Compramos aquello que no necesitamos. Deseamos sólo lo que nos produce un fuerte vacío y nos aleja de lo realmente importante en la vida: vivir. Nos matamos trabajando toda una vida para pagar objetos que nos atan a deudas que exprimen nuestra existencia. ¿Y para qué? Para satisfacer pequeñas necesidades psicológicas que bien podrían ser indicios de patologías de diván.
Y una vez que todo aquello que compramos deja de servir, ¿qué hacemos? En nuestra sociedad del deshecho, y ante la obsolescencia programada de cientos de miles de aparatos, recurrimos a la manera sencilla de deshacernos de aquello que no sirve: condenarlo a la basura. Así, todo aquello que no tiene espacio en nuestra casa y que carece de nuestro interés por saber dónde terminará, de pronto tiene espacio en el mundo, en el basurero, en la calle y en espacios geográficos que nunca conoceremos. Al cruzar la puerta, aquellos aparatos y objetos dejan de pertenecernos y se convierten en un problema del mundo, del barrendero y de quien deba hacerse cargo de ella. ¿Pero quién debe hacerse cargo?
Nuestros deshechos rondarán eternamente la calle, serán el tesoro de quienes sepan que pueden encontrar riqueza en ello, estarán condenados a pudrirse en basureros a cuya longitud no alcanza la mirada, y los menos, serán reciclados. ¿Qué será de la Tierra en unos años cuando esté atascada de basura? ¿Miles de millones estarán condenados a morir en la basura? ¿Por qué nos obstinamos a cavar nuestra propia tumba?
Estas fotografías son una prueba de que nuestra absurda hambre consumista es aquella que condena a la humanidad a un espiral de vacío y sinsentido; y que por si fuera poco es una causa de que la Tierra está muriendo.