado y sincrónico, abandonó para siempre su encierro. Otra los siguió minutos después. Y una tercera, aunque esta vez conformada por dos machos.
Especialistas
Según el doctor Igor Berkunsky, ornitólogo, especialista en biología de la conservación del Conicet y líder del proyecto, esta primera liberación apunta a recomponer el ecosistema con las especies faltantes. «Y las grandes aves del Iberá —explicó—, como el guacamayo rojo o el muitú, que esperamos poder reintroducir también el año próximo, cumplen un rol clave en la salud ambiental: al ser frugívoros (alimentarse de frutos), dispersan las semillas y son regeneradores de bosques. Su presencia tiene efecto cascada, ya que al estimular la biodiversidad también aumentan los recursos para otras especies».
Adrián Di Giacomo, biólogo del Conicet, indicó que hubo que enfrentar varios desafíos. «Una vez que se conformó el grupo y se eligieron entre ellos como parejas reproductivas, se los fue habituando a la nueva dieta y se los estimuló para entrenarlos en el vuelo».
Parejas, elecciones y algo más
Son tres hembras y cuatro machos, ejemplares juveniles que se acercan a su edad reproductiva. Se llaman Azul, Èrica y Leña y Cristo, Athos, Porthos y Nioki. En ellos se posan las esperanzas para recuperar una especie que se fue.
En su plumaje, impuestas en negro por los biólogos, llevan las marcas que permiten distinguirlos y estudiarlos. Sin embargo, ya se diferenciaban por sí mismos.
«De entrada, Azul se entronizó como reina del grupo. Además de comer siempre primero, le robó el novio a Èrica, y convirtió a Cristo en su compañero. Ahora, Azul lo acicala y alimenta con su pico, pero este, cuando ella se distrae, le pasa subrepticiamente el alimento a su antigua novia», describe el cuidador de la bandada Leandro Vásquez.
Todo era incertidumbre ante su liberación. Nadie arriesgaba cómo sería el comportamiento de esos psitácidos en su primer instante de liberad. Y el cuadro se complejizaba ante la certeza de otras dos parejas: una reproductiva, conformada por Nioki y Leña y otra por afinidad, la de Athos y Porthos, dos machos de conducta aparentemente homosexual. Aunque nadie podía asegurar que esa elección mutua persistiría. «Tal vez es falta de madurez», decían por ahí.
Sin embargo, las apuestas las concitaba la líder. Todo hacía suponer que la más dominante, Azul, sería la primera en abandonar la jaula. Pero sucedió al revés. Fue la última en hacerlo, luego de que su fugaz compañero, Cristo, eligiera, en ese paso crucial, a su antigua pareja, Erica. Abandonaron la jaula emparejados, a una velocidad de huida, que hasta costó seguirlos con la mirada en lo alto del cielo. Los graznidos retumbaron ensordecedores y parecieron arengar al resto en el vuelo hacia la libertad.
Unos diez minutos después, siguieron Nioki y Leña. Luego, Athos y Pathos, mientras la líder, Azul, permanecía sola en su reino: el aviario. Como en la vida humana, «el orden jerárquico dentro de la jaula no necesariamente se replica en un ámbito de libertad», explicó Berkunsky. «Ahora habrá que estudiarlos para saber cuál será su comportamiento, qué distancias serán capaces de unir, qué grado de autonomía desplegarán y si no habrá un nuevo cambio de parejas», agregó. Esta novela de alto vuelo continuará en Iberá.