Nada escapa a la voracidad del mercado. Dominado el espacio de lo público, controlada la colectividad por medio de mecanismos de represión educativos, laborales y policiales, el capitalismo neoliberal emprendió desde 1945 -por fijar una fecha simbólica- el asalto a los difuminados restos de la razón individual y a la esfera del sentimiento íntimo (si acaso existen tales cosas) organizando, con sofisticadas artes, la teledirigida forma de sentir y los modos de actuación (privada) de las personas. Este hecho no es nuevo. Sorprendentes, sin embargo, son los métodos utilizados desde de la segunda mitad del siglo XX: un entramado estratégico, sutil y eficaz, heredado de las técnicas de venta y aplicado con contumaz determinación al mapa de lo sentimental. Conocida es la secuencia. Las clases dominantes, en sus diferentes variantes históricas, han extendido su visión del mundo, la ventana (enrejada) desde la cual está permitido mirar la realidad, los hábitos culturales y las maneras de mesa. La burguesía, asentada en los centros de poder, ha utilizado la propaganda y la manipulación, sancionando -con algunas variantes- el canon que conocemos en la actualidad, un repertorio de costumbres y explotación contra el que se lanzó -con su vanguardia política y ética- la ofensiva revolucionaria del 1917.
En la actualidad, el imaginario decálogo de lo conveniente -lo correcto- viene determinado por las relaciones de poder y fuerza coercitiva establecidas por las multinacionales y sus departamentos de mercadotecnia. Entendido como complicidad, ayuda mutua y respaldo frente a la diaria adversidad, el amor no ha quedado al margen -no podía escapar de la presión- de estas zafias maniobras de persuasión. Ya no estamos en tiempos de León Hebreo ni reconocemos como propia la definición de Spinoza: el amor es una alegría acompañada por la idea de una causa exterior. Hasta el elegante y tapizado amor burgués sancionado por Stendhal ha quedado fuera (menos mal, dicho sea de paso) de la sociedad del espectáculo. Nada escapa a la voracidad del mercado. La intervención sobre los sentimientos de los ciudadanos/súbditos y sobre sus relaciones -elemento clave para que el Estado de Mercado funcione como un reloj- exige someter la voluntad, incluso la voluntad emocional.
Vivimos tiempos presididos por el desasosiego y los psicofármacos. Y en ese angustioso peregrinar camino de ninguna parte, sorteando las trampas del mundo laboral con sus precariedades y abusos como cuchillos, los contratos (renovables) de 24 horas y los salarios menguantes, el capitalismo ha distribuido en grandes superficies y ultramarinos de diseño la consigna -imprescindible para su perpetuación como sistema de dominación universal- “el otro es el rival” sin importar -para qué frenar la expansión imperial- quién sea el otro y cómo puede afectar a su inestable equilibrio emocional. Ya no estamos en el existencial y ateo «el infierno son los otros» sino en la guerra abierta, sin tregua, contra todo lo que atente contra nuestro afán individualista, contra nuestros irrefrenables deseos de éxito y de acumulación material. Esta carrera ha llevado a la opulenta sociedad occidental -desde la recomendable Teoría de la clase ociosa de Thorstein Veblen hasta nuestros días- a un estado de depresión colectiva con síntomas claros de insatisfacción permanente. El egoísmo, disfrazado de miedo, indiferencia o cansancio, es norma de comportamiento. Como se constata elección tras elección y en las consultas de psiquiatras y psicólogos, en el reino de la codicia y el narcisismo, bajo el desgobierno de neón y nada, no cabe la política. No cabe, hoy por hoy, la izquierda anticapitalista. Ni la política transformadora ni las relaciones afectivas (libres).
El amor (definido como impulso emocional generador de satisfacción, placer o sosiego) es presentado -dentro de los parámetros fijados por el capital- en términos de potencia y poder que se hacen presentes, se actualizan y manifiestan, en el lugar físico del cuerpo. Un cuerpo (extraño) sometido, cada vez más, a un permanente y comercial maltrato disfrazado de salud y bienestar. Lo público y lo privado (fundidos en un absurdo de estridentes colores y compras compulsivas) son eslabones de la misma cadena. Las diferencias apenas existen puesto que la piedra angular de la privacidad -la regla de oro de la conducta moral- viene impuesta por la impronta del marketing hasta el extremo de no saber, cuando pensamos algo, si esa idea o impresión sensible es producto de nuestra reflexión (imaginando que fuera posible una abstracción descontextualizada del marco social o económico donde se produce el pensar) o un slogan, uno más, fabricado en un laboratorio de tópicos. De la clásica expresión recogida por Gide, el cuerpo no miente, hemos pasado a todo es mentira, incluido el cuerpo -una burda copia de lo que era- donde apenas nos reconocemos o nos reconocemos demasiado (al ser todos pretendidamente iguales), despojos cincelados por la moda -carnaval de horrores- bajo la perspectiva de lo que podríamos llamar, sin temor, el patrón-cuerpo. Que esta imposición ética y física -modelo importado de EE.UU., la sociedad de mercado extremo donde envejecer es delito- implica disfunciones psicosomáticas colectivas es una evidencia.
Si a este galimatías político y emocional -el aumento del malestar psicológico de las poblaciones libres es imparable- se añade la inseguridad laboral fomentada por la patronal (una variedad poco reconocida de terrorismo), nos encontramos con lo que queda (destrozado) de la vida cotidiana. En el inhóspito campo de batalla de la desigualdad, el capitalismo -tras sucesivas victorias civiles y militares- ha eliminado las defensas tradicionales que impedían la destrucción de la identidad y la conciencia de clase. Estamos, por tanto, desamparados, a merced del huracán y la arbitrariedad del poder. Frente a nosotros se extiende un páramo donde rige la precariedad al tiempo que la constante presión sobre los trabajadores (laboral y emocional) se ha convertido en norma de estilo. Exterminadas las asociaciones de vecinos y cualquier forma de integración política o cultural esenciales para la cohesión social; inoperantes y derrotados los partidos políticos de la izquierda alternativa (con direcciones cegadas por el oropel incapaces de transmitir ideas claras y distintas) y extirpada de raíz toda estructura dinámica y creativa de organización social, nos encontramos cada vez más aislados. Ese, y no otro, es el objetivo último del capital. Seres atomizados, ajenos al devenir social, ocupados en satisfacer su cuota (privada y prevista) de placer individual.
Pensar y definir los límites de una geografía de la “esperanza” revolucionaria, un espacio colectivo de pensamiento y acción, debería ser el principal objetivo de cualquier organización o grupo humano. El individualismo es el territorio salvaje del capital. Saber quiénes somos, dónde estamos situados en la escala del mundo del trabajo y qué pensamos en cada momento de las cosas es, recordando a Gramsci, la única forma de permanecer unidos frente la criminal desintegración organizada por el Estado de Mercado.
Por María Toledano
Fuente: amor-cortes.blogspot.com
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