El Mundial del 62 comenzó con mi padre desgarrado. Trató de sacar un gajo de uvas del parrón de la casa de mi abuela en calle Andes, puso su pie en un borde del muro del patio que sobresalía a unos sesenta centímetros del suelo, intentó, dándose impulso, saltar alto, lo logró a medias y se desgarró, se fracturó, se tuvo que enyesar una pierna, y usar mucho Calorub durante todo mayo del año sesenta y dos. Era raro ver a mi papá quedarse en la cama tomando té y comiendo tostadas, mientras que yo con mi mamá partíamos a la Escuela 20 donde ella era mi profesora. Llegábamos de vuelta a la casa en la tarde y mi papá en cama con la pierna inmóvil y “la lesera encendida”. Siendo “la lesera”, según mamá, el receptor de radio.
Entonces yo me acostaba al lado de mi padre y él me iba diciendo “hoy llegó Méjico a Cerrillos y mañana llega Checoslovaquia”. Al ver a mi papá tan interesado en el fútbol me empecé a interesar yo. Más aún cuando apareció el álbum del mundial del 62, y comencé a coleccionar sus láminas. Luego apareció el álbum de “Los Cabezones”. Estos además traían goma de mascar en cada sobre.
Yo coleccioné los dos pero nunca los completé. Pero no me frustré sino que al contrario inventé un juego que al no estar interesada mi hermana y ser mi hermano muy chico, jugaba solo. El juego surgió de la siguiente manera. Como el presupuesto hogareño, sin ser mezquino, en general era escaso, no comprábamos Goma Canario, el adhesivo escolar más popular del año 62, sino que mi madre o padre o señora del servicio doméstico me hacía engrudo para fijar las láminas al álbum. Cuando producto del intercambio de figuritas lograba una en mejor estado que la que estaba pegada, sacaba esta última del álbum, y ponía la nueva. Como la figurita que sacaba estaba tan percudida que nadie la iba a querer, la doblaba y la guardaba.
Así fue surgiendo poco a poco un par de ejércitos (“Normales” y “Cabezones”) de láminas tiesas por el engrudo, más fuertes y duraderas que las simples láminas de papel, y que se podían sostener por si solas al ser dobladas por la mitad. O sea se podían “parar en la cancha”. Con estos “monitos” como los llamaba, yo formaba dos equipos de fútbol, una selección de “Normales” y otra selección de “Cabezones”.
Con tiza trazaba una cancha en la mesita de centro del living, con palos de helados hacía los arcos y con miga de pan hacía la pelota. Jugaba solo. Un solo chute por equipo alternadamente. Trataba seguramente de que el engrudo de Leonel Sánchez fuera el más mejor. Para que ganara.
Por Mauricio Redolés