La superación de la temporalidad

Desarrollo de «Padre e hijo contemplando la sombra de un día», de Roberto Aizenberg, de la colección permanente del Museo Nacional de Bellas Artes (Argentina).

La superación de la temporalidad

Autor: Lucio V. Pinedo

Padre e hijo contemplando la sombra de un día pertenece a una extensa serie de obras que Aizenberg comenzó en 1956 y continuó durante cerca de una década. En todas estas pinturas, se reconocen las figuras de un hombre adulto y un niño que, tomados de la mano, observan una variedad de extraños paisajes fantásticos. Cada pieza parece representar una escena de iniciación al conocimiento de un mundo cargado de enigmas.

Cuando la obra ingresó al MNBA habían transcurrido apenas cuatro años de la primera exposición individual de Aizenberg en la galería Galatea, en 1958. El artista entrerriano se había instalado en Buenos Aires con su familia en 1936. En 1948 ingresó a la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires y asistió durante dos meses al taller de Antonio Berni. Tras abandonar los estudios de arquitectura en 1950, comenzó a tomar clases con el artista surrealista Juan Batlle Planas. En 1954 exhibió sus primeros dibujos en una exposición colectiva con otros discípulos de Batlle Planas en la galería Wilenski.

La crítica reconoció su talento desde los inicios de su carrera y lo acompañó elogiosamente. Entre otros importantes reconocimientos, en 1963 fue elegido para integrar la representación oficial de Argentina en la VII Bienal Internacional de San Pablo. Y en 1969 el Centro de Artes Visuales del Instituto Torcuato Di Tella organizó una temprana exposición retrospectiva sobre su obra, donde se incluyó la pintura del Museo.

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Padre e hijo contemplando la sombra de un día

Si bien no comulgaba con las corrientes estéticas de su época –y quizás por esa misma razón– Aizenberg se convirtió en una figura destacada y singular. En ocasión de aquella primera retrospectiva Jorge Romero Brest lo distinguió como un artista poseedor de una «actitud ex-céntrica», dado que su persistente y metódico trabajo en la pintura lo convertía en un creador excepcional cuando muchos artistas apostaban por la desmaterialización del arte. En efecto, Aizenberg comenzó a dar sus primeros pasos cuando en la escena artística reinaba el informalismo, luego la neofiguración y más tarde el arte pop. Su producción se desarrolló al margen de aquellas poéticas y siguió su propio rumbo.

El desajuste y anacronismo de su pintura fueron valorados por Aldo Pellegrini por su carácter metafísico y por la vigencia que paradójicamente alcanzaba su lenguaje en la búsqueda de lo intemporal: «aquello que por estar siempre presente en el hombre es siempre actual».

La atmósfera creada en Padre e hijo… encarna esa intemporalidad, reforzada por las vestimentas de los dos personajes casi fantasmales que los colocan en un tiempo pasado pero indefinido, sobrenatural, como el paraje que contemplan. Detrás de esa suerte de pequeño muro que funciona como un mirador, a la vez que borde representacional, se yergue un panorama insondable; una extraña formación geológica estratificada cromáticamente, que por su falta de perspectiva parece mostrarnos las entrañas de la tierra. La composición sugiere la duplicación de la representación. En otras palabras, la presencia de ese borde siembra la duda acerca de si lo que observa el dúo es un panorama de la naturaleza o una representación enmarcada. Esta ambivalencia se corresponde con la convivencia inquietante de la abstracción y la figuración que recorre toda la producción de Aizenberg. Característica también verificable en otra obra del artista que posee el MNBA: Pintura (de la serie Los arlequines), 1978 (inv. 9194), donada por la Fundación Antorchas en 1989.

Pintura (1978)

Pintura (1978)

Desde su formación con Batlle Planas, Aizenberg adoptó el método del automatismo para la ejecución de sus obras. A tono con los preceptos del surrealismo, intentaba capturar el dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón. Si bien la apariencia pulcra y meticulosamente controlada de las superficies de sus pinturas parecen desmentirlo, el artista entrerriano aplicaba como primer paso las técnicas automáticas y luego ejecutaba un complejo proceso de depuración, selección, descarte de lo accesorio hasta alcanzar lo esencial.

Sobre la serie a la que pertenece Padre e hijo… existen decenas de bocetos donde se registra el automatismo en una variedad de trazos que despliegan innumerables paisajes posibles de ser contemplados por sus personajes: planicies, montículos, arabescos, murallas rectilíneas y helicoidales, edificios, torres, laberintos, cúpulas, pirámides escalonadas o truncas como zigurats mesopotámicos y chimeneas humeantes conforman el inmenso catálogo de vistas.

Asimismo, en el tratamiento pictórico de la enigmática formación modelada por oquedades de nuestro cuadro se cuelan los recursos plásticos de Max Ernst. En este caso, en lugar de utilizar el frottage, Aizenberg experimentó con la técnica del grattage: la aplicación de decenas de capas de color sobre la tela y el raspado de la superficie con una hoja de filo. Al repetir el procedimiento obtuvo una suerte de estratos pictóricos superpuestos que simulan los accidentes del terreno representado.

También es insoslayable la referencia al romanticismo nórdico de Caspar David Friedrich; a su modo singular de enfrentar a los seres humanos –de espaldas al espectador– ante la inmensidad de la naturaleza vinculada a lo divino, como en El caminante sobre el mar de niebla (1818) donde aparece un hombre frente al paisaje sublime de las cumbres y en Paisaje en la tarde con dos hombres (1830-1835).

Asimismo, esta obra es testigo de la afinidad de Aizenberg con la concepción metafísica de Giorgio de Chirico. Es en su lograda atmósfera y en particular en esas cabezas calvas –como caras ocultas del ser, semejantes a las de los maniquíes y autómatas que pueblan las despojadas plazas secas del pintor greco-italiano– donde sobreviene la mirada de Aizenberg sobre el fundador de la scuola metafisica.

Por último, cabe mencionar que Roberto Aizenberg se ha convertido en un referente para muchos artistas argentinos desde la década de 1990. En particular, Lux Lindner y Max Gómez Canle han reversionado la obra del Museo en nuevas pinturas.


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