El tiempo de campaña electoral ofrece la ocasión para hacer reflexiones críticas sobre el tipo de democracia que predomina entre nosotros. Es prueba de democracia el hecho de que más de cien millones de ciudadanos tengan que ir a las urnas para escoger a sus candidatos. Pero eso todavía no dice nada sobre la calidad de nuestra democracia. Ella es de una pobreza espantosa o, en un lenguaje más suave, una «democracia de baja intensidad» en la expresión del sociólogo portugués Boaventura de Souza Santos. ¿Por qué es pobre? Me valgo de las palabras de Pedro Demo, de Brasilia, una cabeza brillante que, por su vasta obra, merecería ser más oída. En su Introdução à sociologia (2002) dice enfáticamente: «Nuestra democracia es escenificación nacional de hipocresía refinada, repleta de leyes ‘bonitas’, pero hechas siempre, en última instancia, por la élite dominante para que la sirva de principio a fin. Los políticos son gente que se caracteriza por ganar mucho, trabajar poco, hacer negocios, emplear a parientes y apaniguados, enriquecerse a costa de las arcas públicas y entrar en el mercado por arriba… Si ligásemos democracia con justicia social, nuestra democracia sería su propia negación» (p.330.333).
Esta descripción no es una caricatura, salvo pocas excepciones. Es lo que se constata día a día y puede ser visto por la TV y leído en los periódicos: escándalos de la depredación de los bienes públicos con cifras que ascienden a millones y millones. La impunidad avanza porque el crimen es cosa de pobres; el asalto criminal a los recursos públicos es habilidad y ‘privilegio’ de quien llegó allí, a la fuente del poder. Se entiende porqué, en un contexto capitalista como el nuestro, la democracia atiende primero a los que están en la opulencia o tienen capacidad de presión y sólo después piensa en la población, atendida con políticas pobres. Los corruptos acaban por corromper también a muchos del pueblo. Bien observó Capistrano de Abreu en una carta de l924: «Ningún método de gobierno puede servir, tratándose de gente tan visceralmente corrupta como la nuestra».
En nuestra democracia, el pueblo no se siente representado por los elegidos; después de unos meses ni se acuerda de por quien votó. Por eso no está habituado a acompañarlo ni a reclamarle nada. Además de la pobreza material está condenado a la pobreza política, mantenida por las élites. Pobreza política es que el pobre no sepa las razones de su pobreza, y creer que los problemas de los pobres pueden ser resueltos sin los pobres, sólo por el asistencialismo estatal o por el clientelismo populista. Con esto se aborta el potencial movilizador del pueblo organizado que puede exigir cambios, temidos por la clase política, y reclamar políticas públicas que atiendan a sus demandas y derechos.
Pero seamos justos. Después de las dictaduras militares, han surgido en toda América Latina democracias de cuño social y popular que vienen de abajo y por eso hacen políticas para los de abajo, elevando su nivel. La macroeconomía capitalista continúa, pero tiene que negociar. La red de movimientos sociales, especialmente el MST (Movimiento de los Sin Tierra), ponen al Estado bajo presión y bajo control, dando señales de que la democracia puede mejorar.
Veo dos puntos básicos a ser conquistados: primero, la propuesta de Boaventura de Souza Santos de forjar una «democracia sin fin» en todos los campos, especialmente en la economía, pues en ella se instaló la dictadura de los que mandan. Aquella es más que delegaticia, es un movimiento abierto de participación, la más amplia posible.
El segundo es una idea que defiendo hace años: la democracia no puede ser antropocéntrica, pensando solamente en los humanos como si viviésemos en las nubes y solos, sin darnos cuenta de que comemos, bebemos, respiramos y estamos sumergidos en la naturaleza de la cual dependemos. Hay que articular los dos contratos, el social y el natural; incluir la naturaleza, las aguas, los bosques, los suelos, los animales como nuevos ciudadanos que tienen derecho a existir con nosotros, especialmente los derechos de la Madre Tierra. Se trata entonces de una democracia sociocósmica, en la cual los seres humanos conviven con los demás seres, incluyéndolos y no haciéndoles daño. El PT de Acre nos mostró que eso es posible al articular ciudadanía con florestanía, es decir, la selva respetada e incluida en el vivir bien de los pueblos de la selva.
¿Utopía? Sí, en su mejor sentido, mostrando el rumbo hacia el que debemos caminar de aquí en adelante, dados los cambios ocurridos en el planeta y en el encuentro inevitable de los pueblos.
Por Leonardo Boff
2010-09-24