A Helen Hulick, una maestra jardinera de Los Ángeles, California, siempre le gustó llevar pantalones. Comenzó a usarlos desde los 15 años. Nadie le había presentado objeciones contra su estilo, hasta que un día presenció un robo y fue llamada por un tribunal como testigo. Fue a cumplir con su deber ciudadano y, por usar pantalones, terminó presa. Esto sucedió hace ya muchos años, en 1938, para ser exactos.
Los pantalones tienen con nosotros más tiempo del que algunos imaginan. Hay figuras decorativas que muestran su uso ya desde el Paleolítico Superior e incluso existen pequeñas estatuillas con hombres vestidos con ellos en Siberia. No obstante, los pantalones más antiguos que hayan sido encontrados provienen de China, con una antigüedad de aproximadamente 3 mil años. Es probable que su origen haya tenido que ver con el auge de la montura a caballo, por la obvia comodidad que tienen a la hora de sentarse con las piernas separadas.
Desde un principio, hombres y mujeres usaron pantalones, y todo dependía de que la persona fuese jinete o no. Persas, bactrios y armenios los usaban, pero no los griegos, quienes los denominaban áναξυρίδες (anaxyrides), pues creían que usarlos era bastante ridículo.
Durante la Edad Media, esta indumentaria se popularizó, especialmente entre los hombres. Sin embargo, en muchos sitios, la túnica romana permaneció en boga y, en varios casos, ocultaba los pantalones. Ahora bien, aquellas prendas de la época eran más ajustadas que las que llevamos actualmente, más mallas que pantalón, como los calzoncillos largos térmicos de nuestra era. En este entonces fue cuando las mujeres dejaron de usarlos.
No fue sino hasta el siglo XX que a alguien se le ocurrió diseñar pantalones específicos para mujeres. Inspirado por las ilustraciones en una versión de Sherezade y por los movimientos feministas en la segunda mitad del siglo XIX, el francés Paul Poiret lanzó, en 1913, una colección de lo que llamó «pantalones de harem», que de inmediato tuvo éxito. La Primera Guerra Mundial, que obligó a muchas mujeres a ocupar las posiciones de sus maridos en las fábricas, terminó por extender la prenda entre ellas, y disminuyó el rechazo de ellos, al menos entre la gente de a pie. Pero como suele suceder, muchas leyes en contra de que las mujeres usaran pantalones permanecieron sin cambio.
En los Estados Unidos, Helen Hulick, que los llevaba bien puestos, hizo mucho porque cambiaran las leyes con respecto al uso de los pantalones para las mujeres.
Como dijimos, esta maestra jardinera un día fue testigo de un robo y fue llamada por el tribunal para que declarara contra dos sospechosos. Ella, como hacía habitualmente, llevaba pantalón sastre, y no se imaginó lo que su elección estilística iba a provocar. Resulta que al juez del caso, un tal Arthur S. Guerin, no le gustó nada que la educadora de 28 años se presentara con pantalones, por lo que suspendió el juicio para cinco días después y ordenó a la joven que la próxima vez llevara un vestido. Helen, enfadada, respondió así a un reportero de Los Angeles Times:
«Dile al juez que defenderé mis derechos. Si el juez me ordena que me ponga un vestido no lo haré. Me gustan los pantalones porque son cómodos».
Helen se presentó a la nueva cita con pantalones. Y el juez la trató como si fuese una niña malcriada:
«La última vez vino usted vestida como hoy y se reclinaba sobre el respaldo de la silla, atrayendo más atención entre los espectadores, los presos y los abogados que el tema legal en cuestión. Se le pidió que volviera con un atuendo aceptable para un proceso legal. Hoy vuelve con pantalones y abiertamente desafiando a este tribunal y sus obligaciones de llevar el proceso judicial de una manera adecuada. Ya es hora de tomar una decisión al respecto y bajo el poder del tribunal para mantener lo que considera una conducta ordenada. Por ello, el tribunal le ordena que vuelva usted mañana vestida adecuadamente. Si insiste en llevar pantalones, no se le permitirá dar testimonio porque estará obstaculizando la administración de justicia. Esté preparada para ser castigada de acuerdo con la ley por desacato al tribunal».
Helen respondió:
«Llevo pantalones desde los 15 años y el único vestido que tengo es de fiesta. Si quiere que venga así me parece bien. Pero volveré en pantalones y si el juez me quiere meter en la cárcel espero que eso ayude a liberar a las mujeres del anti-pantalonismo (Sic)» (Los Angeles Times).
Al día siguiente, ella volvió con los pantalones más puestos que nunca. Por esto, el juez la sentenció a cinco días de cárcel.
Al entrar al calabozo, la obligaron a quitarse los pantalones y ponerse el vestido que servía de uniforme a las presas. No obstante, pocas horas después, fue liberada bajo la tutela de su abogado, William Katz.
Las protestas no se hicieron esperar. Cientos de cartas llegaron al tribunal. En ellas se reclamaba libertad para llevar cualquier prenda. Katz acudió a un tribunal superior, que anuló la sentencia. Así se le permitió a Hulick y a cualquier mujer llevar pantalones en todas las dependencias gubernamentales. Conseguida la victoria, Helen volvió al tribunal para finalmente dar su testimonio del robo, esta vez, con un vestido.
El caso de Helen Hulick hizo historia, pero no fue suficiente para respetar todos los derechos de las mujeres respecto a su vestimenta. En algunos estados, se mantuvieron prohibiciones similares hasta que el movimiento feminista de los años 60 borró los últimos vestigios de la discriminación modística. Pero no nos creamos que esos yanquis eran los únicos. Una ley antigua ordenaba a todas las mujeres parisinas a pedir permiso al gobierno para poder vestirse como hombre, lo que incluía llevar pantalones. Dicha regla fue finalmente eliminada… en 2013.