Hasta que estalló la crisis, los banqueros y los rentistas venían reinado en el mundo por tres décadas. Junto con ellos, los profesores neoliberales. Los capitalistas productivos lo han pasado bastante peor y para qué decir sus obreros. Puede que ello no sea casual. Parece existir una conexión carnal entre rentistas y los banqueros. Y ciertamente, una de las grandes lecciones de la crisis es que el auge de estos últimos, les permitió resucitar a los viejos y carcamales «anarquistas» burgueses, los «liberales clásicos,» como los llamaba Keynes, de la tumba en que yacían muertos en vida desde la Gran Depresión, que con sus ideas extremistas agravaron en medida no menor. No es raro, puesto que sus ideas les vienen como anillo al dedo.
El que trae a colación la ligazón entre rentistas y banqueros es Michael Hudson, un economista de Letonia, en un interesante artículo editorial publicado por el Financial Times del 7 de julio del 2010. Aboga por aumentar los impuestos a las propiedades y bajar los que afectan al trabajo, para restablecer de ese modo la competitividad de la economía, como alternativa a provocar una recesión contrayendo el gasto fiscal o devaluar la moneda.
Lo menos que se puede esperar de un economista letón es que busque alternativas, puesto que su país ha abrazado la primera opción con tanto entusiasmo, que ha provocado una caída de 20 por ciento del PIB en los últimos dos años, mientras los salarios de los empleados públicos se han recortado en 30 por ciento.
Escribe Hudson: «Los impuestos en la mayoría de las economías post soviéticas de Europa del Este, al igual que otras como Grecia, son regresivos. Se suman al precio del trabajo y la industria mientras son muy bajos respecto de la tierra. Bajar los impuestos al trabajo puede reducir el costo de la mano de obra sin estrujar más el poder adquisitivo y el estándar de vida.» Y agrega:
«Subir los impuestos a la propiedad de la tierra, mientras tanto, dejaría menos valor para ser capitalizado en préstamos bancarios, previniendo así contra un futuro endeudamiento. Los bajos impuestos a la tierra son en parte responsables de las burbujas inmobiliarias, puesto que transfiere la renta no gravada a los bancos, que por su parte la prestan para subir los precios de la tierra más todavía. Es bueno recordar que gravar el ‘almuerzo gratis’ del precio ascendente de la tierra era parte del liberalismo de Adam Smith y John Stuart Mill y los Reformadores de la Era Progresista en los EE.UU., todos los cuales buscaban hacer más competitivas a sus economías.»
Tiene toda la razón. En efecto, los rentistas multiplican el poder de los banqueros, provocando un desbalance respecto de los industriales. El asunto se puede entender mejor si por un instante se parte del supuesto que los rentistas no existen. En ese caso, todo el dinero disponible para manejar por los bancos provendría de los propios industriales, quienes manejan el proceso de producción donde se crean todo el valor y la plusvalía. A lo más, podrían recibir depósitos de los comerciantes, que son otra clase de capitalistas con las cuales los industriales comparten parte esta última por razones, bueno, comerciales. Parece indudable que en una tal situación, el poder relativo de industriales y banqueros estaría fuertemente sesgado en favor de los primeros.
Entren de nuevo los rentistas y la cosa cambia de inmediato. Estos tipos no hacen nada. Están sentados sobre un tesoro y ofrecen la llave del cofre a cambio de una renta. Se apoderan de este modo de parte de la plusvalía, generada por cierto toda ella en la esfera de la producción. Como no son aficionados a ese exigente oficio, no saben qué hacer con la plata y la depositan en los bancos. Estos, a su vez, la reciclan prestándola a los capitalistas productores o comerciantes. De este modo, mientras mayor la tajada que agarran los rentistas, mayores los recursos que terminan en poder de los bancos, sin provenir directamente de los capitalistas productores o comerciantes. No hay que ver debajo del agua para comprender que ello cambia la ecuación de poder a favor de los banqueros y en contra de los capitalistas productores y comerciantes.
Los lectores se preguntarán qué pasa con los trabajadores en este cuento. La verdad es que estos últimos en su conjunto no tienen capacidad de ahorro significativa. Sus ingresos provienen exclusivamente de sus salarios, los que cuando más alcanzan para cubrir lo que necesitan para vivir dignamente; usualmente andan bien por debajo de eso. Lo poco que logran ahorrar en las épocas de «boom» lo pierden en las crisis que les siguen inexorablemente. Los bancos se acuerdan de ellos sólo para escamotearles una parte significativa de sus salarios mediante préstamos hipotecarios y de consumo. Estos no son crédito productivos, como los que hacen a los capitalistas, sino usura pura y dura. En Chile, según una encuesta reciente, ciertos estratos de trabajadores deben en promedio siete meses de sueldo y pagan un 30 por ciento de los mismos en intereses. En este magro y lejano país, los financistas descubrieron como escamotearles otro 13 por ciento del salario, supuestamente para solventar una pensión en el futuro lejano. En lugar de eso, hace treinta años que lo vienen traspasando casi íntegramente a propios bolsillos. Uno de cada tres pesos contribuidos en todo este tiempo terminó en propiedad de los administradores de este negocio y la mayor parte del resto se lo prestaron a sus compinches, en primer lugar a los dueños de las mismas administradoras. ¡Que lindura!
Hudson recuerda el ejemplo de Hong-Kong, cuyo dinamismo se basó principalmente en la recaudación de la renta de la tierra, mientras se mantenían muy bajos los impuestos al trabajo. Podríamos agregar el ejemplo de Noruega, país que tiene el mejor esquema moderno de captura de rentas mineras. Cobra por el derecho a explorar, por el derecho a explotar, luego aplica un royalty a las ventas y además una sobretasa a las utilidades; todos ellos variables en función de los precios. Adicionalmente, reserva la mitad de los yacimientos para ser explotados por la minera estatal, que establece pisos a las normas técnicas y topes movibles a la producción. Todo ello le ha permitido recaudar casi toda la renta, lo cual efectivamente le permite mantener bajos los impuestos al trabajo y una elevada competitividad. Aparte de dar a su pueblo el mejor índice de desarrollo humano del mundo, según el PNUD. Ha acumulado además un fondo de reserva de medio billón de dólares.
Los chilenos debemos realizar un profundo debate nacional respecto de estas materias. Lo primero, desde luego, es recuperar la renta de los minerales, de los cuales se han apropiado un reducido número de empresas privadas, aprovechando resquicios que presentan evidentes vicios de inconstitucionalidad. Otros simplemente se los apropiaron a la mala, como el yerno del dictador, que se quedó con la empresa estatal de salitre que el suegro le encargó privatizar; aparte de la segunda mayor superficie de pertenencias mineras de Chile después de Codelco, incluida buena parte del litio. Esta es la parte conflictiva, pero qué se le va a hacer. Ya lo hicimos una vez y más temprano que tarde lo haremos de nuevo.
Los inmensos recursos que quedarán disponibles permitirán elevar la calidad de vida de la población y la calificación de la fuerza de trabajo. Sin embargo, las implicancias para la competitividad general del país va aún más allá que eso. Como bien dice Hudson, entre otras cosas, nos permitirá rebajar los tributos al trabajo y a la industria. El tema va más allá de la minería, sin embargo. Una buena política que capture para el Estado la renta de la tierra en general, del agua, de la atmósfera y en fin, de todos los recursos naturales que se tornan escasos, es la clave del futuro del país.
EL LASTRE DE LOS RENTISTAS
En el modo de producción capitalista existen tres clases sociales: obreros, capitalistas y… rentistas. Con una frase parecida inconcluye El Capital de Carlos Marx – como se sabe, solo publicó en vida el libro I, los otros los editó su compadre, Engels.
Desde hace dos siglos, las dos primeras clases han debido cargar con el lastre de la tercera. Para ser exactos, los primeros deben cargar con los otros dos. La diferencia es que, mientras la humanidad no logre construir un sistema más perfeccionado, al menos los capitalistas cumplen la importante tarea de organizar la producción social en medio de la anarquía del mercado. No es poca cosa. Los rentistas, en cambio, se van a la «cochi guagua.»
El asunto no es menor. La potencia de la emergencia y la competitividad de las modernas naciones dependen en parte significativa del peso relativo de unos y otros: mientras menos rentistas, mejor. Eso lo comprendieron muy bien los economistas clásicos, que formularon la teoría de la renta como una de las partes principales de su obra. La receta del gran Ricardo, seguida desde Marx a Samuelson, sigue vigente hasta hoy: lo óptimo para el capitalismo es lisa y llanamente que el Estado expropie toda la tierra y la arriende a los capitalistas. De ese modo, al capturar toda la renta de la misma, restablece las condiciones generales de competencia. El que mejor la ha expuesto recientemente es el editorialista del Financial Times del 4 de julio del 2010:
«El propósito de los impuestos a los recursos es capturar para la nación la renta económica de sus recursos naturales – ganancias por encima de las tasas de retorno normales, causadas por precios de venta muy por encima del costo de extracción.»
La teoría económica precisa que los sobreprecios que generan dicha renta no son sino el fruto de una transferencia de valor desde las industrias que no se basan en recursos escasos hacia estas otras. Los precios de los bienes producidos en las primeras deben rebajarse por debajo de su valor para que los precios en las últimas suban «muy por encima del costo de extracción.» En otras palabras, los rentistas no participan en la creación de riqueza alguna. La tierra pura y simple, así como los minerales que yacen debajo, no tienen valor alguno. Puesto que no tienen ningún trabajo humano incorporado, dirían al unísono Smith, Ricardo y Marx. Sin embargo, su escasez permite a quienes los explotan apropiarse de valor y plusvalía creadas en otros lados; en eso están todos de acuerdo.
La idea de la renta resulta clave asimismo para comprender el concepto de monopolio. Incluso la escasez transitoria, como la que gozan temporalmente los que operan industrias con grandes economías de escala, permite a monopolistas apropiarse de rentas creadas por otros – «cuasi-renta», la llamó Samuelson, autor de este gran aporte a la teoría de la renta y del monopolio.
La teoría de la renta es asimismo extremadamente útil para enfrentar los problemas económicos derivados de los límites planetarios, que con tanta razón ha puesto de relieve la economía ecológica. Hay recursos que antes no eran escasos, pero que ahora lo son en virtud del desarrollo económico. La atmósfera utilizada como botadero de gases de carbono, por ejemplo, o el mar como alcantarillado de última instancia. El agua en general está afectada hoy por el mismo problema.
Un caso parecido se origina en el atochamiento, es decir, las externalidades negativas que tanto molestan a los vecinos, provocadas por cada nuevo actor que ingresa en un mercado limitado por un recurso escaso. Es lo que ocurre en la pesca, en las calles y carreteras.
En todos los últimos casos, el Estado debe asumir el control de dichos recursos e impedir la libre entrada a los mismos, cobrando a quienes quieran usar esos recursos toda la renta que se origina, en este caso, por la regulación del acceso a los mismos.
Todo esto y mucho más al respecto es bien conocido. La teoría de la renta da para mucho y es francamente una vergüenza que se haya dejado de enseñar, no sólo en Chile, a lo largo de la era obscura de la hegemonía Neoliberal.
Ha llegado la hora de cambiar, especialmente en Chile, también en esta materia.
LA FASCINACIÓN DEL PACÍFICO
Ya no cabe duda. El gran tema económico del siglo 21 será la emergencia económica del mundo, bueno, emergente. Puesto que los mayores de ellos miran al Océano Pacífico, una consecuencia no menor puede ser que éste adquiera una importancia significativamente mayor.
El asunto se aclaró con la caída del muro de Berlín. Este acontecimiento histórico extraordinario reveló lo que había al otro lado. La izquierda tuvo que asumir de golpe y porrazo que el comunismo no andaba todavía por esos lados, aunque su fantasma sigue rondando por todas partes. La lucha contra el capitalismo habrá que continuarla más o menos como en tiempos de Marx y Engels, sin la esperanza luminosa que ya se estaba forjando su realidad. Sin embargo, las consecuencia para los grandes capitalistas del mundo desarrollado resultaron aún más duras: detrás del muro aparecieron competidores capitalistas de carne y hueso. Tan formidables, que a mediados del siglo los habrán superado, largamente.
Resultó que el modo de producción capitalista, dado por muerto y enterrado después de 1917, se encuentra todavía en plena adolescencia. Según NN.UU, exactamente la mitad de la humanidad continúa viviendo en el campo. Su migración multitudinaria, encaminada casi toda hacia las inmensas mega ciudades del sur, se completará en el medio siglo que viene. Esa gigantesca transformación social, la más grande de la historia, es lo que está creando los fundamentos para la emergencia potente de la parte del mundo donde vive la mayor parte de la humanidad… cuyas playas son bañadas en gran parte por el Océano Pacífico.
No digamos que la idea es nueva. A lo menos desde hace dos siglos, el Pacífico ha venido inspirando las visiones más alucinadas, en las mentalidades más diversas. Desde luego, los tipos con afanes conquistadores «se vuelan» con la idea. Sergio Onofre Jarpa, el viejo líder derechista chileno, escribía en su juventud en la revista filo nazi El Estanquero, que Lord Cochrane, «un hombre que se pensó y se hizo,» había propuesto a O’Higgins la conquista de las Filipinas. Fiel a estas locuras, la dictadura de Pinochet y sus etílicos almirantes, hicieron grandes aspavientos con el engrandecimiento de Chile hacia el Pacífico. Algo de eso está detrás de la estupidez, popular entre la neoliberal burguesía chilena, de zafar a Chile del mal vecindario de América Latina y dejarlo flotar hacia el Pacífico.
Sin embargo, estas ideas estrafalarias de gente tan mal inspirada no debieran obscurecer al resto aquello de cierto que hay en el asunto. La visión más genial aparece en el número de febrero de 1850 de La Nueva Gaceta del Rhin, un periódico del que solo llegaron a publicarse seis números, editado por dos jóvenes alemanes que acababan de cumplir 30 años y tenían la cabeza llena eufórica de maravillosas y entusiastas visiones inspiradas por la llamada Primavera de los Pueblos, la sucesión de revoluciones que en pocas semanas de 1848 derribó a todos los gobiernos de Europa excepto el de Gran Bretaña.
Esto es lo que escribieron estos muchachos, que representaban lo más avanzado de la mentalidad de su época, a raíz del reciente descubrimiento del oro en California:
«Este hecho alumbrará resultados más grandiosos todavía que el descubrimiento de América. Una costa de treinta grados de latitud de largo, una de las más hermosas y feraces del mundo, hasta hoy poco menos que deshabitada, se convertirá ante nuestros ojos en un país rico y civilizado, densamente poblado por hombres de todas las razas, desde el yanqui hasta el chino, desde el negro y el indio al malayo, desde el criollo y el mestizo al europeo. El oro californiano se desparrama a raudales por toda América y por las costas asiáticas del Océano Pacífico, empujando a los pueblos bárbaros y ariscos a la corriente del comercio mundial, a la civilización. Por segunda vez se va a imprimir al comercio mundial una dirección nueva… Gracias al oro californiano y a la incansable energía del yanqui, las dos costas del Mar Pacífico se verán pronto pobladas y abiertas al comercio y a la industria, como lo están hoy las costas del Atlántico, desde Boston hasta Nueva Orleans. Ese día, el Océano Pacífico representará la misma misión que hoy representa el Atlántico y que en la Antigüedad y en la Edad Media representó el Mediterráneo, será la gran ruta marítima del comercio mundial, y el Océano Atlántico quedará reducido a la importancia de un mar interior, como el Mediterráneo hoy. La única salida que tienen los países europeos civilizados para no caer, cuando ese día llegue, en la misma postración industrial, comercial y política en que al presente se hallan Italia, España y Portugal, está en una revolución social que sepa transformar a tiempo el régimen de producción y de intercambio con arreglo a las necesidades de la propia producción, tal como se desprenden de las modernas fuerzas productivas, facilitando así el alumbramiento de fuerzas nuevas que garanticen la superioridad de la industria europea y compensen los inconvenientes de su situación geográfica.»
El sol de América Latina marcha hacia el Pacífico.
Por Manuel Riesco
Economista del Cenda