Mi vida en serie

Jimena Bezares es una víctima de las series televisivas y el arte en la época de la reproductibilidad. Sin embargo, tiene la lucidez necesaria para analizar el fenómeno siendo juez y parte. La pregunta, pues, es cuántos padecen esta nueva forma de organización del tiempo y del espacio, sin darse cuenta de que entregan el poder de decisión sobre, en definitiva, su propia existencia.

Mi vida en serie

Autor: Lucio V. Pinedo

En la semana donde se estrena el último capítulo de la primera parte de la sexta temporada (un cálculo de ingeniería requiere menos variables) de The Walking Dead, y mientras seguimos esperando que esta vez no se repita —lamento decepcionarlos, pero…— creo que es oportuna la reflexión: ¿por qué no puedo —o quiero— vivir sin series?

Tal vez sea un poco extrema la pregunta, pero lo cierto es que en la cotidianidad de la vida cada vez menos personas se privan de regirse por un cronograma de series: complejas estructuras de superposiciones, días, horarios o atracones en el caso de las series ya terminadas. Incluso hay personas que se definen por ver la serie una vez que está terminada ya que son concientes de la imposibilidad de control de la ansiedad, o aquellos que se llenan de distintas series para que la continuidad no se dé en una sola historia sino en la superabundancia de otras.

Monstruos, supervivientes, héroes, villanos, perdedores, químicos, nerds, reinos lejanos, políticos, terroristas, asesinos… ¿Qué pasó con Laura Ingalls? No es que no haya bajadas de línea de corte moral pero los ideales victorianos parecen haber desaparecido y nos sentimos tentados por la inteligencia del mal, por la venganza barbárica, por las estratagemas de los caníbales y las trampas del vicio político.

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Ilustración: Virginia Torres Schenkel

La producción en serie y la necesidad de vivir en la evasión —del trabajo, la familia, los amigos, las penurias mundiales y las crudezas económicas—, que son dos pilares de la «sana adicción» por las series, la insoportable lentitud del tiempo —en comparación con la rapidez de la televisión, de la computadora, redes y otras hierbas—  impone el imperativo de matar el tiempo.

Walter Benjamin comprendía la peligrosidad del asunto, al menos parcialmente, el arte empezaba a morir tal como se lo conocía:

Resumiendo todas estas deficiencias en el concepto de aura, podremos decir: en la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta. El proceso es sintomático; su significación señala por encima del ámbito artístico. Conforme a una formulación general: la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de lo transmitido, a una conmoción de la tradición, que es el reverso de la actual crisis y de la renovación de la humanidad. Están además en estrecha relación con los movimientos de masas de nuestros días. Su agente más poderoso es el cine. La importancia social de éste no es imaginable incluso en su forma más positiva, y precisamente en ella, sin este otro lado suyo destructivo, catártico: la liquidación del valor de la tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es sobre todo perceptible en las grandes películas históricas.

El aura es esa nostalgia por la lejanía, esa imposibilidad de reducir el hecho artístico a una sucesión, es el respeto por el espacio, es todo lo que los museos nunca comprendieron y es también aquello que nos sucede ante la imposición absoluta de un espacio en toda su expresión, es la emoción por el contexto, es la des-intelectualización del arte. Cabría preguntarnos si las series son arte, porque el cine lo es y nadie se atrevería a cuestionarlo, pero las expresiones televisivas nunca llegaron a adquirir ese status. Auque las diferencias no son tan evidentes, ambos son medios masivos y si bien uno nació para desarrollarse en un lugar específico, hoy hay más consumo de películas on line que venta de entradas.

Benjamin entendía que en la masividad estaba el problema, y la solución, acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Por un lado, se supera el bello problema de la espacialidad que hace que no todos puedan acceder a la obra de arte, y por otro, se le extirpa la originalidad. ¿Podemos vivir con esto? No solo podemos, sino que lo hemos hecho y, al parecer, lo seguiremos haciendo. La originalidad es un bien mercantil y no un don natural como proclamaban los románticos. La originalidad es una colección de variables repetidas hasta el hartazgo, tal vez por eso Benjamin también estaba obsesionado por el fenómeno del coleccionismo, del Flâneur, el coleccionador de deshechos.

Los relatos y el cine (demuestra Herzog en The cave of forgotten dreams) son parte del origen de la humanidad, los hombres son aquellos animales que se consuelan con relatos, que sobreviven a través de relatos, que proyectan luces, sombras y movimientos para recrearse, y algunas veces para revivirse. Pero lo que se agota es el contexto del ritual, la magia de la especialidad, la intriga de la temporalidad y la relatividad del «en vivo». Las series nacieron de la televisión, donde se trasmitían en un día y horario específico y ahora la televisión se va a ver forzada a convertirse en serie: Welcome to Netflix. El video club sin espacio, sin largas colas los sábados, sin la posibilidad de comprar golosinas, pero, en definitiva, el video club.

Cuando yo era chica era todo un evento, y eso que crecí en los 90s, prepararse para ir al cine —aunque íbamos con bastante frecuencia— o pasar a seleccionar los vhs o dvd que se exhibían como libros en anaqueles. Había algo de mágico en todo eso.

Seguiremos viendo series, las acumularemos y las usaremos para discutir con familiares y amigos, cada vez serán más y se estrenaran en su totalidad (como House of Cards) y seguiremos consumiendo, porque eso somos: «Homo Consumens», porque mientras nos alimenten con más y más diversidad y parezcan no pedir nada a cambio, estaremos más tranquilos. Porque la tranquilidad es la consumación del deseo, la acumulación de virtualidades —series, amigos, libros, música— y la eliminación del espacio.

Benjamin se daba cuenta, en 1936, de la tendencia a la supresión del espacio, no creo que se hubiera indignado tanto como yo por la desaparición de los video club de barrio y los cines que no son cadena, o tal vez sí.

Las series nos seguirán consumiendo y nosotros aceptaremos contentos pero amén de la claustrofobia ¿nadie siente que estamos perdiendo espacios? Y si nosotros los estamos perdiendo, ¿Quién los gana y para qué?

Escribió: Jimena Bezares

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#FilosofíasParaResistir

 

 


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