Despertar de primavera: «sé lo que es tener 14 años y estar muerto»

¿Qué puede ofrecer la literatura a la comprensión de una de las etapas más conflictivas de la existencia del hombre, la adolescencia?

Despertar de primavera: «sé lo que es tener 14 años y estar muerto»

Autor: Lucio V. Pinedo

Cae rodando un niño por las escaleras del delirium tremens

Los 13 y 14 años representan una etapa difícil y determinante en nuestras vidas. Sigmund Freud lo estudia en La metamorfosis de la pubertad (1905). Allí dice que, en ese momento, el objeto del placer se exterioriza; es decir, la pulsión sexual deja de ser autoerótica y buscamos la satisfacción en el goce con el otro (2008).despertar

Este cambio de estructuras psíquicas debe ir acompañado por la presencia de un adulto responsable que, a través de información, nos de pautas para canalizar el instinto sexual dentro de la legalidad. Además de eso, necesitamos respaldo emocional para contrarrestar la angustia que tal situación produce.

¿Qué sucede cuando las circunstancias no se dan de esta forma? A continuación, veremos cómo Frank Wedekind presenta la contrapartida negativa de lo dicho en Despertar de primavera (1891), a partir del análisis de algunas escenas.

Sé lo que es tener

catorce años y estar muerto

Se ha dicho que la personalidad de Wedekind fue extravagante en relación con su época. Y algo de ello hay, efectivamente, en Despertar de primavera. Hablar de lo que él habló no era frecuente:

La obra comienza con Wendla, que es reclamada por su madre para que use un vestido más largo, puesto que cumplió recientemente 14 años y, según los preceptos de la época, no corresponde a una muchacha seguir usando un trajecito de princesa. De entrada, pues, se nos presenta un conflicto: una niña que comienza a ser mujer y debe vestirse distinto; es decir, tapar de sí lo que una sociedad no quiere ver. Enmascararse, en definitiva, para cumplir con una imposición.

En la escena siguiente, a través de Melchor y Mauricio, aparece el mismo tema, pero ahora en relación con estos dos personajes masculinos. Las primeras excitaciones les producen culpa porque, según les hicieron saber, atentan contra los principios del pudor y la religión. La respuesta que se les pide es sosegarse; sublimar, de alguna manera discreta, el instinto sexual. ¿Pero cómo? No comprenden qué les pasa, por lo tanto no pueden afrontarlo con tranquilidad. Sienten, simplemente, que algo en sus cuerpos y en sus psiquis cambió y piensan que ese cambio es repudiable. Ante el latir obstinado de la sangre se desorientan. Mauricio, por ejemplo, habla de sus primeras excitaciones con un celo excesivo, para concluir diciendo sobre las mismas «¡Para mí fue como si me hubiera caído un rayo!» (1977, p. 24).

En conclusión, Melchor y Mauricio no cuentan con ningún mayor que los informe y respalde. Lo mismo le sucede a Wendla: su madre es incapaz de educarla sexualmente. Lo significativo es que ella pregunta de forma explícita cómo nacen los niños y después morirá por ese saber negado.

Al respecto, mencionamos la presencia reiterada de canastas cargadas por Wendla: primero, aparece en el bosque con una canasta repleta de aspérulas, antes de un encuentro sexual con Melchor; después, otra vez con una canasta llena de flores que debe llevar a su hermana como regalo, porque acaba de tener su tercer hijo (nótese la ironía de Wedekind: hace dos años que Ina se casó y tiene tres hijos). Los dos casos en que Wendla lleva una canasta es por pedido de la madre. Recordamos ahora que la canasta, como símbolo, se asocia con el vientre materno y con la fertilidad.

De los tres personajes mencionados, Melchor es el más fuerte, en un doble sentido, literario y espiritual: es el carácter más desarrollado por el autor y es el único que no muere. Wendla, como lo insinuamos, muere a causa de los abortivos que le suministra la madre, sin saber, insistimos, qué es lo que le está sucediendo. Mauricio se suicida.

Melchor, sin embargo, también estuvo tentado por el suicidio. Y la «tentación final» será acompañar a Mauricio por «el otro lado».

Maltrátame por caridad

Por un lado, este despertar sexual del que hablamos conlleva violencia, producida por el rechazo que los tres jóvenes y los adultos experimentan hacia las formas visibles de sus instintos.

Por otro lado, la violencia toma cuerpo en el seno mismo de la sociedad: el sistema educativo y los profesores son violentos, los padres (especialmente los de Marta) son violentos. La sociedad toda, al negar el conocimiento, es violenta. Además, la moral, que puede ser un factor de unión colectiva, aquí, al tener una impronta tan rígida, disgrega. O al menos desintegra a quien por ser demasiado joven no sabe manejar los diferentes discursos culturales y pactar.

Los ejemplos de violencia en Despertar de primavera podrían ser muchísimos. Mencionaremos solo uno, por ilustrativo:

El primer encuentro erótico entre Melchor y Wendla, del que hablamos al mencionar el símbolo de la canasta, en el bosque, toma una forma sadomasoquista. Wendla, cuyo padre no se menciona en ningún momento (y sí, por el contrario, se presenta a una madre omnipresente), fantasea con uno que le mande mendigar y enfrentarse con hombres de «corazón endurecido» (1977, p. 48). Si no lleva el dinero deseado, este padre la golpea. Cuando Melchor se entera del sueño de Wendla, le dice que ese miedo se lo debe a los cuentos para niños y que «ya no existen hombres así» (1977, p. 48). Ella le contesta que sí, que los padres de Marta golpean a su hija, la castigan terriblemente de hecho, y a ella le gustaría ocupar ese lugar durante ocho días por placer (1977, p. 48).

A Wendla no le pegaron nunca (1977, p. 49), dice, y a continuación le pide a Melchor que lo haga. En un principio este se niega; después, seducido por ella, lo hace con una rama, cada vez más fuerte, hasta que la golpea con los puños. Una didascalia dice: «Melchor no cesa de pegarle furioso, a la vez que por sus mejillas corren gruesos lagrimones. De pronto da un salto, se lleva las manos a la cabeza y lanzando profundos gemidos desaparece de la espesura» (1977, p. 51). Melchor había tenido un sueño igual, con la salvedad de que a quien golpeaba era a su perro.

Sea como fuere, lo verdaderamente problemático aquí no es el episodio de Wendla y Melchor, lo es la internalización de la violencia por parte de los personajes. Ellos se creen merecedores de los tratos que reciben: ya que no pidieron nacer, en el mejor de los casos, dejarán de vivir sin penas ni glorias, pero esa violencia es inevitable y natural. Esta internalización se lleva a cabo por la presión de la moral, aquí manifiesta a través de tres ejes principales: la escuela, la familia y la religión. La denuncia de Wedekind, pues, es total.

Telarañas en la ropa,

tigres en el balcón,

alacranes en la boca

miedo en el corazón

El miedo es una de las consecuencias lógicas de lo expuesto hasta aquí. Cuantas mayores renuncias individuales exigen las sociedades, mayor es la coerción ejercida. Y las exigencias aquí son muchas.

Además, recordemos que hacia 1891, el nacionalismo y militarismo alemán y europeo cobran vigencia. Es la época del Káiser, de la disciplina social, del orden, de la obediencia al poder, del conformismo colectivo; una situación que derivará en la primera guerra mundial.

El miedo aquí se observa con claridad en la figura de Mauricio. De hecho, no puede pararse ante la vida sin sentirse aterrado. En él, básicamente, el miedo es consecuencia de sus instintos puestos en relación con el pudor. A los cinco años, cuenta (1977, p. 26), se avergonzaba si alguien jugaba a las cartas y destapaba la dama de corazones. Dice, paradójicamente, «Ya he perdido esa vergüenza. ¡Pero ahora no puedo hablar con una muchacha sin pensar en algo execrable!» (1977, p. 26).

Mauricio es un personaje pasivo. Insiste en que no pidió venir al mundo, que al haber nacido, mientras el tiempo pasa, le hacen un mal. Preferiría ser burro de coche (1977, p. 19) o hamadriada (1977, p. 20) antes que hombre. Casualmente, Melchor en un momento lo censura diciéndole: «¡Eres como una señorita!» (1977, p. 28).

El miedo, en síntesis, es el resultado entre la relación de la hipocresía de la sociedad (el desfasaje entre lo que muestra y lo que hace), sus exigencias y la reticencia para enseñar.

Hijos de la necesidad

Ya vimos, en parte, que las figuras de los padres están ausentes o son dañinas. Ahora, agregamos que estos personajes tampoco pueden convertirse en padres de sí mismos: la sexualidad, la presión y el desconocimiento los desbordan. Después de la escena en la que Melchor llama «señorita» a Mauricio, viene una escena en la que están los personajes femeninos (la obra está estructurada entre una oposición masculino-femenino). Allí, a Marta le «cala el agua en los zapatos» (1977, p. 29), a Wendla el viento le «azota la cara» (1977, p. 29) y a Marta le suelta el pelo; Thea dice «¡Y cómo le late a una el corazón!» (1977, p. 29). Wendla comenta «Ilse dice que el río arrastra matas y troncos» (1977, p. 29) (el mismo río que se escuchará mientras Mauricio se suicide).

Lo que estos fragmentos ilustran es la presencia que el instinto encarnado en el agua que se filtra, el viento que golpea y suelta el pelo y el río que corre, es irrefenable. Y al mismo tiempo, muestran cómo los personajes son víctimas de esas fuerzas.

Ojos que aprendan a mirar,

labios que quemen,

sabios que enseñen a besar

Wendla muere desangrada durante un aborto. Mauricio se suicida y luego se le aparece en un cementerio1 a Melchor, después de que este se escape de un reformatorio, encerrado como castigo por haber escrito veinte páginas llenas de «desverguenzas» propias de un «reo», «desquiciado moral» (1977, p. 92), que fueron encontradas en la habitación de Mauricio una vez muerto.

Allí Mauricio intenta seducir a Melchor para que le de la mano; es decir, para que muera. Cuando Melchor titubea, aparece El enmascarado, un personaje, como lo indica su nombre, con una máscara y sin identidad. ¿Quién es? No podemos saberlo a ciencia exacta. Si nos remitimos al texto, encontramos que es, en primer lugar, quien evita que Melchor se suicide. Los argumentos que usa Mauricio para persuadirlo son convincentes; por ejemplo: «Vemos a Dios y al Diablo motejarse mutuamente y ambos nos hacen la impresión de estar ebrios» (1977, p. 130) (recuérdese la apuesta entre Dios y el Diablo en Fausto, de Goethe, que se menciona en la obra con anterioridad).

En segundo lugar, en cambio, encontramos las promesas de El enmascarado, que son las siguientes: «Te invito a que te confíes a mí. Yo me cuidaré por lo pronto de tu porvenir» (1977, p. 132) y «Te proporcionaré la ocasión de ampliar tus horizontes de un modo fabuloso… Haré que sin excepción conozcas todo lo interesante que el mundo encierra…» (1977, p. 133).

¿El enmascarado podría ser considerado como una representación de la vida? Es probable. Frente a la disyuntiva nada/todo encarnada por Mauricio y Melchor, respectivamente (1977, p. 137), este personaje hace que Melchor elija el todo.

En un momento, El enmascarado dice «Por Moral entiendo yo el producto real de dos cantidades imaginarias. Las cantidades imaginarias son “deber” y “querer”» (1977, p. 135). En otras palabras, lo que hace es revelarle a Melchor el conflicto que angustia a todos los personajes (la relación entre deseo y legalidad).

A partir de aquí, Mauricio debe confesar, con respecto a su oponente, que «Aunque esté muy disfrazado es al menos lo que es» (1977, p. 134). Finalmente, Melchor se entrega a El enmascarado, este personaje que es todos y es nadie; le da la mano y lo sigue. «No sé dónde me lleva este hombre», dice, «¡Pero es un hombre!» (1977, p. 136).

 


Referencias bibliográficas

Brugger, I. T. M., de (1956). «Hablando de precursores: Büchner, Strindberg, Wedekind» en Teatro alemán expresionista. Buenos Aires: La Mandrágora.

Paez, F. y Joaquín Sabina (1998). «Delirium tremens» (7) en Enemigos íntimos. Buenos Aires: Sony Music/ BMG Ariola.

Freud, S. (2008). La metamorfosis de la pubertad. Tradución al español: Luis López-Ballesteros y de Torres. Buenos Aires: Aguilar.

Wedekind, F. (1977). Despertar de primavera. Buenos Aires: Xanadu.


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