«Tito», como le decían, vivía en Algarrobo del Águila, un pueblo pequeño de la provincia de La Pampa, ubicado a 320 kilómetros de Santa Rosa, al costado del cauce seco del río Atuel. Toda la zona se conmovió con la noticia, pero, recién un mes después, se conoció en la Capital Federal.
Milton Amaya tenía nueve años. «Ese sábado, cuando llegamos, Milton me cargaba, porque él era de Boca y yo de River. Jugamos, nos abrazamos y me dijo que no lo abandonara más. Estaba contento», declaró Walter Amaya, el papá. «Era cariñoso. Cuando me cargaban mucho, porque todos eran de Boca, él me decía que se iba a hacer de River, para no dejarme solo», dijo emocionado el hombre. «Me cuidaba», agregó.
El último tiempo fue de zozobra para los Amaya. La madrastra de Milton (quien lo crió desde los dos años) tuvo un embarazo complicado, pero con un final feliz.
El padre de Milton crió a sus hijos con su sueldo de trabajador municipal: manejaba máquinas viales y, además, corría picadas en auto, «para hacer una diferencia». «A los seis meses de que nació Milton, la madre se fue», recordó. Milton era el más chico de seis hermanos y hermanas —sin contar el que venía en camino—.
Hacía un tiempo, Milton había estado internado en la Escuela Hogar de Algarrobo del Águila, junto a una de sus hermanas. Estas instituciones son comunes en La Pampa, en la zona del desierto: en muchos casos, los familiares de los estudiantes trabajan todo el día y el colegio queda a muchos kilómetros de distancia de sus casas, entonces los niños se quedan a dormir en la escuela. La de Milton no era la mejor del mundo, pero entre los hermanos se protegían. «Mi hija y él querían quedarse internados. Tenían la computadora en la Escuela Hogar y yo no podía dárselas».
En clase, Milton había comenzado a llevarse los lápices a la boca, o metérselos en las orejas y en la nariz. Estaba un poco disperso. Por lo demás, era el de siempre.
Un día, le contó a su hermana lo que habían hecho con él dos compañeros mayores. Primero lo acorralaron y empezaron a tocarlo. Lo llevaron al baño. Le taparon la boca. Al oído, le decían «maricón», «putito». Le bajaron los pantalones. Después, lo violaron.
«Le pusieron un psicólogo, que venía de Victorica. Tuvo cuatro o cinco sesiones», recordó el papá. Le dijeron que su hijo ya estaba bien y no hubo más tratamiento. Sin embargo, aquello no era el final.
A raíz de la denuncia de abuso sexual, «unos chicos, dos o tres, lo perturbaban. Hubo un acosamiento», dijo Amaya. Milton siguió en el mismo colegio de un pueblo rural de seiscientos habitantes, durante ocho meses. Ahora no había forma de escaparse de la penetración de las miradas. Allí era «el violado». En un recreo, le pegó a un chico de once años, uno de sus acosadores.
Cuando se despertaba mojado, a veces de sudor y a veces de pis, se preguntaba cuánto quedaba de la noche. Y lo repetía infinitamente, hasta que amanecía.
La directora de la Escuela Hogar Nº 129 de Algorrobo del Águila, Claudia Pérez, fue maestra en cuarto grado de Tito, en el 2014. «Milton era muy alegre, con sus rulos. No tenía problemas, no lo notamos». Parecía uno más; y, en efecto, lo era.
El domingo 27 de septiembre del 2015, recién pasadas las 21 hs., la familia Amaya estaba de sobremesa. Había unas cajas de pizza grasientas. En la tele pasaban un partido.
El padre y la madrastra habían vuelto el día antes de Buenos Aires, después de un mes de ausencia, con Casiano, de apenas veinte días, que tomaba la teta en ese momento. Milton se había levantado. Una de las nenas se había ido a bañar. Cuando ella volvió a su dormitorio, encontró a su hermano ahorcado con un cordón de zapatilla atado a la cama cucheta, colgando.
Amaya todavía no puede creer la muerte de su hijo. «Estaba jugando. Para mí fue un accidente», afirmó. El hecho de que el niño tuviera las rodillas en el piso cuando lo encontró su hermana, para él, confirma que Milton estaba jugando, pero ese mismo dato, para los investigadores, es el indicio irrefutable de que se trata de un suicidio. El patólogo a cargo se aferró a los datos rigurosos de la autopsia: «El nene se ahorcó con un cordón de zapatillas». No sacó conclusiones ni arriesgó hipótesis.
La fiscal Alejandra Moyano tuvo a su cargo la denuncia por abuso. Como eran dos menores los involucrados, el caso tuvo que pasar al Juzgado de la Familia y el Menor. Los Amaya nada saben sobre qué pasó con esa denuncia. Ahora, la misma funcionara judicial investiga la muerte de Milton, caratulada como «presunto suicidio».
Hoy, 21 de enero de 2016, casi dos meses después, todavía no hay noticias de Milton Amaya. ¿Otro caso perdido en las lejanías de la capital porteña? #JusticiaPorMilton.