Todos estamos alegres por la noticia de que los 33 mineros de la Mina San José siguen con vida. Sin embargo, esa alegría no puede hacernos olvidar la crisis que este drama puso en evidencia: en Chile la institucionalidad y el modelo de crecimiento se resumen en la conocida ley de la jungla.
Para los pobres, los vulnerables, los vagabundos, los mediagüeros olvidados del terremoto, los deudores de créditos a tasas usureras, los colegiales, los estudiantes universitarios, las víctimas de un sistema de salud en perdición, los trabajadores asalariados, los pequeños empresarios, en suma para el Chile real, este es un país sin dios ni ley.
Aquí tienen derechos solo quienes tienen dinero. Sebastián Piñera, por ejemplo, tiene todos los derechos. Incluyendo el de no conocer la historia del país que preside. En 1973 se estrenó en Cannes una película de Aldo Francia que narra la realidad social del Valparaíso de los sesenta. Su título, Sr. Piñera, le hubiese permitido saber que “Ya no basta con rezar”. Sobre todo cuando se trata del mal ajeno. El de los preteridos, el de los olvidados, el de los humillados, el de los enterrados vivos en la Mina San José que aún hay que devolver a sus familias.
Una vez que los 33 mineros estén definitivamente a salvo la cuestión de fondo seguirá siendo el de una institucionalidad impuesta en dictadura que le niega todo derecho al 99% de los chilenos. Una institucionalidad que secuestró la soberanía del pueblo de Chile para ponerla en manos de un puñado de privilegiados del cual Ud. mismo forma parte.
Para esconder la indefensión de los asalariados no sirve echarle la culpa al otro. Es sabido que la Concertación contribuyó aun más que la dictadura a desarmar a la ciudadanía. Las recientes declaraciones de María Ester Feres, -que fue durante once largos años Directora del Trabajo-, dejan claro que en Chile “la legislación laboral protege al empresario”. En la preservación de un Código del Trabajo impuesto en dictadura, la Alianza y la Concertación han actuado de común acuerdo. Aprobaron leyes perversas por unanimidad y le entregaron la mano de obra atada de pies y manos al “mercado”.
Algunos hemos sostenido que Chile vive una profunda crisis institucional. A quienes preguntan cuáles son los síntomas habría que invitarles al fondo de la Mina San José, o a pedir un crédito con tasas de interés usureras, o a morir de cáncer sin asistencia médica y sin medicamentos, o a ser estafado durante cuatro años en la educación media sin aprender nada significativo, o a comprar por un precio medido en años de vida y en años de endeudamiento un diploma sin valor proveniente de una universidad mercachifle.
Si después de ver todo eso sigue sin convencerse, quizás debiéramos invitarlo a subir a un pringoso autobús del Transantiago, o a mirar, impotente, el saqueo del cobre y las riquezas básicas mientras algunos “expertos” tarifados discurren sobre la importancia de la invariabilidad tributaria.
Crisis institucional. Con todas sus letras, eso es lo que estamos viviendo. Chile no es un país, escribió David Rothkopf, sino “un club privado”. En cualquier sitio del mundo esto llevaría a una revolución. Fue el caso de la Independencia de los EE.UU., el de la Revolución Francesa y el de los numerosos gobiernos latinoamericanos desalojados recientemente por sus pueblos movilizados -pacíficamente-, hastiados del robo, la incuria, la explotación, los privilegios para los menos y la miseria, los dolores y los sufrimientos para los más.
Salvar a los mineros no le da a este gobierno patente de eficacia. El derecho a la vida de cada ciudadano es un derecho y su protección un deber eminente del Estado.
¿Desde cuándo hay que agradecer por permanecer vivo?
El rescate de los mineros no debe servir de pantalla para ocultar la evidente ineficacia gubernamental. Tan evidente que algunos “politólogos” murmuran, rumorean y hasta sugieren un cambio de gabinete. Pero un cambio de gabinete no resuelve nada. Lo que hace falta es un cambio de régimen.
El pueblo de Chile debe recuperar su soberanía para que nuestro país pueda volver a ser una República. Solo una Asamblea Constituyente que nos dote de una Constitución democrática puede lograrlo. Hasta ahora, seguimos siendo un país sin dios ni ley.
Por Salvador Muñoz