Sartre opinaba que el infierno son las otras personas. ¿Pero que pasa cuando leemos a Rimbaud y su “Je est un autre”, curiosamente escrito en Una temporada en el infierno?
Cuando uno se transforma en un extraño e incluso en un rival para uno mismo, las cucarachas comienzan a hervir en el corazón. Los sentimientos se revuelven en una masa cruda y áspera. Los sentidos se condensan en un calambre frontal y epiléptico. La paranoia se engendra como un argumento irrefutable. Los ojos ajenos en la cara propia, se agrandan, so pena de haber descubierto que Dios no nos vigila, porque está muerto, o porque simplemente no le interesamos.
Hemos construido entonces un enemigo interno, un control superior a cualquier padre autoritario, una guía directora. Un “Auto” que permite formular un estilo basado en la reiteración de los actos, desembocados en la saludable toma de hábitos.
Autodisciplina, autocontrol, autoevaluación, autocensura. La sociedad plantea que la maduración personal pasa por “tomar las riendas”, limitando, domando, direccionado, irguiendo la marcha de la bestia humana a ritmo de rebaño.
Pareciera ser que el infierno efectivamente son las otras personas cuando no estamos poseídos por su elocuente opinión “pública”, su certero sentido “común”. Pero si ya hemos sido preñados por sus preceptos, encontrarse sin los otros, se hace imposible.
Tú eres mi devil-idad. Mi tentación.
El otro me ha superado y se ha vuelto tan familiar, tan absolutamente reconocible que no hay uno. Mismo se ha vuelto un fantasma, que define su sutil existencia en la nada.
¿Podríamos sobrevivir cautivos como Kaspar Hauser? ¿Podríamos entender el mundo con su elegante ternura? ¿Será que contaminados sobre la línea del tiempo invertebrado, es imposible crearse para sí mismo un ser creativo, eminente, único?
Hay sedimento histórico en el actor “social”, en el “gestor cultural”, en el “poeta”, en el “comunicador”, hay tanto o más sedimento que en el banquero, el científico, o el político.
Estamos vacunados con información de segunda, con el parafraseo a los clásicos y a la farándula, simultáneamente.
Y ya atrapada en el delirante rebuzno de la lengua, intento salir del fuego Pentecostés.
Me aburrió Bielsa y su categoría de sabio, sus análisis políticos y su desprecio a los poderosos. Me aburrió la reivindicación y la tolerancia, el saqueo, las deudas, la bondad, la caridad, el animalismo. Me aburrió escribir con una foto informando sobre el estado de mi cuerpo, de mi cara. Me aburrió que se espere el reflejo de esa foto en la realidad.
Me aburrieron los otros y lo que quieren escuchar, lo que quieren reconocer. Me aburrieron los que no me reconocen. Los que me exigen que hable por ellos, los que quieren excitarse, reírse, burlarse, enojarse, aburrirse de mí.
Porque ser yo misma no puede ser una cárcel, una fórmula, un trabajo donde soy funcionaria de mí misma. Quiero escribir sin el imperativo de un espectador.
Aunque sea un momento de cinismo, aunque sea una confesión con una transferencia latente, quería hablar-me de la verdad momentánea. Construyendo el infierno con palabras, con la trampa obscena en cada letra, en la oquedad miserable de la comunicación, en la vagancia, en la ociosidad del cotorreo, engañarme y hacerlo con el resto, simultáneamente.
Por Karen Hermosilla Tobar