“El verdadero acontecimiento que tuvo lugar en el mundo árabe no es ISIS, sino las revueltas del 2011”

El ISIS es la vanguardia del capitalismo contemporáneo y actúa como una auténtica empresa neoliberal de corte necropolítico, sostiene el académico chileno Rodrigo Karmy, quien invita a mirar más las revueltas iniciadas en la Plaza Tahrir como el gran acontecimiento del mundo árabe, una discontinuidad en una historia de acuerdos entre las oligarquías árabes y las potencias occidentales. También advierte que todo análisis que aborde el problema desde la noción del ‘choque de civilizaciones’ está completamente alejado del fenómeno en cuestión.

“El verdadero acontecimiento que tuvo lugar en el mundo árabe no es ISIS, sino las revueltas del 2011”

Autor: Mauricio Becerra

(Foto: Tara Todras-Whitehill)

Una entrevista iniciada en noviembre de 2015 por la Revista Carcaj dedicada a la situación de la nakba Palestina al investigador Rodrigo Karmy Bolton fue ‘asaltada’ por los atentados del 13 de noviembre en París, por lo que la conversación devino también en el ascenso del ISIS, el terrorismo y las perspectivas del mundo árabe en las condiciones del capitalismo contemporáneo.

Rodrigo Karmy es filósofo y académico del Centro de Estudios Árabes de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile. Recientemente ha publicado el libro Políticas de la Ex-Carnación: Una Genealogía Teológica de la Biopolítica, y se encuentra pronto a aparecer Escritos bárbaros. Ensayos sobre razón imperial y mundo árabe contemporáneo.

El autor quiso compartir esta entrevista con los lectores de El Ciudadano, en la que aborda la potencia de la nakba (éxodo) palestino y la emergencia del ISIS en la reconfiguración del mapa árabe. A juicio de Karmy, ISIS introdujo la violencia sectaria en oposición a la imaginación abierta con las revueltas iniciadas en El Cairo en 2011, que posibilitaron una vida en común a la multitud de se congregó en las plazas.

Hay una historiografía oficial del sionismo hoy en día que intenta formar una asociación directa entre la segunda guerra mundial, el holocausto, y la formación del Estado de Israel. Bajo esta perspectiva, se presenta la necesidad histórica del Estado de Israel y se tiende a dejar de lado la pregunta por el proyecto sionista mismo, nacido en el seno de la sociedad europea. ¿En qué medida crees que se puede criticar esta perspectiva historiográfica?

– Ante todo, lo que llamamos “historiografía israelí oficial” tiene que ser entendida como una alabanza incondicional a la forma Estado que, como tal, funciona en base al paradigma militar. Alabanza que la convierte en un aparato estetizante del poder soberano que impone un léxico “blanco” sobre el cual se apuntala toda la empresa colonial israelí. A esta luz, la historiografía es parte de la totalidad de la maquinaria colonial israelí y, al igual que la “arqueología”, se configura como uno de los pilares fundamentales de la construcción mítica del Estado. De ahí que la discusión historiográfica sea una materia tan sensible, toda vez que es allí donde el discurso soberano puede reivindicar su “autenticidad” y decir “yo estuve aquí primero” y, por tanto, “este lugar es de mi propiedad”. Se trata de una guerra política de nombres, por cierto, en la que la historiografía israelí llamó a la expulsión de miles de familias palestinas bajo la rúbrica del “Día de la Independencia”. Como puntal del discurso sionista, la historiografía pudo trazar una solución de continuidad entre el pueblo bíblico judío y la actual nacionalidad israelí, articulando de este modo, sus pretensiones de “autenticidad” y consolidando de este modo, el entronque mítico de su empresa colonial.

Pero jamás la historia cabe en la historiografía. Nunca los cuerpos estallados por la violencia logran ser reducidos al relato historiográfico. Ellos marchan silenciosamente como la sombra de la luz historiográfica. Quiebran su temporalidad mítica e impiden que ésta coincida consigo misma. Lo inactual de la voz palestina interrumpe la normalidad impuesta por la historiografía israelí. Si esta última intenta “blanquear” el territorio (proceso que no sólo implicó acechar al pueblo palestino sino también a los judíos árabes que vivían en la región), la voz palestina mancha, desgarra, inquieta donde la historiografía limpia, sutura y aquieta. Como una horadación microscópica, la memoria Palestina pulsa sobre el “blanco” manto historiográfico israelí y hace saltar sus certezas y deja entrever la fuerza de su verdad. La historiografía crítica isarelí que actualmente se nutre de figuras como las de Ilan Pappé o Shlomo Sand entre otros, ya estaba anunciada en la historiografía palestina previa que, sin embargo, fue otra vez conjurada por la academia israelí y occidental. La acusación de ser “ideológica”, de ser “parcial” y de no brindar un marco “objetivo” fueron parte de las peroratas con las que el discurso universitario se unió alegremente a la caravana colonialista.

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A diferencia de la israelí, la historiografía palestina (como aquella que hoy ensaya el palestino Nur Masalha entre otros) se sitúa desde la potencia de la nakba (catástrofe, en árabe) y surge desde los laberintos de la memoria palestina. Mirar la historia desde la nakba implica una destrucción del relato sionista, en el que el “Día de la Independencia” se trueca en la expoliación terrorista que implicó la expulsión (1948) de miles de familias palestinas, la ocupación militar (1967) de nuevos territorios y la segregación de una política de apartheid consumada con la construcción del muro (2003). Pero la nakba introduce un problema: y es que ésta no es un simple “hecho” historiográficamente datable, sino un acontecimiento que, como tal, no deja de suceder. Nakba es lo que no deja de suceder, es la fuerza de una memoria y por tanto, la restitución de una vida común (y, por qué no de un “derecho común” que está antes de todo derecho soberano, por cierto) que se niega a desaparecer. Por eso, cualquier crítica a la historiografía israelí debe asumir la aporía de su trabajo: de una historia que no cabe en la historia, de un tiempo que no se deja domesticar por el tiempo.

Quizás, si se quiere tener una imagen prístina de qué significa la nakba lo mejor es acudir a una suerte de secreto diálogo que existe entre el poema de Mahmud Darwish Estado de sitio y la película de Elia Suleiman El tiempo que resta: Darwish traza el sonido de un poema en el que el poeta actúa como un flaneur que viaja por una ciudad devastada, por una tierra en pleno “estado de sitio”. Ahí el poeta se encuentra con diversos personajes (el soldado israelí, el asesino, el crítico de arte, etc.) y les va anunciando la memoria que ellos han pretendido dejar atrás. El poeta impugna su presente, apelando a la “tierra” como ese lugar común exento de soberanía. Por su parte, Suleiman, caracteriza en la imagen inicial de una tormenta, el estallido de la nakba, relatando su historia en palestina para enfocarse en lo que “resta” cuya cristalización toma la forma de su madre, de una esquina en la que los amigos se juntan a tomar café o, bien, de sus vecinos que le circundan. En ambos, el tiempo no cabe en el tiempo así como tampoco, la tierra en el territorio. Palestina se vierte así, como lo radicalmente inactual que en algún texto, he denominado bajo el nombre “inquietud”. Palestina es la inquietud que atraviesa al presente, su poblamiento por hordas de una “in-humanidad” que desgarra al pilar antropológico, de raíz cristiana, llamado “humanidad”. Así, tanto Darwish como Suleiman atienden el reclamo de la nakba mostrando a la Palestina que resta. Que resta de Palestina.

¿Como crees que se posibilitó la emergencia del sionismo en el siglo XIX, que fue un proyecto secular y que de hecho encontró una fuerte oposición de parte del judaísmo religioso, en el contexto de una intelectualidad judía no religiosa usualmente identificada por su progresismo? ¿Como se relaciona el sionismo con el proyecto colonial moderno occidental?

– Si comparamos Der Judeenstat de Theodor Herzl publicado en 1895 con Der juden frage que Karl Marx había redactado en 1843 vemos el abismo que pervive entre ambos textos. Ya el título marca una diferencia (por eso los pongo en alemán, en la diferencia entre “staat” y “frage”, precisamente). En el primero, se trata de “El Estado judío”, en el segundo, de “La cuestión judía”: en el primero lo “judío” aparece investido bajo la forma estatal, con su verdad, su soberanía, en el segundo, lo “judío” se asoma como una pregunta cuya crítica pretende la revocación de la misma forma Estado en lo que Marx llamaba la “emancipación humana”. Para el primero es preciso fundar una soberanía, para el segundo, resulta clave su destrucción.

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Es evidente que estos no fueron los únicos textos que surgieron respecto del tema durante el siglo XIX, pero me parece que son dos textos “polares” cuyo contraste dice algo respecto de una posible Aufklärung: para el primero, ésta debe venir de la mano de la soberanía estatal (con todo su ejercicio ficcional de inventar una noción de “pueblo” soberano, y de una “lengua” específica que fue lo que ocurrió históricamente con el sionismo), para el segundo, ésta se cristaliza en el comunismo como horizonte último de la emancipación en el que ya no cabe apelar a una “identidad” estatal-nacional, sino a la vida común como el lugar de su revocación radical. Es evidente que triunfó la apuesta de Herzl por sobre la de Marx, la del Estado-nación antes que la del comunismo (a pesar de la puesta en juego de un sionismo de izquierda del cual, me parece, dentro de Israel ya no queda nada o casi nada) y, en ese sentido, no fue más allá, sino que heredó la misma estructura teológico-política de la modernidad. En este registro, la configuración del discurso estatal-nacional del sionismo implicó, al menos, tres cuestiones clave: en primer lugar, la proyección del “Estado judío” como un verdadero katechón europeo respecto de Asia (su vocación civilizatoria), en segundo lugar, la invención por parte del sionismo del “pueblo judío” como sujeto estatal-nacional (a diferencia de la noción de “pueblo judío” como entidad religiosa-comunitaria) y, en tercer lugar, la herencia de la matriz colonial europea en la que el otrora “antisemitismo” que concebía al “judío” como lo despreciable, como el despojo que había que expulsar y que, sin embargo, se anudó como parte de la matriz estatal-nacional europea, se desplazó por la figura del árabe en general y del palestino en particular.

A esta luz, y aunque suene extraño, podríamos decir que el Estado de Israel sigue siendo “anti-semita” pero “por otros medios”. Por eso, como he dicho en otro lugar, el proyecto sionista no sólo no puede desprenderse del proyecto colonial-europeo sino que, en virtud de compartir esa misma matriz, no hizo más que operar en función de una racionalidad biopolítica muy precisa configurando de este modo, un verdadero “racismo de Estado”.

Pero ¿De donde viene el racismo? Tradicionalmente, cada vez que se enfrenta el problema del racismo, se le retrotrae, con justa razón, a las teorías biologicistas del siglo XIX. Es lo que hace Michel Foucault, por ejemplo, de manera particularmente breve en 1976. Ahí, Foucault nos dice que el “racismo” es el modo de ejercer el poder de muerte (soberanía) en medio de un poder que promueve la vida (el biopoder) y que, en este contexto, habría racismo allí donde la muerte del otro se concibe como la premisa para el desarrollo de la vida propia. Es a partir de estas consideraciones de Achille Mbembe mostrará cómo es que el poder de muerte que operaba en el contexto colonial, se inserta en un nuevo horizonte de inteligibilidad prodigado por el biopoder y su racionalidad “desarrolladora”. A ese poder de muerte le llamará “necropolítica” y constituye el puntal del racismo toda vez que es aquella racionalidad que concibe al otro exclusivamente como una amenaza para la propia vida.

Así, el desarrollo de la vida sólo será posible gracias a la muerte de las otras vidas. {destacado-3}

Si bien, estoy enteramente de acuerdo con estos análisis (sobre todo, con el planteamiento de Mbembe), me parece que el racismo podría rastrearse arqueológicamente desde mucho antes, en base al entramado religioso de matriz católico: como ha visto la fabulosa investigación de Rodrigo de Zayas, ya en la España imperial no sólo la figura del judío fue expulsada, sino también, la de los musulmanes que habitaron la península hasta el siglo XVII. Es preciso recordar que el primer proyecto imperial europeo que funciona como una suerte de bisagra entre eso que llamamos “época medieval” y “época moderna” fue precisamente el Imperio español que configuró una matriz del Estado basado en el catolicismo, es decir, un orden político fundado en base a un orden de fe cuya secularización perfectamente podría desembocar en la del Estado como orden político y en la nueva concepción de la nación como el antiguo orden de fe. Lo complicado del imperio español es que, a diferencia de otras experiencias imperiales, tuvo como exigencia la homogeneización de sus poblaciones (sobre todo, aquella que habitaba la península ibérica). Homogeneización que se anudó en base a una fe (el catolicismo) y a una lengua uniformes (el castellano), entre otras cosas.

La aparición de la gramática española, en conjunto con al mentado “descubrimiento” de América y la expulsión “morisca” no deben verse como datos aislados, sino como parte de una misma racionalidad imperial que, poco a poco, asumirá su forma moderna. Así, el carácter misionero de la “evangelización” católica articulada por el eje hispano-portugés, encontrará en las figuras de la “civilización” franco-británica y en la “democratización” estadounidense su extensión imperial. Y, por eso, desde mi perspectiva, el problema a pensar es cómo el cristianismo anudó un modo de concebir la forma imperio ya no desde un marco simplemente soberano, sino enteramente pastoral. Desde mi punto de vista, el poder pastoral configuró la matriz del imperialismo occidental. Y ello, se realizó en tres fases superpuestas: evangelización (eje hispano-portugés)-civilización (eje franco-británico)-democratización (eje EEUU-Europa). La democracia es hoy tan “misionera” como lo fue el catolicismo durante el imperio español. Su “misión” se traduce en la “sumisión” a una lógica pastoral, en el que los pueblos deben ser convertidos en poblaciones y así, “salvados” del tirano.

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En este sentido, mi posición constituye una suerte de vía media entre dos tesis: la de Toni Negri y la noción de Imperio y la de Walter Mignolo y su concepción de “colonialidad global”. Del primero rescato, el modo en que la articulación imperial asumió la forma de la gubernamentalidad con la clausura que supone, del segundo la incorporación de un “afuera” que problematiza el lugar de España y el cristianismo en la empresa de conquista americana, ausente en los análisis de Negri. La vía media que pretendo abrir intenta situar la dimensión “pastoral cristiana” como matriz de la nueva escena imperial, cuestión ausente tanto en Negri como en Mignolo y que, sin embargo, debemos a los trabajos de Foucault y Agamben en torno a la cuestión del poder pastoral y de la oikonomía cristiana, respectivamente. En efecto, desde mi perspectiva, la actual configuración imperial se anuda en base a la figura del “poder pastoral cristiano” que sirve como matriz y que se sostiene en base a una antropología política en la que el hombre es considerado bajo la forma “persona” (un “encarnado”, precisamente) desde la cual se vuelve posible articular una concepción inmanente del poder que lo concibe estrictamente como “gestión” (oikonomía). En este plano, la soberanía político-estatal, ha sido subsumida en la trama económico-gestional y, de este modo, la imperialidad contemporánea podría ser vista como la primera en prescindir de una monarquía, precisamente porque se ejerce desde la matriz pastoral que termina por subsumir la matriz soberana en una de corte pastoral.

A este respecto, habría que subrayar que, a diferencia del cristianismo, el islam prescinde de la figura del pastor y pone su énfasis en la del profeta: este último constituye una suerte de antídoto frente a las posibilidades de “pastorización”: basta con que la violencia profética revindique el principio del tawhid (no hay mas Dios que Dios y Muhammad es su profeta) y toda posible pastorización se viene abajo. Por eso es falso que el islam sea una religión “militar” o intrínsecamente “política” (estatal) tal como plantea el orientalismo decimonónico y que hoy se expresa en autores como Bernard Lewis. Mas bien, tal como han planteado los trabajos de Nazih Ayubi y Burham Ghalioum o Mohamed-Cherif Ferjani, el islam aparece en oposición al poder estatal y siempre, durante el islam clásico hubo una división clave entre ambos tipos de poderes, entre la comunidad y el Estado, entre el poder espiritual y el poder político, no obstante, sus articulaciones e intentos permanentes por subsumir al primero en el segundo. El proceso por el cual islam se “gubernamentalizó” es una realidad reciente, efecto de una reforma interna acontecida desde finales del siglo XVIII como impugnación al imperio turco-otomano (desde donde aparece el wahabismo como una de las primeras “reformas”) y que se consuma desde la segunda mitad del siglo XIX cuando, en plena crisis del imperio turco, los musulmanes comienzan a plantear al islam como una religión que debía hacerse cargo del Estado, trastocando sus categorías clásicas y gubernamentalizándose, es decir, introduciendo lógicas propiamente pastorales reflejadas en los teólogos. Y, entonces, se produce una aporía que sitúa al islam contra el islam: mientras más el islam se asume como discurso estatal, menos verdad es capaz de sostener, a más islam, menos islam.

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Ahora bien, para volver a la pregunta, durante el bombardeo israelí sobre Gaza el año anterior, Netanyahu esgrimió un argumento similar al que había utilizado, muchos años antes, Francisco de Vitoria respecto de los indígenas y que, por tanto, lo inscriben al interior de la cadena “pastoral” de la imperialidad occidental: que Israel pretende salvar a los palestinos de la tiranía de Hamás. Más allá del cinismo de su afirmación, me interesa sobre todo, entender cómo es que se hizo posible un discurso así: y entonces llegamos a Vitoria quien, durante el siglo XV, y argumentando desde una antropología articulada desde Tomás de Aquino, afirmaba que si los españoles ven que los indios están bajo gobierno de un tirano que les obliga a practicar cultos sacrílegos será preciso “evangelizarlos” derrocando al tirano. Para Vitoria se trata de salvar a los indios de su tirano y no de aplastar a todos los indios, de la misma manera que lo señala Bush durante la invasión a Irak durante el año 2003, y del mismo modo en que lo hacía Netanyahu con los “indios de palestina”. El efecto que produce dicho discurso es cesurar a la vida común de un pueblo en la diferencia entre un indio “moderado” (que la literatura de la economía política caracterizará como “salvaje”) de un indio “radical” (el antiguo “bárbaro” descrito por los romanos y actualizado por esa misma economía política moderna) y que operará respecto de la situación palestina post-acuerdos de Oslo que distinguirá entre palestinos “moderados” (los de la ANP) y palestinos “radicales” (los de Hamás). Es todo un discurso misionero de matriz pastoral el que está operando aquí. Porque, ¿quién puede tener la desfachatez de ofrecer tu salvación sino un pastor que pretende “purificar” tu alma e ilusionarte con la resurrección después de la muerte que, ya el propio Al Farabi ironizaba señalando que ello no era más que un “cuento de viejas”? En este sentido, ¿no sería el racismo moderno (que en el siglo XIX funcionaba bajo la forma biologizante de la “raza” y que hoy opera bajo el modo culturalista de las “civilizaciones”) la consumación del efecto pastoral al presuponer la existencia de un hombre “puro”? ¿No sería el racismo, finalmente, una teología en cuanto implica la sacralización de una vida que, como bien indica Agamben, la hará matable e insacrificable a la vez? Que el sionismo sea un “humanismo” significa que no puede dejar de lado su “racismo” puesto que éste último no constituye una anomalía del primero, sino su más temible verdad. Los procesos de colonización desplegados desde el siglo XV hasta la fecha, y en la que el proyecto sionista constituye una parte, lo confirman.

¿Cómo entenderías el giro conservador de la intelectualidad judía luego de la fundación del Estado de Israel?

– Esta pregunta la ha contestado con maestría Enzo Traverso en su texto El final de la modernidad judía. El giro conservador. Como sabes, Traverso describe el “giro conservador” de la intelectualidad judía que mutó desde figuras como Rosa Luxemburgo hasta aquellas como Henry Kissinger. Pero si hay un hito que va configurando ese giro –y que el propio Traverso señala- es el fin de la Segunda Guerra Mundial y la fundación del Estado de Israel en 1948. Es aquí cuando el viejo proyecto se Herzl con diversas mutaciones se realiza. Y, quizás, como sucede cada vez que se “cumple un sueño” éste se convierte en una gran pesadilla. Quizás, los palestinos han vivido la pesadilla que los israelíes han soñado. Pero no sólo los palestinos, también judíos que no se identifican al sionismo y que han entendido que su lucha contra el Estado israelí es la misma que la de los palestinos: liberar a Palestina es también liberar a los judíos del sionismo. Por eso, como sugiere Darwish en Estado de sitio se trata de restituir una vida común y, en ese sentido, la solución de los dos Estados era tan falaz que ahora nadie la cree (sobre todo muchos palestinos). La única alternativa es la puesta en juego de un Estado bi-nacional o plurinacional. Esta es una alternativa realista, no como la solución de los dos Estados que no tiene salida alguna. Pero ello significaría un proceso de des-sionización que sólo podrá realizarse a la luz de las luchas globales capaces de impugnar la lógica “pastoral” con la que opera el sionismo.

¿De qué manera la cuestión palestina nos trae hoy al problema que en el siglo XIX fue el de la cuestión judía?

– Es una pregunta clave: Palestina puede ser hoy día un crisol a través del cual contemplamos la historia imperial de Occidente. Los palestinos son, sin duda, los “nuevos judíos” de Israel, en cuanto nuevos “indios” del planeta. Puede ser ominoso referirse a ello así, pero el factum histórico va más allá de las delicadezas de lo “políticamente correcto”. Pienso que Israel juega al juego que todos los poderosos juegan hoy: administrar la guerra y hacer de la guerra un juego de administración. En este sentido, Israel juega el juego inaugurado por los EEUU desde los años 90: transformar decisivamente a la categoría de “guerra” en algo completamente diferente que lo que era en el marco estatal-nacional del Ius Publicum Europeaum. Si en este marco, la “guerra” constituía un conflicto bélico de carácter interestatal que, por serlo, tenía un principio y un final, la “guerra” contemporánea se concibe como “infinita” y, por tanto, como parte de la administración general de las poblaciones. Nunca más habrá guerras en sentido clásico, precisamente porque la guerra es la condición normal en la que vivimos, el modo en que opera hoy día la gestión global de las poblaciones, la forma última del dominio imperial. En un momento planteé el término guerra gestional para dar cuenta de esta mutación. Por eso las guerras no acaban, sino que se sostienen “infinitamente”, tal como decía en su momento Bush Jr. La clave es que en el contexto Palestino, esa “guerra infinita” se dio en el contexto de los acuerdos de Oslo desde 1993 que fue el dispositivo preciso que tuvo Israel de ejercer su dominio, extendiendo las negociaciones ad infinitum y, de este modo, profundizando la ocupación y el apartheid. En este sentido, el palestino ocupa el lugar del Otro. De aquél en el que una vez habitó el judío pero que, impugna directamente a la configuración del racismo moderno, tal como sostuve en la pregunta anterior. ¿Qué es el racismo? ¿Cómo hemos llegado a ser racistas? ¿cómo imaginar una vida común no racista? Quizás, éstas sean las preguntas filosóficamente claves que la actual situación Palestina ofrece al pensamiento.

Los términos en los que hoy se piensa la solución del problema palestino parecen haber cambiado: Abbas recientemente se desvinculó del programa de paz trazado por los acuerdos de Oslo y la perspectiva de una solución de un Estado parece comenzar a cobrar fuerza. La correlación de fuerzas, sin embargo, está hoy más que nunca del lado de Israel, que es de hecho el único estado de facto en el territorio palestino. ¿Cómo se puede pensar la solución de un estado bi-nacional o plurinacional desde una perspectiva no sionista? ¿En qué medida la solución de un Estado podría superar la situación actual de apartheid?

– Antes de responderte directamente, diría que la situación palestina implica un conflicto de nombres: ¿cómo llamar a este conflicto? En los años 60 se le llamaba “conflicto árabe-israelí” porque en él estaban involucrados varios países árabes que solidarizaban con la causa, puesto que proyectaban el discurso pan árabe que veía en Palestina el último reducto colonial. Pero esa situación cambió de súbito con la guerra de 1967 y los consecuentes acuerdos de Paz entre Egipto e Israel que se dan en 1979. Desde ahí en adelante, la OLP cada vez más se burocratiza, cada vez más se aísla políticamente y el conflicto pasa a designarse como “palestino-israelí”. Finalmente, cuando en los últimos dos bombardeos a Gaza, Netanyahu ha insistido en la hipótesis islamista, reduce la escena del conflicto aún más y lo intenta circunscribir en el enfrentamiento entre Israel-terrorismo palestino”. Terrorismo que, por cierto, se identifica inmediatamente con Hamás y que desemboca en la tesis sionista de los últimos años: existe una conspiración mundial del islam en contra del “pueblo judío”. Tesis que no es más que el reverso especular de la otrora tesis nazi acerca de la conspiración mundial de los judíos. El trabajo especular del sionismo es impresionante: al situar al “anti-semitismo” como su antípoda confirma la fuerza de su presencia y reproduce su racismo de forma desplazada, en la figura del árabe y del palestino.

Como nombremos el conflicto, se abrirán o cerrarán unas u otras alternativas para una posible –no digamos solución, pero al menos “salida”. En mi perspectiva, el conflicto debería denominarse “conflicto colonial-israelí” porque acentúa la no equivalencia de las fuerzas en conflicto, poniendo al Estado de Israel como potencia colonial frente a un pueblo que, si bien resiste políticamente, está en condiciones enteramente a-simétricas. Sin embargo, no se trata tan solo de “colonialismo” en sentido clásico. Ni su modelo francés que tiende a la “asimilación” ni el inglés que tiende a la “segregación”. Lo que hay que notar cuando decimos “colonialismo israelí” es que no es un proyecto orientado a la “integración” de los “aborígenes” al marco jurídico y cultural de la metrópolis. Mas es al revés: Israel no hace más que expulsar. Supura palestinos. Les expulsa de sus casas, de sus pueblos, de sus territorios. Por eso, el colonialismo israelí “niega” la existencia de un pueblo y, en ese sentido, constituye una máquina de exterminio, en cuanto tiende una y otra vez a “hacer desaparecer” al otro. Así, el israelí es un colonialismo al revés que ejerce su necropolítica en dosis precisas en función de la “negación” general del pueblo palestino. Como ha mostrado Nur Masalha, sólo en esa lógica cobra sentido el relato expansionista del Eretz Israel que tiene como efecto inmediato la indefinición de sus fronteras político-estatales. Y de ahí el otrora comentario de Elias Sanbar quien insistía en que el colonialismo israelí se asemejaba al colonialismo que implementaron los EEUU con los “indios” de su continente. Negar al pueblo palestino implica extender las fronteras israelíes y asumir que, aun cuando existan zonas palestinas, éstas pueden ser consideradas -y lo son, mientras se mantenga el sueño sionista del Eretz Israel- parte del territorio israelí que está por conquistar. Territorio que en el imaginario sionista se figura como un “desierto” que debe ser cultivado, poblado y edificado, como si antes de 1948, no hubiera habido nada: ni comunidades, ni pueblos, ni árboles, ni casas, ni calles. De ahí viene ese mito tan extendido, según el cual, Israel constituiría el de un “milagro económico”, mito que, como todo mito- omite la gigantesca ayuda norteamericana en armas y dinero, así como también, la historia de Palestina previa a la fundación de Israel.

Por eso, la premisa para una “salida” sería reconocer la naturaleza del conflicto: insistir en la veta colonial del mismo, atender a su singularidad necropolítica y jamás reducirlo como hace la prensa actual, a un conflicto entre fuerzas equivalentes. Por otro lado, es preciso subrayar que los palestinos no son un pueblo pasivo, sino un pueblo que lucha de mil formas, todos los días, contra los dispositivos del Lager israelí (sobre todo, en Gaza donde la situación que se vive es la de un bloqueo permanente y asedio por parte de la marina y las fuerza aérea israelí). En este sentido, hay que reconocer a los palestinos como agentes políticos, en su multiplicidad. Por ejemplo, el caso de Hamás: se obligó a los palestinos a ir a elecciones generales el año 2006 y, una vez triunfa Hamás, las potencias occidentales que habían instigado las elecciones, terminaron por no reconocerlas. Y, peor aún: cuando Israel bombardeó Gaza el año 2014, lo que Hamás exigía era lo que el derecho internacional exige a Israel: respeto y ampliación de las millas marítimas de la costa gazatí, cese del bloqueo y libertad de movimientos, etc. Hamás y las diversas coaliciones que resistieron el bombardeo (el Frente Popular, el Fatah de Gaza y la Yihad islámica) daban legitimidad al derecho internacional, colocándose como sus voceros en una situación en la que éste se hallaba enteramente suspendido por la intensificación de la guerra gestional israelí.

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Entonces, es preciso reconocer a los palestinos como sujetos políticos. Y, al hacerlo evitamos, la doble trampa del poder actual: hacerlos pasar por víctimas absolutas (como el discurso sionista hace de los judíos exterminados por los nazis) o por victimarios absolutos (como el discurso sionista lo pretende hacer respecto de Hamás, por ejemplo, cuando Netanyahu nos pretende dar clases de historia exculpando a Hitler, etc.). Aquí no hay “absolutos”, sino un campo de lucha en el que juegan racionalidades muy precisas que deben ser historizadas, al interior del proceso general de las formas de “negación” con las que opera el colonialismo israelí.

¿Cómo entenderías la Intifada y el boicot a Israel, que hoy parecen ser las únicas formas de resistencia que han demostrado tener cierto alcance contra el dominio sionista? ¿Qué nos permite pensar, a qué nos abre la resistencia palestina, en el contexto político mundial actual?

– Diría que la intifada o “revuelta” es la apuesta por una política de lo por venir. En este sentido, la intifada concierne a la Palestina que resta y, en ese sentido, la intifada, quizás, plantee una de las tareas políticas más urgentes de nuestro tiempo: restituir el habitar. La vida común es precisamente el “habitar”. En medio de la catástrofe, en la que la maquinaria israelí destruye el habitar, la intifada lo restituye. Y, en ese sentido, hay dos planos que coinciden: el primero, a nivel global, la presión del boicot que exige el fin del apartheid oponiéndose a la destrucción del habitar, y a nivel local, la intifada que se desenvuelve como una restitución del carácter común de las calles palestinas. La intifada es el gesto mismo del habitar y no pertenece ni al discurso religioso ni al discurso secular, sino que no es nada más que la afirmación de una potencia común a todos los habitantes. En cuanto restituye el habitar, su fuerza impide que los palestinos se transformen en simples poblaciones y que todo se resuelva en un circuito infinito de administración bélica. En ese sentido, diría que la intifada es absolutamente intempestiva. Y su intempestividad es, en rigor, la fiesta del pueblo palestino en contra del terror israelí, la intifada en contra de la nakba.

ISIS COMO VANGUARDIA DEL CAPITALISMO CONTEMPORÁNEO

Desde hace un tiempo se viene afirmando que en los orígenes de ISIS hay una gran responsabilidad, directa e indirecta, de las potencias occidentales, estas mismas parecen mostrar una débil voluntad, muy sujeta a los maquineos geopolíticos de occidente en la zona, de acabar con ISIS sobre el terreno, pero al mismo tiempo ISIS parece consolidarse cada vez más como una verdadera amenaza para los países occidentales. Pareciera entonces que el asunto no se puede reducir simplemente a la cuestión del terrorismo, que no solo hay muchos factores más en juego, sino una historia larga en la que se inscribe esta actualidad del tema del terrorismo. ¿Cómo crees tú que se podría trazar una genealogía de un movimiento como EI y de los recientes atentados en Paris?

– Ante todo, una genealogía de ISIS tendría que partir desde el presente. Y el presente consiste en la devastación generalizada del nómos imperial de corte estatal-nacional configurado por los acuerdos de Sykes-Picot firmados en 1916 por Gran Bretaña y Francia y ratificados en 1920 por la Cumbre de París. ISIS es el síntoma de su mutación. Y como síntoma expresa lo que no es y es lo que no expresa. “Expresa lo que no es” pues se plantea como si fuera el “verdadero” islam al que todos los musulmanes debieran seguir; y “es lo que no expresa” porque actúa como una auténtica empresa neoliberal de corte necropolítico que, apropiándose del dinero de los bancos abandonados en Iraq y Siria, extrae y distribuye petróleo como botín de conquista de las ciudades sobre las que avanza. ISIS es síntoma del vaciamiento del nómos articulado por Sykes-Picot. Si este último terminó por estructurar un territorio que había perdido sus fronteras debido al desmoronamiento del Imperio Turco-Otomano, dividió sus zonas y explotó sus recursos en favor de las potencias coloniales occidentales: como define Schmitt respecto de todo nómos, Sykes-Picot instaló un modo de apropiación, de división y de explotación colonial.

Sin embargo, aunque aún no contemplamos su fin, Sykes-Picot parece haber terminado. Las posibilidades del discurso estatal-nacional que se apoyaban en él parecen estar agotadas: si este discurso tuvo en el nacional-populismo árabe una resonancia decisiva, el proyecto pan-árabe y su vocación liberadora parece haber quedado atrás. La forma impuesta por Sykes-Picot está vacía. Su vaciamiento se habría iniciado, a nivel exterior, con el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial en el que los EEUU desplazó al eje franco-británico y, a nivel interior, con la guerra de 1967 que despoja a Egipto de su liderazgo regional y, progresivamente, deslegitima al discurso pan-árabe de su fuerza movilizadora.

A nivel exterior, desde 1945 los EEUU se han implicado en la región sostenidamente, al punto que sólo entre 1940 y 1967 las compañías petroleras estadounidenses aumentaron su control desde un 10% a un 60% en desmedro de las compañías inglesas que disminuyeron desde el 72% en 1940 al 30% en 1967. A nivel interior, con la guerra de los 6 días, 1967 inicia el proceso que desembocará en los acuerdos de Camp David entre Egipto con Israel que, como planteará Samir Amin, tuvo dos consecuencias clave: a) articulación de una política económica neoliberal (infitah); b) giro ideológico egipcio hacia los EEUU y ya no hacia la URSS, bajo el mando de Sadat. Así, 1967 inicia el proceso por el cual la matriz estatal-nacional de Sykes-Picot sobre la cual se apoyaron los proyectos nacional-populares iraquíes, egipcios y sirios entre otros, es llevada a su punto cero, exhibiendo su complicidad con la nueva égida imperial liderada por los EEUU. Ya no hay liberación sino sumisión, ya no hay victoria, sino derrota. En Política y sociedad en Oriente próximo el pensador Nazih Ayubi ha mostrado cómo es que el nómos de Sykes-Picot configuró al Estado árabe de manera “hipertrófica” en el sentido que jamás logró instalar procesos de “hegemonía” inflando de este modo, a sus ejércitos y policías. Es decir, que su carácter hipertrófico implicó un ejercicio gubernamental enfocado exclusivamente en el control militar y policial con el efecto inmediato de oligarquizar a los gobiernos en estrecha complicidad con la permanente intervención imperial a nivel regional. La hipertrofia del Estado árabe se acelera después de 1967 y, diría, se consuma desde 1991 con la Guerra del Golfo, hasta la fecha con la devastación del Estado iraquí y la promoción incondicionada de la guerra civil en Siria. El Estado árabe ha terminado por implosionar sin retorno e ISIS es, en este sentido, su síntoma mortífero.

El conflicto entre la antigua forma que exhibe su caducidad y la nueva forma de imperialidad que promueve una perpetua guerra civil global, se ha dejado entrever de dos modos: con las revueltas árabes de 2011 e ISIS. Las primeras fueron la impugnación radical que intentó restituir un habitar que había sido destruido hace ya demasiado tiempo (por la complicidad entre las oligarquías árabes y el imperialismo) y que comenzaron a tomar forma desde el año 2003 durante la invasión norteamericana a Irak; el segundo, fue la inversión completa de las revueltas que transformó todo posible habitar en parte de la maquinaria bélica de corte empresarial. Las revueltas posibilitaron una vida común en la que diversos actores convergieron en las plazas, ISIS introdujo nuevamente la violencia sectaria de manera incondicional, las revueltas abrieron la imaginación, ISIS la destruyó sustituyéndola por una inflación de lo imaginario, las revueltas constituyeron una impugnación a la soberanía como forma política, ISIS restituye la égida soberana y la ejerce en su emprendimiento necropolítico.

A esta luz, ISIS opera desde lo que he llamado en otro lugar, un necro-espectáculo es decir, una exhibición mediática de su poder de muerte que constituye un reverso especular de la estética de Hollywood. De ahí que sus ejecutados vistan el mismo traje naranjo igual a los que se visten a los prisioneros de Guantánamo. Como una respuesta desde los mismos signos, tecnologías y violencias, el espectáculo asumido como mundo –es decir, la aniquilación de todo “mundo” a favor del “globo” como finitud e ilimitación económica– significa, por consiguiente, que la guerra civil global en la que vivimos, no puede más que desplegarse espectacularmente. He aquí la raíz de la obsesión occidental por ISIS: éste ejerce un poder de muerte y calla su poder promotor de la vida, mientras Occidente se afana en su poder sobre la vida y oculta su sistemático poder de muerte.

En este contexto, ISIS se convierte en un síntoma que todos rechazan, pero del que todos gozan, que todos condenan pero del cual todos se sirven. Por eso, la política de los EEUU y la OTAN hasta antes de los atentados había sido la de un laizzes faire que “dejaba hacer” a ISIS en función de horadar al régimen sirio, apoyándole implícitamente desde Arabia Saudita (que le financia y contrarresta la hegemonía iraní), a Israel (que le compra petróleo y le brinda ayuda médica a sus combatientes pues le conviene el debilitamiento sirio) y a Turquía (que desde que instala sus tropas en Irak, intenta hacer lo posible por contrarrestar a la resistencia kurda); y para qué decir de Rusia que ha comenzado un bombardeo intenso pues no quiere ver caer al régimen sirio de ninguna forma, por las consecuencias que ello tendría en sus intereses geopolíticos inmediatos y en su proyección geoeconómica de crear una zona Eurasiática que desplace económicamente a los EEUU. Por eso, todo análisis que aborde el problema desde la “religión” o desde la noción del “choque de civilizaciones” está completamente alejado del fenómeno en cuestión. Se trata de la actualización de la configuración de una guerra civil global como forma última de la imperialidad pastoral y el modo en que termina por imponerse en el mundo árabe contemporáneo. Se trata de la “guerra” como forma institucionalizada de gubernamentalidad, antes que de lo que normalmente entendemos por “religión”. Esta última se subsume a la primera, y, por eso, por cada proclama religiosa, ésta se ve privada de su verdad. Y, por eso, debo decir que el análisis que, entre otros, desarrolla Slavoj Zizek en su pequeño texto Islam y modernidad (que lleva consigo un subtítulo que a todo católico debiera entusiasmar “reflexiones blasfemas”) me resulta ingenuo y tan sintomático a la vez, en lo que se refiere a una cierta izquierda intelectual europea que, muchas veces parece ser más “europea” que de “izquierda”.

¿Cómo ves que se trenza hoy en día el fenómeno del terrorismo con el tipo de dominación occidental, es decir, tanto internamente, en el tipo de gobierno que ejerce hacia el interior de sus fronteras, gobiernos basados en la lógica de la seguridad y de la defensa de la soberanía, como hacia el exterior, en su relación al mundo árabe? ¿A qué tipo de configuración global crees que responde la realidad actual del terrorismo?

– Esta es una pregunta clave, porque todo pasa, precisamente por las trenzas de un terrorismo que, como ha visto Danilo Zolo, no se circunscribe simplemente a los grupos que habitualmente calificamos de “terroristas” sino que constituye un modo preciso de gestión gubernamental a nivel global (es lo que Zolo llama “terrorismo humanitario”). O, como ha insistido Giorgio Agamben desde el 2001, nuestro tiempo ha convertido el “estado de excepción” en un verdadero “paradigma de gobierno”. En este registro, pienso que el término “terrorismo” es demasiado vacío y opera inmediatamente como una actualización de la otrora figura del bárbaro en la que se ponía en juego una “enemistad absoluta”. Y cuando digo “absoluta” me refiero al problema que el propio Schmitt advertía respecto de las guerras desatadas a favor de la “humanidad”: que el enemigo pierde su estatuto humano y se desencadena una verdadera guerra exenta de tiempo y espacio, tal como la ha proyectado EEUU durante estos últimos años. El resultado de ello sólo puede ser la configuración de una guerra civil global (ya no “mundial”) como forma última de gestión de las poblaciones. Les decía hace un rato que, la guerra ha trastocado al espacio y al tiempo: al espacio porque se ha vuelto “global” y al tiempo, porque se ha convertido en “infinita”.

A esta luz, se produce todo un juego espectral: todo ciudadano del planeta se vuelve una potencial amenaza, el enemigo de la “humanidad” (el “terrorista” en cuanto forma moderna del “bárbaro”) puede estar en cualquier sitio, listo para hacer estallar sus bombas. Lo que aquí se ha multiplicado de modo hiperbólico, es la excepción soberana que se ha soltado de su centro estatal-nacional y recorre el planeta en una inscripción en la racionalidad económico-gestional que administra a las poblaciones con cuotas precisas de terror. Poblaciones enteras desplazadas, refugiadas o simplemente exterminadas. Poblaciones que incluso que terminan como cuerpos flotantes en el mar que jamás pudieron cruzar. Todo esto, es parte del juego espectral de la guerra civil global que define a nuestra contemporaneidad. ¿Es el refugiado un potencial terrorista? ¿Es el refugiado una amenaza “económica” o “securitaria” o ambas? Estas son las preguntas que se formulan en relación al llamado problema de los inmigrantes en Europa que, en el fondo, patentiza el hecho de que Europa misma está migrando de sí en cuanto su lugar de “metrópolis” colonial se ha difuminado cada vez más.

Ahora bien, no es posible comprender la deriva de nuestro tiempo si no vemos la dimensión espectacular que le acompaña. Más precisamente, sin comprender que estamos frente a un necro-espectáculo que no abre terreno al acontecimiento, sino que, una y otra vez, lo hunde en la trama de la circulación trasnacional del capital.

Así, como el golpe de Estado en Chile fue necro-espectacular precisamente porque articuló una trama en la que la soberanía militar se filmó bombardeando La Moneda. De un modo tecnológicamente más avanzado, lo harán los EEUU cuando bombardearon Bagdad el 1991 y el 2003 en transmisiones en vivo a través de CNN, los movimientos como Al Qaeda e ISIS también han convertido su acción terrorista en verdaderos espectáculos. Por ejemplo, los objetivos de los atentados del 2001 y del 2015 veremos una diferencia central: las Torres Gemelas se erigían en el símbolo de la libertad económica; en el atentado en París, el objetivo son el teatro, el café Bataclán y el estadio de futbol, como símbolos de las libertades públicas. La libertad económica, propia de los EEUU, la libertad política propia de Francia.

Pero hay más: si me permiten jugar con los “elementos” físicos, tal como hacía Schmitt, en su momento, diría lo siguiente: un ataque a los EEUU debía hacerse por aire porque es precisamente ese elemento sobre el que los estadounidenses han desarrollado sus tecnologías, estrategias y formas de dominio imperial. Así, frente a los japoneses en la Segunda Guerra Mundial, los EEUU lanzaron la bomba atómica desde el aire, luego desarrollaron una carrera espacial sin precedentes en la historia y terminaron por conquistar el nómos atmosférico, al punto que cuando ocurrieron los atentados a las Torres Gemelas, el propio Presidente de los EEUU desapareció en el Air Force 1 que asumió la función no de simple transporte, sino de sustituto aéreo de la misma Casablanca, como centro de operaciones. En este sentido, el atentado de Al Qaeda se dirige contra esa libertad económica que tiene como elemento el “aire” y como símbolo fundamental las Torres Gemelas. Por otra parte, los recientes ataques a Francia por parte de ISIS debían hacerse por tierra porque cuando Francia se constituyó en la gran metrópolis planetaria durante el siglo XIX, lo hizo desde una visión terrestre (tanto así, que Waterloo marca la hegemonía acuática de Gran Bretaña contra el carácter terrestre de Francia, precisamente). Es desde esa visión terrestre que Francia conquista Europa bajo el mando de Napoleón y promoviendo sus diferentes colonias en Haití, Argelia, su primera entrada en Egipto, etc. Es en tierra donde se juegan las libertades públicas (las libertades de la “ciudad”, precisamente). A esta luz, estamos en presencia de un verdadero “terrorismo espectacular” en que Al Qaeda e ISIS son sólo dos formas muy precisas que engarzan con el actual poder gubernamental. Por eso, no son “acontecimiento” sino encadenamiento a la misma circulación necropolítica del capital global.

Es un lugar común en el discurso occidental hoy día presentar el islam radical como una expresión de barbarie, apelativo que por extensión parece querer denominar la diferencia con el mundo árabe en general, cosa que se presiente ya en los discursos de Marie Le Pen, por ejemplo, y que está dando pie a un fuerte sentimiento de islamofobia en los países occidentales. Es inevitable ver, sin embargo, que en el terrorismo islámico no hay solamente la expresión de un fanatismo religioso, una “diferencia cultural”, como podría hacer querer ver la teoría del choque de civilizaciones, sino un discurso político con todas sus letras, un cierto modo, horroroso por cierto, de hacer política, que subordinando a sus fines el discurso religioso se posiciona (y de hecho nace como una posición) respecto de occidente. ¿cuáles crees tú que son las claves para entender el fenómeno del fundamentalismo islámico dentro del mundo árabe?

– Ante todo, habría que evitar las explicación “unilateral” de corte orientalista que se expresa la tesis que no han dejado de inundar el campo académico y mediático contemporáneo y que se presenta desde Bernard Lewis a Samuel Huntington y que la politología “sudaka” actual (chilena) no deja de repetir como una verdadera autómata: el islam sería una religión intrínsecamente autoritaria y militarista y, en ese sentido, no es extraño lo que ha ocurrido con sus facciones “fundamentalistas”, sino que obedece a que esta religión sería intrínsecamente violenta. Y, como tal, el islam sería una religión “estática” que se habría quedado en la época medieval. De esta tesis se derivan todos esos coloquios “políticamente correctos” sobre “Diálogo de civilizaciones” que inundan la actual liturgia académica premunida de su ética liberal de corte consensual y su melosa apelación a la “tolerancia”.

Mucho más útil que celebrar la agotada liturgia liberal en estos aburridos coloquios, me parece clave, el reflexionar sin ambajes sobre Orientalismo de Edward Said que, a pesar de todos sus problemas, plantea algo decisivo: la diferencia Oriente-Occidente no es una diferencia “sustancial” sino “estratégica”: Oriente y Occidente no existen “en sí mismos”, sino sólo en la relación estratégica que los constituye. Por eso, el orientalismo no es un simple “prejuicio” que los occidentales mal informados tienen del Oriente árabe-musulmán, sino una verdadera máquina de guerra en cuya performatividad se producen modos de exclusión e inclusión en que se decide qué es “humano” (civilizado, occidental, etc.) y qué no lo es. En este sentido, el orientalismo no es simplemente un “discurso de poder” como decía Said, sino –visto ahora desde Agamben- podríamos decir que es ante todo, un dispositivo antropogenético en el que se produce la “humanidad” del ser vivo hombre al precio de excluir de sí una animalidad. Así, la diferencia entre Oriente y Occidente es correlativa a la diferencia entre animal y humano. Es en este dispositivo donde se produce la “islamofobia” que revive los viejas imágenes que el catolicismo enarbolaba sobre los musulmanes en la otrora España imperial.

Ahora bien, si ponemos esta cesura en la óptica del trayecto imperial que hemos trazado anteriormente, el orientalismo se articularía de este modo: durante el período hispano-portugués de la evangelización, la diferencia se da entre cristiano y musulmán o entre aquél que será salvado por la fe y aquél que será abiertamente enviado al infierno por hereje; en el momento franco-británico de la civilización la cesura se produce en relación a la diferencia entre civilizado y bárbaro donde el término “bárbaro” actualiza el otrora término greco-latino pero ahora en el nuevo horizonte de inteligibilidad del capitalismo decimonónico; y, finalmente, en el momento estadounidense de la democratización la cesura orientalista opera dividiendo entre los demócratas y los autoritarios, entre los que parlamentan y los que hacen acciones terroristas.

En cualquiera de los tres casos, hay una matriz pastoral que se consuma como imperio y que opera en función de la conducción de los cuerpos y almas de las poblaciones: se trata de liberar el “alma” de los pueblos oprimidos por los nuevos “romanos”. No por nada, Orientalismo de Said comienza con el epígrafe de Marx del 18 de Brumario: “Ellos no pueden representarse a sí mismos, deben ser representados”. Es decir, deben ser gobernados conduciéndoles sus almas. En este plano, es preciso desactivar la argumentación orientalista que, finalmente, cesura al mundo entre los “salvos” y los “condenados” y que muestra de este modo, la profunda metafísica del resentimiento a la que apela, precisamente porque se anuda desde una matriz pastoral que, como tal, tiene una dimensión “misionera” que en nuestro tiempo se expresa en la figura de la “democracia liberal”.

En este plano, el orientalismo opera sobre el islam insistiendo en que es una religión que “no se ha secularizado” y que, por tanto, se habría quedado en la época medieval. Falto de progreso, exento de modernidad, el orientalismo no sólo no logra ver algunas diferencias básicas del islam respecto del cristianismo, sino que obnubila la enorme discusión interna que ha habido durante los últimos tres siglos al interior del islam y que le alteran a la luz de mutaciones decisivas.

Sería muy largo extenderme en ello, pero esquematizando lo que señalé en una pregunta anterior, establecería tres diferencias del islam para con el cristianismo: en primer lugar, el islam es una religión profética, y no pastoral, por tanto, éste no puede concebirse como una religión “estatal” no sólo porque el término “Estado” no aparece jamás en el Qurán, sino porque al no tener un carácter pastoral no puede configurar una gubernamentalidad precisa. El cristianismo clausuró el asunto ofreciendo una gubernamentalidad gracias al pastorado, el islam lo dejó abierto, no obstante, los esfuerzos de las escuelas más literalistas para ello que, si bien, instituyen un régimen de obediencia, jamás una doctrina de Estado. En segundo lugar, en el islam Dios no es un Padre sino es lo Uno. Esto hace toda la diferencia con el cristianismo que además, es una religión del Hijo (es decir, de la oikonomía). Esto abre, por cierto, enormes complicaciones internas, pero a su vez, tremendas posibilidades: ante todo, la imposibilidad de fundamentar teológicamente las jerarquías (es la impugnación que hacen las feministas musulmanas hoy como el caso de Amina Wadud) y por tanto, la imposibilidad de fundar algo así como un “gobierno del mundo” que, en la tradición cristiana es fácil de pensar gracias a la noción del Hijo. En tercer lugar, para el islam el hombre es un halifa es decir, un sucesor de Dios en la tierra y no una persona como opera en la tradición cristiana. La diferencia es central: en cuanto “sucesor” éste delega el poder de Dios en la tierra en una suerte de relación de fideicomiso, pero jamás el hombre se presenta con que la sustancia divina y la humana se anuden ontológicamente en una misma unidad personal. En otros términos, la antropología musulmana no descansa en la idea de la Encarnación como si ocurre con la antropología cristiana y, por tanto, jamás el “rey” podría detentar en sí mismo los “dos cuerpos” como ocurrió en la configuración de la teología política cristiana.

Sin embargo, en su inscripción en el horizonte moderno, el islam experimentó una suerte de “estatalización” que tiene múltiples derivas pero que, como plantea François Burgat, es preciso leer como un proyecto afirmativo que disputa la universalidad desde el Sur mediterráneo al Norte que lo subyuga. Pero, a mi me parece que, incluso siguiendo la reflexión de Burgat, el llamado “islam político” implicó una mutación decisiva de sus categorías teológicas clásicas, convirtiéndose en un islam propiamente gubernamental. Mutación exactamente inversa a la indicada por Schmitt. Si este último destacaba que “todos los conceptos de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” podríamos decir que para el islam político moderno la fórmula se resume en esta otra: “todos los conceptos jurídico-religiosos de la época del islam clásico, pasan a ser conceptos políticos divinizados”. Y, me parece que ésta es la tragedia del “islam político”, pues, al situarse como un reverso especular respecto de la modernidad occidental no puede sino profundizarla en el momento en que pretende su conjura.

Por eso, la clave para comprender a ISIS no creo que se halle en el islam “como tal” o “en sí mismo” (como si pudiera haber un “como tal”), sino ante todo, en el nuevo escenario de una modernidad catastrófica, que ha implicado la devastación de un habitar y la puesta en circulación de la guerra civil global que hoy se torna la situación “normal” en la que vivimos. Sin esa situación no habría ISIS. Sin el apoyo regional (Arabia Saudita, Turquía, Israel) y occidental a ISIS (EEUU, OTAN) que le han apoyado explícitamente al principio y luego implícitamente “dejándolos hacer” para derruir al régimen sirio, difícilmente habría ISIS. Pero reitero: ISIS es tan sólo un síntoma que hace gozar a todos, pero el problema son quienes gozan con ISIS, precisamente. ISIS es un síntoma hiperbólico de la catástrofe que nos asola, no sólo a los árabes, sino a todos por igual. De este modo, si se pretende inteligir a ISIS diremos que éste es un verdadero proyecto de modernización, si se quiere, en el que la forma empresa y su vocación necropolítica calzan sin fisuras. En este sentido, ISIS es la vanguardia del capitalismo contemporáneo, no su “retraso” medieval como insiste el orientalismo y su optimismo progresista. Sin embargo, el verdadero acontecimiento que tuvo lugar en el mundo árabe no es ISIS (ni tampoco lo fue Al Qaeda), sino que fueron las revueltas del 2011. Son las revueltas las que abren un hiato, una discontinuidad en el alegre paisaje de la complicidad entre las oligarquías árabes y las potencias occidentales, son las revueltas y no ISIS las que descubren la posibilidad de una vida común. Y fue contra esa posibilidad que la maquinaria imperial ejerció su conjura. Por eso Francia bombardea civiles en Raqqa, replicando lo que ISIS hizo en París, mientras el pueblo francés aún llora a sus muertos. Eso define la crudeza de la nakba en la que hoy todos vivimos.

Nicolás Slachevsky y Miguel Carmona

Revista Carcaj

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