En 1990 la Unión Europea (UE) tenía sólo 12 miembros. Ellos culminaban con éxito una profunda integración económica. Existía una unión aduanera y Europa occidental gozaba una inédita opulencia económica-social. Vivía un largo período de paz, tal vez, el bien intangible más escaso de su historia.
La caída del comunismo en Europa oriental desató una euforia y optimismo ilimitado post 1990, que confundió y luego desestabilizó a la UE. En tan sólo cinco años ingresaron a la UE 15 países que huían despavoridos del comunismo soviético. La UE viró el rumbo que traía y transitó, de modo abrupto, del proyecto económico en que se desenvolvía, a un plano político inédito que no sólo convulsionó a Europa. Surgió, también, un mundo global de base económica y sustento comercial muy diferente al mundo bipolar ideológico previo.
Es así como la UE apresuró el desafío de su ‘integración política’ para formar una mega-región, que estabilizara el peso de EE.UU. y la emergencia de Asia en el tablero global que emergía. Como primer paso en este mega-escenario europeo, y dado que la mayoría del comercio de la UE es intraeuropeo, nació la idea de la moneda única. A ella se plegaron sólo la mitad de los países. Esto supuso la abolición de los Bancos Centrales Nacionales para ser reemplazados por el Banco Central de Europa (BCE) con plena autonomía e independencia. Todas las demás instituciones de la UE, incluido su parlamento, no tienen suficiente imperio, porque los países conservan vigencia plena de todas sus instituciones nacionales.
Así, el euro marcó un audaz paso de los países en su cesión voluntaria de soberanía política a una instancia extra nacional. Existen en la historia pocos ejemplos, si es que los hay, de países que cedan dominio de motu-proprio. Lo corriente ha sido conculcar soberanía a través de guerras. La decisión de ingresar al euro fue muy controvertida. En varios países su aprobación fue por mínimo margen. Inglaterra se negó a ingresar, para no ceder poder.
Hoy el manejo económico-monetario de la zona euro lo dicta el BCE. Pero los gobiernos, elegidos por los ciudadanos de cada país, no se atreven a aplicar las normas de buena conducta que emanan del BCE. De hacerlo, arriesgan su reelección. El sistema está entrampado. Aquellos países más serios en su gestión económica han debido auxiliar al euro, pero a costa de debilitar su erario nacional, obligando a un fuerte ajuste económico a sus propios ciudadanos. Alemania, Francia y otros, ¿por qué habrían de pagar la farra de los griegos o la fiesta de los españoles?
‘Nolens volens’ (queriendo o no queriendo), una vez más, Europa es presa de una pugna que lleva en su ADN-histórico por más de mil años: es la lucha del poder irrestricto que se desata entre la soberanía individual que propician y defienden los países, versus la supremacía del poder que se asientan en organizaciones territoriales amplias y complejas. Todo hace pensar que la UE entrará, de aquí en adelante, en una prolongada pausa de reflexión.
Por Dr. Ricardo Riesco
Rector Universidad San Sebastián