Cargada como parrilla dieciochera, la contingencia nacional nos dio cancha, tiro y lado para reaccionar como ciudadanos. Y lo hicimos. El twitteo derivó en protesta por los pingüinos de Humbold y hasta Camiroaga, el halcón de Chicureo, se tentó a discutir con Gil-potter sobre las implicancias del proyecto termoeléctrico Barrancones en Punta Choros.
La Concertación sintió que aún le quedaban petardos que tirar para el 2014 y que nacionalizar a Bielsa ya no era estrictamente necesario. Y finalmente, como si estuviera arreglado, lo de la termoeléctrica fue revocado por decisión del mismísimo Piñera, que luego de lo de los 33 con vida, no iba a dar un pie en falso.
Entonces todos nos alegramos, porque los delfines y los pingüinos estarían a salvo.
Pero a muchos nos quedó dando vuelta el tema Mapuche. El desprecio racial, la soberbia del Estado de Chile, el aprovechamiento de la ley, la sinvergüenzura de quienes confeccionaron el concepto de “antiterrorismo” con el fin de castigar las justas reivindicaciones territoriales de quienes, como dijo Saramago, “son los primeros”, pues estuvieron antes de que este lugar geográfico se llamara Chile.
Agustín Figueroa, el “caza mapuche”, director de la Fundación Neruda (el mismo de Canto General y Residencia en la Tierra) cuando estuvo en el cargo de ministro de Agricultura en el gobierno de Aylwin, fue el primero en aplicarla para defender sus territorios en la Novena Región. En ese tiempo no se hablaba de conflicto de intereses, y parece que pasó colado. De ahí en adelante la “ley antiterrorista” fue de uso exclusivo en la Región de La Araucanía.
¿Por qué? Porque somos un país racista. Un país que no reconoce su raíz étnica multicultural, que se tiñe el pelo rucio para infundir respeto, que se cambia el apellido para postular a una buena pega, que estigmatiza a los “indios” diciendo que son flojos y porfiados. ¿Y albornoz?
Desde chica me dijeron que tenía suerte de ser blanquita, y mi mamá se sentía orgullosa de algunos pelos colorines que me salían en la frente. Porque ésta situación está pisándonos los talones. En mi muro de Facebook son mis primos los que me porfían que lo de los Mapuche no es tema, porque son ellos los que se las han buscado. Entonces la “Pacificación” 2.0 es algo legítimo y necesario, pues los indígenas están obsoletos en un Estado Nación moderno.
Y eso quién no lo sabe. Están destinados a morir o a mimetizarse con el progreso, porque al final lo único que hemos sacado en limpio de su cultura es el famoso merkén que le echamos encima a las empanadas, y ese progresismo fashion de casarse en bodas étnicas y bautizar a los retoños con nombres aborígenes.
Si a tantas personas les gustó Pocahontas, y hasta juntaron los tazos que venían en las papas fritas, ¿por qué nadie se reunió en las calles para protestar por las irregularidades en el juicio de los comuneros mapuches, como lo hicieron por Punta Choros? O ¿Por qué la ciudadanía no solidarizó con los pingüinos del Confederación como lo hizo con los pingüinos de Humbold?
Me preocupa este ecologismo galopante que no incluye como animales importantes a los mamíferos humanos. Es verdad que nosotros sí tenemos formas de comunicarnos y hacernos cargo de nuestras causas. Sin embargo hay quienes siguen siendo tratados como animales producto de las injusticias a las que se ven sometidos a consecuencia de sus diferencias raciales, generacionales, o de sexo.
Lo único que nos queda claro es que si los Mapuche fueran mapaches, ya tendrían un estado propio con la ayuda de miles de chilenos que reconocerían su valor como especie en extinción, y sus bondades culturales e ideológicas separatistas.
Por Karen Hermosilla
El Ciudadano N°87, primera quincena septiembre 2010