Algunos políticos cuestionan la legitimidad de la huelga de hambre como instrumento de presión social, señalando que las autoridades no deben dar su brazo a torcer ante amenazas de este tipo, en especial, porque no representan la voluntad soberana o simplemente porque el bien común está por sobre cualquier clase de interés particular. De esta forma se ha concluido que no es el camino y finalmente, que al acoger estas demandas se daría una señal de fragilidad institucional a la comunidad, poniendo en juego nuestra gobernabilidad y la estabilidad del sistema democrático.
Ante tales acusaciones, simplemente cabe recordar que en nuestra región no existe una democracia estática y uniforme, entre otras cosas, debido a que su composición territorial no está precedida de un cuerpo social homogéneo. Por el contrario, el sello de nuestra América es su naturaleza intercultural. Lo que significa que estas fronteras encierran un universo de manifestaciones simbólicas concretas, entre las que se cuenta su dimensión participativa. Por ello, la región sirve de domicilio al menos, para dos formas de democracia: la institucional y la popular.
Dicho sea de paso, si el pilar del primer tipo de democracia es el respeto al Estado de Derecho y la continuidad del discurso neo-liberal, la base que constituye a la democracia popular, exige una profunda sensibilidad social con el fin de que la comunidad se haga cargo de cuestionar y denunciar la estructura sobre la que operan condiciones de desigualdad, represión y marginalidad. Es, precisamente, este tipo de democracia la que pone en jaque la institucionalidad del Estado.
Esta dualidad se vincula a transformaciones históricas que acompañaron la última mitad del siglo XX. Para entonces, el ambiente de crisis fiscal favoreció la aplicación de profundas correcciones a los sistemas democráticos, sin que esto implicara renunciar a ellos. Entre otras, figura la implementación del Consenso de Washington en América Latina, instrumento que reformó la estructura económica neo-liberal a través de la reorientación del gasto público, la privatización de servicios, la disciplina y libertad financiera, así como la apertura hacia la inversión extranjera. Con estos cambios se procuró reducir los efectos de la sobrecarga en la actividad de la administración del estado, que debido al crecimiento de su participación económica sumado a la falta de liderazgo político, en muchos casos, generó insondables quiebres a la legitimidad de los gobiernos de turno.
La irrupción política del sector empresarial, por aquellos años, llevó a interpretar estos quiebres como una señal clara del agotamiento del estado de bienestar. Aunque se sabe que esto bien pudo ser consecuencia de las contradicciones presentes entre el sistema capitalista y la democracia popular, por el hecho de ser virtudes de ésta, la igualdad de oportunidad y el respeto a la dignidad y derechos humanos.
Por todo lo anterior, se optó por promover un discurso en el que la democracia institucional ocupara una posición de privilegio, asegurando la gobernabilidad y estabilidad del estado. De todos modos, se logró controlar progresivamente cualquier tipo de formulación en contrario, pese a que la libertad de expresión es la expresión misma de la idea de democracia.
Por eso, al negar sin más la cuestión social Mapuche, invalidando la huelga de hambre y a los huelguistas, se continúa ejerciendo violencia sobre la democracia popular, fomentando la indiferencia de la ciudadanía al naturalizar un discurso descalificador y opresivo, tachado estas expresiones como una postura radical e irresponsable.
La cuestión social Mapuche no se reduce a la inconstitucionalidad de la aplicación de la ley antiterrorista, como quiso dar a entender el político Jovino Novoa, al sostener «no me parece que se deba privilegiar a un grupo de la sociedad» (en alusión a la posibilidad de modificar la norma). Dicho conflicto, reviste aspectos simbólicamente irreconciliables, pues convengamos en que, desde una perspectiva actual, resulta imposible equiparar un marco ético-jurídico sobre unidades étnicas que tienen como base sistemas de creencias disímiles.
Finalmente, el gobierno abordó tardíamente una materia que en el pasado no fue revisada por ninguna administración. Al respecto, solo espero que el resultado de su actuar tenga en vista la libre determinación de una nación que a gritos pide su propia emancipación –y no sea motivado exclusivamente por la presión política internacional-.
En apoyo a los comuneros Mapuches.
Por Cristhián G. Palma Bobadilla