Que sean las mujeres jóvenes las que lideran las campañas pro aborto, atendida su exuberante fertilidad, no justifica la ausencia de las mujeres mayores en la discusión. Por el contrario, dicha hegemonía –al borde de la arrogancia– no hace más que agudizar un problema al acotarlo a un grupo etario que sólo lo vivencia como parte de su presente, sin medir las consecuencias futuras. Por lo general las jóvenes rehúyen la idea de imaginarse viejas, tanto desde el punto de vista físico, como desde la madurez mental.
Analizar los efectos psicológicos secundarios del aborto desde la perspectiva que dan los años, sin duda, tiene otra valoración, mucho más sentida y diversa, incluso, con espacio para el arrepentimiento. En un mundo veloz, cortoplacista y exitista como el actual, el aborto se presenta como una solución oportuna para un problema puntual, que se quiera o no aceptar, también incluye la irresponsabilidad femenina.
Más que una herramienta legal que permita delimitar la praxis médica, la reposición del aborto terapéutico provee una solución con la que muchas mujeres quisieran contar una vez que, sin desearlo, se ven embarazadas. Así ocurre en los países donde el aborto es legal, como lo es en Chile la extracción de un molar. La actual discusión está teñida de un mal entendido progresismo que busca su recompensa en las urnas; una iniciativa populista, toda vez que no se utiliza a mujeres adineradas como rostros emblemáticos de la cruzada, sino a mujeres de clase media y de sectores desprotegidos susceptibles de pagar la factura.
Con el pasar de los años, se sabe que muchas mujeres que en su juventud se practicaron uno o varios abortos, sufren graves problemas de conciencia y enormes dificultades para volver a concebir; más de alguna ha declarado su arrepentimiento, o ha confesado la imposibilidad de embarazarse otra vez. La juventud no da espacio a ese tipo de reflexión. Por desgracia, ello sólo ocurre con los años.
Si el aborto es un bien social permanente, sería bueno que las mujeres adultas, incluso las más viejas, se pusieran al frente y promovieran sin tapujos sus beneficios. Mientras ello no ocurra, su defensa seguirá liderada desde el ímpetu de la juventud inexperta y cortoplacista. La fertilidad a raudales de la que presumen las mujeres jóvenes, no tiene porqué ser un cheque en blanco para monopolizar una discusión que, al cabo, tiene que ver con la especie humana, de la que ellas conforman la mitad.
Pero también existen otros actores apartados con el codo: los hombres y el propio ser humano concebido. Por estos días, en que se discute con pasión y esmero la legalización del aborto desde una perspectiva, en extremo, eufemística, esto es, la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales –riesgo de vida de la madre, inviabilidad fetal y en caso de violación–, bien merece la pena una reflexión en torno al principal argumento de quienes defienden a ultranza el proyecto, sin distinción de género: la libertad de la mujer para decidir sobre su cuerpo, con abstracción total del coprotagonista en la concepción de una nueva vida: el hombre.
Pero también vale la pena distinguir entre cuerpo y vida. El cuerpo es la materia que permite mantener vigente esa abstracción llamada vida. Sin el primero sería imposible la segunda. Desde temprana edad, qué duda cabe, las mujeres ejercen derechos sobre su cuerpo y su vida: se maquillan, eligen qué ropa ponerse, se tiñen el pelo, se hacen la manicure, entran al quirófano para realizarse diversos implantes para mejorar su autoestima, se hacen expansiones de lóbulos y labios, se tatúan, utilizan lentes de contacto sin aumento, se hacen piercings en distintas zonas, incluidas las más íntimas; hasta se quitan costillas para verse más esbeltas. Todo eso y mucho más, en pleno ejercicio de una libertad corporal que merece el mayor de los respetos.
Toda esa libertad corporal tiene un denominador común: el objeto de la decisión es el cuerpo de la mujer. En todos esos casos la mujer está tomando decisiones personales que tienen que ver en todo momento y circunstancia con su cuerpo, con esa materialidad donde habita la vida. No hay en esas acciones la incumbencia de otro. No hay un hombre involucrado. No hay un cuerpo masculino interactuando con el cuerpo femenino. No hay un pene penetrando el lóbulo de la oreja de ella para provocarle la respectiva expansión, no hay una orina masculina modificando el color del cabello de la mujer, no hay unas yemas varoniles ensangrentadas tatuando de manera indeleble la piel de la muchacha, tampoco unas manos de tijera del varón modelando la cabellera de la mujer, ni hay una dentadura prodigiosa cortando las uñas de alguna señorita. En todo ello la mujer está en lo cierto: ella es dueña y señora de su cuerpo. Puede, incluso, destruirlo bajo las ruedas del tren, o envenenarlo con drogas peligrosas.
Sobre ese cuerpo propio e independiente del masculino, la mujer es siempre soberana, autosuficiente al grado de hallarse en condiciones de trascender en las más variadas materias, sin la compañía de un hombre, desde ser una destacada comerciante hasta dirigir los destinos de su país. El único límite posible es la ponderación que las mujeres hacen de las consecuencias de sus actos.
Sólo hay una cosa para la cual la palabra ‘hombre’ se hace imprescindible para el cuerpo libre de la mujer: la procreación de un nuevo ser humano. Hasta donde se sabe, el comienzo de la vida humana se produce de la unión de dos células: una femenina y otra masculina.
También se sabe que los espermatozoides no se dan en las copas de los árboles y que las mujeres no necesitan trepar a las alturas para cogerlos; se sabe, por ejemplo, que mediante un acto copulativo –tal como hace el resto del reino animal– el hombre eyacula dentro del canal vaginal de la mujer y desde allí el esperma viaja hasta encontrarse con un óvulo con el cual se abrazan y dan origen a un ser humano.
Si la mujer aún no es capaz de autoembarazarse, mediante la ingesta de alguna pastilla comprada en la farmacia de la esquina, incluso, aun cuando su gravidez fuese producto de una fecundación asistida, ¿por qué tendría que arrogarse en todo momento y lugar la libertad de decidir sobre un cambio físico que afecta su cuerpo, y para el que necesitó del concurso de un hombre?
No es un corte de pelo o un tatuaje, ni una laceración motivada por algún fanatismo religioso. Un embarazo es un acto binario. Poner término a él también debiese ser una decisión de dos.
¿Por qué apartar al hombre involucrado en la procreación a la hora de decidir sobre un fenómeno indeseado que ocurre en el interior del cuerpo femenino?, ¿acaso nadie contempla como posibilidad la voluntad inminente del hombre de asumir la paternidad en solitario, o junto a otra persona dispuesta a ayudarlo en esa tarea? La sospecha de que tras la promoción del actual proyecto de ley de despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en tres causales, es legítima, toda vez que la intención inconfesa es legalizar el aborto en toda forma y circunstancia, como si ello subiera de categoría al país; como si aquello lo hiciera más moderno y más civilizado.
El punto es que, de acuerdo al tenor eufemístico del proyecto del Ejecutivo, al aborto se le concibe como una extensión legal de la libertad corporal de la mujer, sin restricción alguna que ponga en tela de juicio la responsabilidad que le cabe a la mujer en la acción del embarazo. El aborto no es una cirugía estética, decisión, por cierto, privativa de la interesada. Una mujer embarazada no es una persona con un diente de oro o el cabello fucsia, es una persona en cuyo vientre crece otro cuerpo al que ella, independiente de las circunstancias de su concepción, le debe respeto; materialidad corporal sobre la que ella no tiene la misma libertad que posee para ponerse implantes de silicona. Ese ser humano no llegó a su vientre por una acción propia e individual de ella, sino por un acto que requirió la participación de otro. Allí no operó la libertad individual de ‘implantarse’ un feto comprado en una paquetería.
De las tres causales enarboladas por el Gobierno para darle forma a la legalización del aborto, las dos primeras, esto es, riesgo de vida de la embarazada durante la gestación e inviabilidad fetal, bien podría desatarse un compendio de justificaciones para validarlas, todas y cada una de ellas en función de la situación socioeconómica de la afectada. Recuérdese la expulsión del Gobierno de la exministra de Salud por develar una verdad del tamaño de las Torres del Paine: en Chile las mujeres adineradas se practican abortos en clínicas ‘cuicas’. En Chile el derecho, se dice, no sólo es interpretable, sino que no obliga al heroísmo. De esta forma, mañana un juez podría interpretar en términos no punibles la decisión médica de interrumpir un embarazo con el mero argumento del secreto profesional, o darle viabilidad a un legrado frente a una imagen radiológica ambigua, o autorizar un aborto frente a la denuncia de una supuesta violación.
Por ello, la decisión de interrumpir un embarazo por razones médicas no puede ni debe quedar sólo en manos femeninas, en especial, cuando hay un hombre que tiene el pleno derecho a opinar en función de su aporte celular.
La tercera causal para la despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo, es una auténtica paradoja. Se sostiene que el embarazo producto de una violación es motivo suficiente para terminar con la vida del feto, independiente del tiempo de gestación y la edad de la víctima. Es decir, una vida que transcurre sana y vital en el útero de la mujer, debe ser sacrificada bajo la misma premisa de la inviabilidad fetal de la segunda causal del proyecto de ley. ¿Cómo discernir para descartar una denuncia infundada de violación? En el caso de una violación de una menor de edad, incluso, en el de una mujer mayor de edad, es la justicia la que debe establecer las responsabilidades penales respecto al autor del crimen, y no la medicina, ciencia a la que sólo corresponde velar por la vida y no involucrarse como justiciera.
¿Por qué en vez de matar a una criatura inocente, concebida al amparo de la violencia sexual, no extremar las penas para los culpables?, ¿por qué no fusilar a un criminal procesado y condenado por el probado delito de violación? En tal caso, resurge el cinismo criollo de defender la vida de alguien que no respetó la vida de una inocente.
Si abortar la criatura concebida a través de una violación eliminara de la memoria de la afectada esa terrible carga dolorosa, bastaría con ingresarla al quirófano y practicarle la respectiva intervención, con todos los cuidados necesarios; por desgracia, la memoria emotiva no es un pedazo de cerebro que se pueda intervenir con el bisturí, como el vientre. El aborto, en este caso, no es sino sumar otro dolor inmediato a la mujer, y garantizarle a futuro un recuerdo traumático y recurrente. De ello dan fe las mujeres que ya pasaron la etapa fértil, aquellas que ya se despidieron de sus estrógenos, y cuando su cuerpo comienza a desvalorizar ese sentido narcisista que tanto ocupó a sus dueñas, una vez que comienzan a escuchar su voz interior, aquella voz calmada que con los años le da sentido a cada palabra en su corazón, como las palabras “arrepentimiento”, “hijo”, “vida”.