El accidente que ocurrió en las primeras horas del sábado 9 de enero en la carretera R-88, que une las comunas de Angol con Los Sauces, terminó violentamente con la vida de nueve de las diez personas que viajaban en un furgón para trabajadores. Habían madrugado para llegar a tiempo a un predio agrícola donde recolectaban fruta. Un error del conductor, según señaló el parte policial, hizo desviarse al vehículo y estrellarse de frente a gran velocidad con un camión maderero. Un preludio sangriento para una jornada más de estos trabajadores de temporada.
La información del accidente, que circuló por los medios de comunicación aquel caluroso fin de semana, volvió a evidenciar las precarias condiciones de trabajo de millares de personas. El violento episodio, salvando las distancias, nos trasladó al mediático derrumbe de la mina San José, en Copiapó, en 2010, que pese al rasgado de vestiduras de políticos de todos los colores y a llegar más tarde a convertirse en un espectáculo de Hollywood, no cambió las miserables condiciones de vida en la pequeña y mediana minería.
Esta vez ni los medios ni el gobierno llegaron tan lejos. El accidente se diluyó entre otras informaciones, aun cuando dejó, una vez más, a la luz pública el maltrato y desprecio a los trabajadores, la nula aplicación de normas y protecciones, la indolencia del gobierno ante la falta de regulación y el trabajo de menores de edad. Una cadena de ilegalidades que constata en toda su magnitud las enormes contradicciones en que se apoya el tan elogiado modelo exportador chileno.
Por un lado, transnacionales con presencia en múltiples países y activos de miles de millones de dólares, y abajo, en nuestro Cono Sur americano, pobreza y precariedad en condiciones cercanas a la esclavitud. En medio, no sólo todo tipo de distorsiones e irregularidades legales, funcionales a la rentabilidad del capital, sino claras trampas a vista y paciencia del público, funcionarios, legisladores y gobernantes.
Ninguno de los trabajadores y trabajadoras fallecidos tenía contrato laboral. La mitad eran mujeres y tres eran menores de edad, lo que es una práctica extendida y habitual desde los albores de este modelo. Las nueve personas fallecidas prestaban sus servicios a la empresa Serviagro, según relataron sus familiares, y viajaban aquella mañana al predio Huertos San Pedro a recolectar arándanos.
SILENCIO SOBRE EL DRAMA
En un comienzo, informó la prensa local, la empresa desconoció tener un vínculo laboral con los trabajadores, vil mentira que posteriormente, y ante el asedio de los medios de comunicación y el peso de los hechos, tuvo que rectificar. No pudo, sin embargo, alterar las innumerables irregularidades en las cuales la recolección de fruta se realiza, desde la falta de registros de asistencia, inexistencia de contratos escritos, la aceptación de menores para esas actividades o no contar con infraestructura básica, como comedores y equipamiento sanitario.
Estos antecedentes no son casos extremos o aislados. Este espacio legal, amparado por todos los gobiernos posdictadura, se reproduce en todos los sectores de la economía mediante empresas de papel, contratistas y subcontratistas que evitan relaciones formales y de largo plazo entre empleador y empleados. Este modelo, que va desde la minería a los servicios, adquiere ribetes sin duda más extremos en los múltiples fragmentos y rincones de la ruralidad.
Si hablamos de la precariedad laboral habrá que mencionar también los salarios, que en todos estos casos equivalen a 250 mil pesos, el mínimo legal, la cifra que expresa en toda su magnitud numérica y estadística la mayor impudicia del modelo: su abismal desigualdad. Un estudio de los economistas de la Fundación Sol, Marcos Kremerman y Gonzalo Durán, publicado el año pasado señala que más de un millón de personas, o el 25 por ciento de la fuerza laboral, recibe en Chile el salario mínimo. Si este es el promedio para el país, en algunas regiones, como el escenario del fatal accidente, esta proporción sube hasta el 30 por ciento. Con estos datos podemos afirmar que el modelo exportador chileno tiene tras de sí un Estado funcional no sólo dispuesto a legislar a favor del gran empresariado y sus amplios intereses, sino también a no controlar ni fiscalizar lo poco normado. En este espacio nebuloso, la única ley existente es la que impone el capital.
EL MITO ECONÓMICO CHILENO
EN EL DESPEÑADERO
Esta tragedia nos vuelve a mostrar en toda su impudicia las bases sobre las que se ha construido el falso mito económico chileno. Una clase empresarial soberbia y ambiciosa, que basa la rentabilidad no sólo en la colusión y la trampa, sino también en sistemáticos recortes salariales, en la apropiación de los fondos de jubilación y salud de sus trabajadores, en la desprotección laboral y el desprecio de la vida misma de sus empleados. En la base de esta pirámide, una clase obrera desarticulada, que depende de las arbitrarias decisiones dictadas por los mercados internacionales sobre las gerencias de finanzas y recursos humanos. Esta debilidad laboral, que se mantiene escondida y sólo salta a la luz pública con las explosiones mineras o en tragedias carreteras, se extiende y reproduce en otros millares de lugares de la producción y los servicios. Los trabajadores chilenos, vemos cada día, parecen haber sucumbido a la extracción de los recursos naturales, a la gestión empresarial, a la búsqueda de rentabilidades corporativas. Hemos sucumbido a la economía neoliberal.
Las malas condiciones laborales en Chile son funcionales a la riqueza y a la desigualdad. Son sin duda la base del paradigma que ha permitido la creación de gigantescos grupos económicos, un mal que se extiende desde la minería a la construcción, a la industria forestal, el comercio y el “milagro” frutícola. El tan elogiado crecimiento económico chileno se han construido sobre la inestabilidad y la inseguridad social.
Hablamos de un modelo de explotación laboral que se extiende globalmente, por la producción y los servicios. No son las endebles pymes las que no respetan las escasas y débiles leyes; son las grandes transnacionales. Por ello que los temporeros de la fruta en Chile, aquel producto que viaja miles de kilómetros para llegar a los supermercados de Europa y Estados Unidos, son las mismas piezas baratas y recambiables que forman los ejércitos de la maquila en Filipinas, México, Guatemala o Bangladesh. Los incendios en una maquila tercerizada de Nike, con trabajadores empobrecidos y desprotegidos, están conectados con el drama de temporeros chilenos que recolectan directa o indirectamente para una multinacional frutícola como Dole o Chiquita. Si aquí abajo la pobreza y precariedad global se emparentan, Nike, Adidas, Dole y Chiquita también se relacionan en las bolsas de valores en los mercados internacionales.
MENORES DE EDAD
E INMIGRANTES
En Chile el sector agrícola abarca aproximadamente un diez por ciento de las exportaciones nacionales y se estima que entre un 13 y 15 por ciento de la fuerza de trabajo se encuentra en este sector, lo que suma más de 600 mil personas. Dentro de este grupo, la mitad, o unas 300 mil personas, está constituida por mujeres, las que han ido aumentando durante las últimas décadas, llegando a ser una pieza fundamental para el desempeño de esta industria. Tras el fatal accidente de Angol, podemos ver que esta fuerza de trabajo también está compuesta por menores de edad. Anteriores incidentes han hecho emerger el trabajo, también ilegal y en condiciones de bestial explotación, de inmigrantes sudamericanos.
El sector silvoagropecuario chileno exportó el año pasado cerca de 15 mil millones de dólares, de los cuales casi un 40 por ciento, o casi seis mil millones de dólares, correspondió exclusivamente a fruta. Para tener una idea de la importancia de este rubro, la exportación de celulosa abarcó, según los datos del año pasado, el 17 por ciento del total silvoagropecuario, en tanto los vinos fueron el doce por ciento.
De este grueso total frutícola, datos de Odepa afirman que la principal fruta de exportación es la uva, seguida por las manzanas y los kiwis. En cuarto lugar aparecen las paltas, seguidas por ciruelas, peras y arándanos, los berries que aquella mañana no alcanzaron a recoger estos nueve trabajadores. Por países, el principal destino es Estados Unidos, seguido por China, Japón y Holanda. Según datos proporcionados por la Asociación de Exportadores (Asoex), las cinco principales empresas exportadoras de fruta son Dole, Unifrutti, David del Curto, Copefrut y Del Monte.
Para tener una idea del poder de estas empresas dueñas de los mercados mundiales, Dole, por ejemplo, transnacional con sede en California, Estados Unidos, con presencia en 90 países en el mundo, exporta sólo desde Chile 44 millones de cajas de frutas al año, con que tiene beneficios anuales por unos 40 millones de dólares. Unifrutti, empresa chilena, tiene una capacidad de exportación de once millones de cajas a siete mercados internacionales.
El accidente, que ya ha salido de los medios de comunicación, así como las investigaciones sobre la situación laboral de los trabajadores fallecidos, nunca generó una reacción clara y formal de parte de las organizaciones sindicales. Ante el silencio de la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), el presidente de la Confederación General de Trabajadores (CGT), Manuel Ahumada Lillo, ha sido el único que ha expresado su rabia y tristeza por esta nueva tragedia laboral.
Ahumada en su columna “Pulso Sindical” se preguntaba no sin desazón por el silencio de las organizaciones, si no existen en Chile organizaciones sindicales en la agroindustria. Al responderse, dice: “Datos a los que hemos accedido indican que en el sector existen 43 sindicatos de empresa, 25 interempresas, 95 independientes, once federaciones. Suponemos que también más de una Confederación en el sector y sin embargo hasta ahora lo que más hay es silencio”.
Pero tampoco hablaron ante el modelo exportador y explotador ni los partidos, organizaciones de derechos humanos, movimientos políticos. En medio del verano y las tensiones políticas, las víctimas del modelo exportador de acumulación de capital parecen haber muerto de forma natural.
Una vez más un fatal accidente laboral ha dejado entrever las bases obscenas sobre las que se ha apoyado históricamente el modelo neoliberal. Y una vez más vemos cómo estas tragedias continúan, con una prensa funcional al empresariado que las asimila al terreno policial, al tránsito o, simplemente a la mala suerte. Y sobre todo ello hay una clase trabajadora alienada, pese a la precariedad y explotación.
Es el momento de levantar a estos trabajadores y trabajadoras como nuevos mártires de la clase trabajadora. Tal como nos recuerdo Ahumada, es también el instante para reiterar “la exigencia de real justicia (y no solo compensación económica o pensiones de gracia, pues son insuficientes y no reparan el daño) para los casos de Rodrigo Cisternas, Juan Pablo Jiménez, Nelson Quichillao y muchos otros, que perdieron la vida trabajando y a quienes aún no se les hace justicia”.
PAUL WALDER