Quien se enoja pierde

Hace tiempo, vivían tres hermanos huérfanos con su abuelita

Quien se enoja pierde

Autor: Lucio V. Pinedo
Hace tiempo, vivían tres hermanos huérfanos con su abuelita. Vivían pobres, torciendo hilo. El mayor quiso probar su suerte y salir.
— Voy a buscar trabajo, abuelita.
— Pero, ¿a dónde vas a ir, hijo? Podemos vivir bien, torciendo nuestro hilo.balam14
El muchacho insistió y la viejita no pudo convencerlo; viendo que de cualquier manera se iría, le alistó su bastimento de posol. Y el muchacho se fue.
Caminando, caminando, llegó hasta la casa de un rey. Preguntó si acaso tenían trabajo para él.
— Cómo no, hay varios: chapear el jardín (o sea arreglarlo), trabajar en el huerto o cuidar a un chamaquito.
— Escojo cuidar al chamaquito —dijo el muchacho. Se le hizo lo más fácil—. Y ¿cuáles son las condiciones?
— El que se enoje, pierde.
— Bueno, está sencillo.
Comenzó a trabajar. En la mañana sacó al niño. A la hora del almuerzo, al chamaquito se le antojó ir al patio y le ordenaron al muchacho —para eso lo estaba cuidando— que lo sacara. Y así, se quedó en ayunas.
Se aguantó: “Al fin que al rato como”, pensó. Pero a la hora de la comida, se le antojó al niño de nuevo ir a otra parte y, por acompañarlo, volvió a quedarse sin probar bocado. Tampoco en la noche lo dejó comer el dichoso chamaquito. Y así, cada vez que estaba por sentarse, se quedaba con las ganas. Puso mala cara. El rey le preguntó:
— ¿Qué, estás enojado?
—¡Cómo quieres que no esté enojado si hace dos días que no como!
— Ah, pues ya perdiste.
Ordenó que lo apresaran, que le cortaran una nalga y que lo echaran a un calabozo.
En la casa de la abuelita, el segundo hermano empezó con que también él quería salir. Salió y le sucedió lo mismo que al mayor. En la cárcel se encontraron:
— ¿Aquí estás?
— Sí.
— Pues ya somos dos.
El tercer hermano quiso probar fortuna.
— Tengo que ir a ganar dinero, como mis hermanos.
— Si no han regresado, menos tú, que eres más chico. ¿Vas a dejarme solita?
— Como sea, tengo que buscar mi destino.
Tanto insistió que la abuelita se resignó.
— Ni remedio, si te has de ir, vete —le dijo. Y le preparó sus provisiones como a los otros dos hermanos.
Caminando, caminando, llegó hasta el palacio del rey; también a él le dijeron:
—¿Quieres chapear el jardín, arreglar el huerto, o cuidar al chiquito?
— Cuidar al chiquito —dijo rápidamente.
Y le dijeron la condición:
—El que se enoja pierde.
— ¿Parejo para todos?
— Parejo.
—Bueno.
Le entregaron al niño, para que se encargara de atenderlo.
— Tienes que darle todo lo que quiera, llevarlo a donde te pida. Que esté contento —le recomendaron.
Al otro día sirvieron el desayuno. No se acababa de sentar cuando el chiquito quiso salir al patio.
— Joven, lleva al niño al patio.
—¡Cómo no!
Cargó la mesa con todo y comida, agarró al niño y lo sacó al patio, arrastrándolo. Ya en el patio, lo aventó en un rincón y se sentó, sin pena, a desayunar. Acabó, dejó tirados los platos sobre la mesa y, jalando al niño de la oreja, lo llevó de regreso a la casa.
Lo mismo sucedió a la hora de comer, y por la noche.
— Si sigue así nos va a matar al niño —protestó la reina—. Regáñalo.
Mandó llamar al muchacho. Con voz calmada le dijo:
— Mira, joven, el chiquito creció muy rápido; yo creo que mejor te vas para la hacienda, allá tenemos muchos peones.
— ¿Qué, ya te enojaste, rey?
— No, no es eso. El chiquillo ya creció, te digo, y te vas a ir para la hacienda.
Al día siguiente se fue para la hacienda. Allí estaban trabajando todos los peones del rey. En la hacienda había miel, fruta, ganado.
Comenzó a preguntarles a los peones:
— Y a ustedes, ¿les dan miel para comer?
— No.
— Ah, pues traigan sus hachas y vamos a tirar los panales: de ahora en adelante todos van a comer miel.
Los peones lo obedecieron. Tiraron todas las colmenas y acabaron con toda la cosecha.
Al otro día volvió a preguntarles el muchacho:
— ¿Qué comen? ¿Les dan carne?
— No.
— Pues de ahora en adelante, todos van a comer carne.
Y ordenó que mataran varias reses.
Al tercer día dijo:
— Si llegara a venir el rey, ni cuenta nos daríamos. Vamos a tumbar unos cuantos árboles para poder ver el camino.
El rey se asomó a la ventana, desde su casa, y sorprendidísimo se dio cuenta de que se podía ver el rancho.
— Ave María, mira nada más lo que hizo ese loco.
— No te enojes porque pierdes —le recordó la reina.
Fue hasta el rancho y vio los destrozos que había ordenado su capataz: ya no tenía miel, ni fruta, ni ganado.
— ¿Estás enojado? —le preguntó el muchacho.
—No, eso no —dijo el rey disimulando su coraje—, pero te vas a venir para la casa, tengo otro trabajo para ti.
—Y ahora, ¿qué haremos? —le preguntó a la reina.
— Vamos a invitarlo a pasear al cenote, y cuando se duerma, lo echamos al agua para deshacernos de él.
— ¿Tú crees?
— Sí, hombre.
El rey mandó traer al muchacho y le ordenó:
—Mañana temprano ensillas tres caballos: uno para la reina, otro para mí y otro para ti; vamos a ir a pasear.
— Se me hace que ya te enojaste por lo del rancho —le dijo el muchacho.
— No, no es eso.
— ¡Menos mal!
Tempranito al día siguiente el muchacho tuvo listos los caballos. Hizo todo al revés, no como le dijeron: él agarró la mejor montura y el mejor animal; al rey y a la reina les dejó unos pencos flacos.
— ¡Éste no es mi caballo! —protestó el rey.
— Ya lo sé, pero el tuyo me gustó para montarlo yo. ¿No te enojas, verdad?
— No. ¡Vámonos!
Salieron. Adelante iban los caballos del rey y de la reina; para que se apuraran a caminar el muchacho les pegaba con su cuarta; de paso chicoteaba a los reyes.
— ¡Muchacho, ten más cuidado!
— ¿Qué, te estás enojando?
— No, pero a ver si tienes más respeto.
— Se me hace que te estás empezando a enojar.
— No…
— Pues apúrense entonces —y más les pegaba.
Llegaron al cenote al atardecer. El rey y la reina estaban molidos: todo el día habían cabalgado en malas monturas y recibiendo golpes. Se acostaron. La reina se durmió inmediatamente. Cuando empezó a roncar, el muchacho la pasó a la hamaca que él ocupaba y se cambió a la de la reina. Al rato oyó al rey:
— Despiértate, ya se durmió ese tonto.
— ¿Ya? —dijo el maldoso fingiendo la voz.
— Ya.
Descolgaron la hamaca en la oscuridad y la balancearon: una, dos y tres… ¡Pram!, cayó al cenote. Se asomaron.
— Señor rey, ¿por qué tiraste a tu mujer al agua?
— ¡Era la reina! ¡Muchacho diablo!
— Pues sí, era ella. ¿Ya te enojaste?
— ¿Y cómo no me había de enojar? Por tu culpa mi hijo casi se queda sin orejas, mi rancho se quedó sin miel, sin fruta y sin reses; me golpeaste todo el día y, para acabar, hiciste que tirara a la reina al cenote. ¡Y quieres que no me enoje!
— ¡Pues ya perdiste!
El rey dejó de ser rey; le dio su corona y todos sus bienes al muchacho, porque le había ganado la apuesta. Cuando regresó al palacio rescató a sus hermanos.
— Ustedes no supieron hacer bien las cosas; pero ahora, somos dueños de todo esto.
Mandaron traer a su abuelita, vivieron muy felices y nunca más volvieron a torcer hilo. Desde entonces supieron muy bien no enojarse, sobre todo los dos que nunca pudieron volver a sentarse a gusto.

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