El fin de la cultura

«Los personajes de Plop perdieron un impulso básico —que podríamos llamar «curiosidad»—, aquel movimiento que, surja de donde surgiera, nos hacer ir necesariamente hacia las cosas. Ellos sienten un desinterés crudo por lo que sucede. No cuestionan nada. Entonces, viven sin respuestas —lo cual no sería inusual para muchos de nosotros—, pero, fundamentalmente, no tienen respuestas, porque viven sin preguntas —y esto sí ya es más raro—».

El fin de la cultura

Autor: Lucio V. Pinedo

El hombre quiere vivir. La humanidad aspira a sobrevivir
Iuri Lotman

Rafael Pinedo nació en 1952. Estudió en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. Se graduó de computador científico y ejerció esa profesión. En paralelo, durante un tiempo, fue actor. En alguna entrevista, contó que, a los 18 años, quemó todos los textos que había escrito; luego, no volvió a escribir, hasta los 40. En el 2002, recibió el Premio Casa de las Américas, por su primera novela, Plop, que se dio a conocer ese año, en Cuba. Poco después, en el 2006, murió. Se publicaron otras dos novelas suyas, póstumamente: Frío (2011) y Subte (2012).

foto rafael yohai rafael pinedo

Rafael Pinedo

Las tres obras pueden leerse como un conjunto. Al menos, comparten una estética y un cronotopo posapocalíptico. En todas, asimismo, se problematiza la noción de cultura. Aquí nos ocuparemos de Plop, la primera de la trilogía.

El relato parte de las consecuencias de una catástrofe natural, de la que no se explican sus causas. Sin embargo, queda claro que el mundo se transformó. Este hecho sacude la cultura y la pone en contacto con bordes de realidad que antes parecían no existir. La realidad, dicho de otro modo, es arrojada hacia el límite de sí misma. Y ahí, surgen, para los hombres, modos extraños de relacionarse con el tiempo, el espacio, los objetos, los animales y los otros hombres. Aunque el cambio es drástico, la vida humana continúa.

Pinedo afirma que su novela «tiene que ver con la destrucción de la cultura» (ap. Friera, 2006, s. d.). Al respecto, podemos hacernos dos preguntas: la primera es si la transformación de la cultura es verdaderamente radical en Plop; y, la segunda, si puede acontecer una metamorfosis que genere una cultura tan nueva, como para que la identificación con la vieja resulte imposible. En este artículo, trataremos de clarificar cómo se plantea esta destrucción, si es tal, y si, en consecuencia, implica un fin.

Nos apoyaremos en el pensamiento de Iuri Lotman. Él, junto con Boris Uspenskij (1979 [1971]), entienden «cultura» como un mecanismo semiótico que modeliza la percepción de la realidad. «El “trabajo” fundamental de la cultura —dicen— […] consiste en organizar estructuralmente el mundo que rodea al hombre» (1979, p. 266). La modelización y la estructura misma existen gracias a un principio de contraposición (1979, p. 265). De acuerdo con este enfoque, el principal fondo de diferencias es la no-cultura, es decir, lo ajeno absoluto.

Además, las circunstancias que permiten la creación de estructuras mantiene una relación de reciprocidad con lo que llaman la «semiosfera». Este concepto designa el espacio que permite la vida humana. Bajo esta sombra, la cultura funciona como «memoria no hereditaria de la colectividad» (1979, p. 267), en oposición a la biosfera, el único espacio donde puede desarrollarse la vida animal, sin recursos para aumentar la información sobre el ambiente, ya dada por herencia.

En primer lugar, los personajes de Plop perdieron un impulso básico —que podríamos llamar «curiosidad»—, aquel movimiento que, surja de donde surgiera, nos hacer ir necesariamente hacia las cosas. Ellos sienten un desinterés crudo por lo que sucede. No cuestionan nada. Entonces, viven sin respuestas —lo cual no sería inusual para muchos de nosotros—, pero, fundamentalmente, no tienen respuestas, porque viven sin preguntas —y esto sí ya es más raro—. La modelización que sobre ellos ejerce la cultura se redujo a contraposiciones primordiales; una de ellas, la antigua vida / muerte, aquí subsidiaria exclusiva del par alimentación / hambre. Por algún desplazamiento que tampoco se explica, la estructura semiótica apenas significa algo más que la supervivencia, como veremos.

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En segundo lugar, la semioesfera perdió coherencia en Plop. Hubo, diremos de nuevo, una reducción, en este caso, de los elementos dinámicos y de los estáticos (que constituyen, en interdependencia, la cultura), hasta llegar al mínimo indispensable para supervivir. Como correlato de esto, creció la franja de la no-cultura.

Por ejemplo, en esta historia, lo desconocido amenaza el espacio de lo conocido. Pero, semióticamente hablando, parece improbable que algo del orden de lo que no tiene nombre se vuelva un peligro. No obstante, esto acontece, en la medida en que no se dispone de los mecanismos para interpretar lo ajeno como conocido, o bien, lo desconocido como conocible. Así nacen algunas formas del miedo: un estímulo me oprime pero no puedo saber qué es. Del mismo modo, nace la violencia: existe un estímulo que me produce miedo, pero no puedo saber qué es; en consecuencia, debo mantenerlo a distancia o eliminarlo. Y, al actuar de esta manera, descarto un texto potencial de ser incorporado en mi memoria colectiva que, de esta forma, no se empobrece cuantitativamente, aunque tampoco se enriquece.

En Plop, sin embargo, la memoria sí se empobreció: las personas perdieron nombres, perdieron textos. Ellas coexisten con objetos del pasado, sin identificarlos; porque no entablan una relación dialéctica con ellos: ocupan el mismo lugar, de forma paralela, pero divergente.

En lo que respecta al narrador, este procura despojar su relato de todo lo accesorio. Resigna las descripciones directas de personajes, que se construyen a través de acción descarnada. El registro léxico y las oraciones son sencillas («frases cortas y secas», dice el narrador; 2012, p. 26), con repeticiones que remiten a la torpeza del mundo del cual provienen estos sujetos. La extensión promedio de los párrafos es de tres líneas y la sensación general es la de leer una lista. Asimismo, este narrador prescinde de adjetivos (o sea, reduce sus juicios evidentes). Por ende, todos estos recursos constituyen una prosa aséptica y distante. Esto es una decisión estética y, también, un aporte funcional; sin esa distancia, el lector no toleraría la brutalidad de un estado de cosas cuya narración resultaría inevitablemente sádica.

La estructura del texto se compone de un prólogo, de relatos intermedios y de un epílogo: en el prólogo, el narrador refiere cómo alguien, desde un pozo, espera que lo maten. Los relatos tienen forma de flashbacks. Cada flash constituye una postal, que remite a un episodio de la existencia del protagonista. Todos los episodios juntos representan su vida, contada linealmente —salvo por la ruptura temporal del prólogo—. A su vez, cada flash se corresponde con una palada de tierra que cae sobre él. En el primer capítulo, «El nacimiento», leemos sobre una parturienta que camina atada a un carro durante una procesión; llueve y el agua limpia la sangre que le baja por las piernas; el bebé cae y, al golpear contra el barro, hace «plop». Ese ruido dará nombre al héroe de esta historia. El epílogo concluye con las siguientes líneas:

Nunca existió otra cosa que barro.

Sólo figuras cubiertas de barro, como él.

Lo bajan con una soga atada a un pie. Por la mitad lo sueltan.

Cae al barro.

Hace plop (2012, p. 131).

La estructura, como se evidencia, es circular.

Con respecto a la propuesta de lectura del mismo Pinedo (la destrucción de la cultura), lo primero que salta a la vista es la transformación del paisaje. El mundo material no tiene las señas características de nuestras ciudades, por el contrario, es un territorio que no varía, compuesto por superposición de desperdicios.

El suelo siempre es plano. Debajo de la basura siempre es plano.

La Llanura, la llaman. El horizonte está apenas cortado por grandes pilas de escombros y basura (Pinedo, 2012, p. 20).

Llueve siempre. El agua suspendida en el aire es como «una pared líquida que golpea la cabeza» (2012, p. 18). Además, borra las huellas que el hombre imprime en la naturaleza y genera barro, como metáfora de putrefacción. Los animales mutaron, como la vegetación, y se volvieron enemigos peligrosos.

Las «necesidades primarias», como la alimentación y el sexo, se encuentran desprovistas de los signos con que nuestra cultura las complejiza y las convierte en necesidades simbólicas. La manera despojada y causal de relacionarse con el cuerpo propio se repite en la interacción con los otros. El verbo que los personajes emplean para referirse al sexo, por ejemplo, es «usar». Y lo mismo sucede con la relación entre el hombre y las cosas: el mundo objetual se redujo, importan solo los elementos para supervivir: armas y herramientas rudimentarias. Lo demás consiste en vestimenta que proteja de los ataques eventuales de otras tribus, o fieras, y ranchos, que protejan de la intemperie. Es decir, estamos ante la vida de los antiguos cazadores-recolectores. El tiempo, como para ellos, se mide según la luna, y el espacio, según lo explorado (o sea, lo seguro) y lo inexplorado (o sea, lo inseguro).

Después, más allá de la aparente simplificación de los datos que recubren las necesidades primarias, también podemos mencionar el olvido de ciertas «necesidades secundarias», como la lectura; la pérdida de algunas, como las formas de la cortesía; y la simplificación de otras, como el ocio. Unos signos, como el saludo, en cambio, se complejizan. Por ejemplo:

…intercambiaron los saludos: las manos en el pecho del otro, los labios, cerrados, en los labios del otro, y la fórmula:

—Acá se sobrevive.

—Acá se sobrevive (Pinedo, 2012, p. 13).

Por último, otras nociones que se modifican involucran el libre albedrío (que desaparece en la medida en que estos seres no tienen discernimiento para evaluar qué hacer y qué no), el Derecho (que se reduce a una sola ley: la del más fuerte), la propiedad privada (que desaparece como bien capital) y la familia (hay una sola en el grupo de Plop y sus integrantes se llaman, justo por el hecho de constituir una familia, Raro, Rara y Rarita).

A su vez, reaparecen signos de épocas pasadas, como la organización tribal, la memoria colectiva expresada a través de la oralidad, la percepción mítica y cíclica del tiempo, el cuerpo como medida de todas las cosas, el determinismo (casi igual que en los reinos animal y vegetal). El modelo de hombre es el de un guerrero primitivo, es decir, alguien hecho para la pelea (2012, p. 86) y con capacidad de adaptación (2012, p. 84). Son nuevos el paisaje terminal y ciertos usos originales de objetos viejos. Todos estos cambios tienen que ver con una transformación compleja de la cultura. Sin embargo, no cambia todo6.

En un momento, el grupo de Plop llega a una especie de mercado, donde se trueca comida por niños vírgenes y cuchillos. El narrador cuenta que «Desde afuera sólo se veían dos columnas de hierro con un cartel que no decía nada» (2012, p. 23). No decía nada, quizás, porque las letras se cayeron, o porque la superficie estaba oxidada o descascarada, o porque cambió el código y el mensaje se volvió incomprensible. Sea como fuera, el dato relevante, para nosotros, es que ese elemento ya no significa nada excepto «no significar».

En un artículo de Alejo Steimberg sobre una tendencia de la literatura argentina «pos-2001» hacia un cronotopo (pos)apocalíptico, se lee la siguiente cita:

El apocalipsis […] es El Fin, o se asemeja al fin, o explica el fin. Sin embargo, casi todos los textos apocalípticos presentan la misma paradoja. El fin nunca es el fin. […]. En casi todas las presentaciones apocalípticas, algo permanece después del final. […]. En los relatos de ciencia ficción moderna, sobrevive un mundo urbano como distopía o páramo desierto. […]. El estudio del posapocalipsis es un estudio de lo que desaparece y de lo que permanece (la trad. es nuestra).

[The apocalypse […] is The End, or resembles the end, or explains the end. But nearly every apocalyptic text presents the same paradox. The end is never the end […]. In nearly every apocalyptic presentation, something remains after the end […]. In modern science fiction accounts, a world as urban dystopia or desert wasteland survives […]. The study of post-apocalypse is a study of what disappears and what remains (Berger, ap. Steimberg, 2012, p. 8)].

Nosotros, que coincidimos con esta idea, ya mencionamos lo que desaparece, ahora nos resta mencionar qué permanece después de la debacle.

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La lista es extensa. Perduran las pulsiones vitales, el comercio, la necesidad de agruparse, la especulación; sentimientos como la envidia, la vanidad, la soberbia, la insatisfacción, la venganza, el rencor; la dimensión del fingimiento y la mentira; también el amor como fuerza misteriosa e inevitable, la amistad, la risa, la seducción. Perduran, significativamente, las nociones de jerarquía y de centro; y de ellas se desprenden los conceptos «ascenso» y diferencia sociales, la mitología de lo «alto» y lo «bajo», la esfera del honor, la extranjería, el castigo, los líderes, los abusos. Perduran la idea de origen y la dimensión política de los nombres, la necesidad de una religión como evasión (se habla de un Mesías que predica sobre «Tierra Sana»; 2012, p. 96) y la construcción de tabúes, entre muchas cosas más.

En definitiva, permanecen los mecanismos semióticos, es decir, la facultad de crear significado y representar. El material aparentemente nuevo de la significación en la cultura de Plop tiene claras raíces en la cultura del autor. Este, como persona de carne y hueso, para hablar de un futuro hipotético en la realidad de la ficción, se remite al pasado de la realidad real. Y como se sabe, la ciencia ficción hace un pronóstico que se basa en estructuras viejas.

En efecto, lo que permanece en Plop, después del «fin», es un manojo de pulsiones vitales y la capacidad de crear estructuras semióticas. El narrador lo confirma, por ejemplo, al usar exactamente esa misma palabra: «Esa era la forma de supervivencia que se había dado en el Grupo. En otros había formas sociales de todo tipo. Cada uno armaba la estructura que podía. Para sobrevivir» (2012; la cursiva es nuestra). Esto se dice en la página 13; más adelante, promediada la historia, uno puede preguntarse si se trata del final de la cultura o, en cambio, de su recomienzo perpetuo.

De lo expuesto hasta aquí se desprenden algunas conclusiones posibles. La transformación de la cultura, en Plop, no es radical, porque presupone el estadio anterior, presente en la memoria colectiva. El hombre no es un animal (o un dios), porque no se basta a sí mismo; recurre, por el contrario, a modelos de supervivencia. Los ritos son como la mala hierba, que se arranca antes de la siembra y, con cada primavera, vuelve a crecer.


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