Vivir para contarla

No existe otro testimonio más certero acerca de la identidad de un sujeto que el que da él mismo sobre sí mismo. Si el lector logra olvidarse de lo relativas que son las impresiones, las autobiografías descubren al individuo totalizado, la parte cambiante de cada sujeto, fija por un momento. Por este motivo, dicho género es imprescindible para comprender la historia de la cultura y para pensar los mecanismos identitarios.

Vivir para contarla

Autor: Lucio V. Pinedo

Moverse es vivir, decirse es sobrevivir.

No hay nada real en la vida que no lo sea

por el hecho de que ha sido bien descripto.

Pessoa

La Creatura Habla de su Creador

La forma de estar en la vida es conflictiva. El animal social es pura división; es un sistema en perpetuo desequilibrio, que puede desbordarse. Cuenta con el olvido y el lenguaje. Sin embargo, ambas herramientas exceden su voluntad; cree dominarlas, cuando, en realidad, son ellas las que lo dominan a él.

Lo mismo le sucede con la memoria. Las impresiones son relativas. La conciencia del ahora, la suma viva del pasado, es intermitente. La Historia es un consenso de interpretaciones distraídas. La identidad, una trampa retórica.

No obstante, y a pesar de todos los condicionamientos de la existencia, se puede afirmar que la Literatura sirve para darle forma a la vida. El escritor necesita de la escritura para completarse, y el autobiógrafo, más que cualquier otro.

Aproximación al Género Autobiográfico

En el siglo XVIII nace la subjetividad moderna como fenómeno que concuerda con el afianzamiento del capitalismo y del orden burgués. Y en efecto, las Confesiones de Rousseau aparecen entre 1766 y 1770.

El filósofo ilustrado siguió el modelo de las Confesiones de San Agustín (354-430). Por lo tanto, el inicio del género se podría ubicar en siglo IV. Sin embargo, eso no es posible, por la simple razón de que la obra de San Agustín es, en esencia, distinta de la de Rousseau; aquel narró su evolución espiritual con el fin de reconocer la grandeza de Dios, este, en cambio, tiene como finalidad la autofiguración.

En el horizonte histórico del espacio biográfico, marcado por el gesto fundante de las Confesiones de Rousseau, se dibuja tanto la silueta del gran hombre, cuya vida aparece inextricablemente ligada al mundo y a su época […], como la voz autoconcentrada que dialoga con sus contemporáneos (lectores, pares) y/o su posteridad en las autobiografías que aparecen como «modelo» del género, pero también la errancia, el desdoblamiento, el desvío, la máscara, las perturbaciones de la identidad (Leonor Arfuch).

Por consenso general, la primera entre las obras autobiográficas es las Confesiones de Rousseau. ¿Pero cómo definirlas? He aquí un problema que suscita discusiones que todavía no tienen punto final. En la bibliografía sobre el tema, el primer hito es Le pacte autobiographique de Philippe Lejeune (1975). El concepto fundamental desarrollado por el teórico es, como lo dice el título de su obra, el pacto:

Es la promesa de decir la verdad sobre sí mismo. […] Uno se compromete a decir la verdad de sí mismo tal como uno mismo la ve. Su verdad. Esto provoca en el lector actitudes de recepción específicas, que yo diría «conectadas», como en la vida cuando alguno nos cuenta su existencia. Uno se pregunta si la persona dice la verdad o no, se equivoca sobre sí mismo, etc. Uno se pregunta si le gusta. Lo compara con su propia vida, etc. (Philippe Lejeune).

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Francis Bacon

 

Destaco que, a partir de esta idea, resulta inconducente preguntarse por la identificación del autor con el narrador. Hay una sola voz y es la del hombre comprometido a narrar su vida de acuerdo con lo que él entiende por verdadero. El lector debe asumir el riesgo de ser inocente. Solo después podría preguntarse por la verdad de la narración, aunque, para ello, deba conocer la biografía del artista, e incluso el proceso de génesis del texto.

Para el teórico francés, esta forma de escribir está cerca de las narraciones históricas. Pero no es Historia, sino Literatura, por los recursos utilizados en su elaboración. Para él, la autobiografía es, pues, una forma de escribir caracterizada por el acuerdo entre el escritor y el lector.

Con el pasar del tiempo, Lejeune fue abiertamente acusado de «ingenuo»; y si él no lo fue, sí lo fue su propuesta de lectura. (¿Cómo distinguir la escritura de tipo autobiográfico de tantas otras en las que se puede utilizar un narrador testigo o protagonista, como en la Novela Histórica?).

Leonor Arfuch acepta el concepto de pacto, pero solo en tanto herramienta discursiva del autor, con la cual este puede jugar con entera libertad. Hay una trama de referencias internas y externas, dice, a la que denomina espacio biográfico. Es un rasgo que comparten las autobiografías, las confesiones, las memorias, los diarios íntimos y las correspondencias. Todas estas maneras de escritura tienen en sí un más allá que las trasciende, al conectar la vivencia individual con la vida en general. Para la investigadora argentina, la autobiografía es un enunciado caracterizado como «esencialmente destinado, marcado por una prefiguración del destinatario ―«tal como me lo imagino»― y, por lo tanto, por una actitud respecto de él, que es, a su vez, una tensión a la respuesta» (Arfuch).

Dicha concepción encuentra su respaldo en la teoría sobre la polifonía de Bajtín. Pero, aquí, la tensión a la respuesta no tiene que ver con una de las características de cualquier enunciado, sino con el elemento pragmático intrínseco de la autobiografía. Asimismo, Arfuch retoma, de la teoría bajtiniana, la noción de valor biográfico, propia de todos los géneros «donde la vida, como cronotopo, tiene importancia» (Arfuch). Esto implica un orden narrativo, que como tal, es una actitud ética. El ordenamiento consta de dos instancias: qué cuento y cómo lo cuento. Las dos están ligadas a la percepción que el escritor tiene de su propia existencia como totalidad, de «lo que era y lo que ha llegado a ser» (Arfuch). Ambos momentos señalan, retóricamente, una interioridad preparada para la aparición pública. Y este carácter del enunciado como destinado, en tensión a la respuesta, lo hace paradójico, porque expresa una individualidad, pero objetivizada:

El proceso es en sí mismo contradictorio: el yo ―la conciencia de sí― que enuncia desde una absoluta particularidad, busca ya, al hacerlo, la réplica y la identificación con los otros, aquellos con quienes comparte un habitus social ―etnia, clan, parentela, nacionalidad― (Arfuch).

El espacio biográfico es, dicho de otra forma, la enunciación de una cara oculta de la vida (el ocultamiento surge en tanto el escritor está inmerso en una sociedad, y por ende, sujeto a la represión propia de cualquier sistema axiológico). Es, también, un «hacer creer» a través de estrategias del discurso tendientes a la verosimilitud (distinto de la veracidad).

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Francis Bacon

Hasta aquí hablé de dos instancias: el qué y el cómo. También podría mencionar una tercera: para qué. Y con ella, la enunciación se vuelve un acto performativo: «…contar la historia de una vida es dar vida a esa historia» (Arfuch). La narración impone una forma a su materia, un pasaje en limpio de lo ya existente, una transformación.

Yendo a la delimitación del espacio biográfico, como coexistencia intertextual de diversos géneros discursivos en torno de posiciones de sujeto autentificadas por una existencia «real», podría afirmarse que, más allá de las diferencias formales, semánticas y de funcionamiento, esos géneros ―que hemos enumerado en una lista siempre provisoria [en la que se incluyen autobiografías, confesiones, memorias, diarios íntimos y correspondencias]― comparten algunos rasgos ―temáticos, compositivos y/o estilísticos, según la clásica distinción de Bajtín― así como ciertas formas de recepción e interpretación en términos de sus respectivos pactos/acuerdos de lectura. El espacio, como configuración mayor que el género, permite entonces una lectura analítica transversal, atenta a las modulaciones de una trama interdiscursiva […] Pero, además, esa visión articuladora hace posible apreciar no solamente la eficacia simbólica de la producción/reproducción de los cánones, sino también sus desvíos e infracciones, la novedad, «lo fuera de género» (Arfuch).

La definición de espacio, como modelo de producción y recepción amplio, responde a una exigencia natural de las autobiografías, producto de la hibridación y de la variabilidad de recursos retóricos que contienen:

[…] las habrá en primera, segunda, tercera persona, elípticas, encubiertas; se las considerará, por un lado, como repetición de un modelo ejemplar, pero sujeto a la trivialidad doméstica, por el otro, como autojustificación, búsqueda trascendente del sentido de la vida, ejercicio de individualidad que crea cada vez su propia forma (Arfuch).

Y me detengo aquí: cada autobiografía representa su modelo, porque da cuenta de la individualidad de un solo sujeto. Esta forma propia, o salida de género, es mayor cuando el enunciado tiene un estilo personal; es decir, un tratamiento privativo de la lengua, que no es otra cosa que cómo el escritor se vuelca en su texto, y le confiere calidad literaria.

La autobiografía, entonces, considerada como obra literaria, no está exenta de la autoficción:

El relato de sí mismo que tiene trampas, juega con las huellas referenciales, difumina los límites ―con la novela, por ejemplo―, […] que puede incluir también el trabajo del análisis, cuya función es, justamente, la de perturbar la identidad, alterar la historia que el sujeto se cuenta a sí mismo y la serena conformidad de ese autorreconocimiento (Arfuch).

Arfuch pregunta: ¿Podríamos, así, pensar las autobiografías como una especie de «palabra dada», pero no ya como garantía de mismidad, sino de cierta permanencia en un trayecto, que estamos invitados a acompañar, de un posible reencuentro con ese yo, después de atravesar la peripecia y el espacio de la temporalidad?

Sí, respondo, podríamos aceptar esa palabra dada como una afirmación del autor, como expresión «propia» del artista, y, al mismo tiempo, como promesa de una relativa permanencia. Es una maniobra del «yo» sobre la realidad, la aseveración de experiencias vividas por un sujeto que intenta articular «momentos» y la «totalidad».

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Francis Bacon

 

Como se habrá podido ver en mayor o menor medida, la autobiografía puede ser definida desde diversos enfoques. Me interesa, particularmente, el que tiende a concebirla como un texto en el cual su autor se desdobla en dos «yoes», uno público y otro privado, en busca de fusionarlos.

Agrego que enunciar la palabra «yo» es un fenómeno psicológico, gramatical y sintáctico complejo. Y resulta aún más complejo cuando se dice «yo» en un texto literario. Así, la autofiguración, llevada a cabo a partir de la escritura, implica ficcionalización. Por tal motivo, se puede hablar de verosimilitud y no de veracidad, como ya he dicho.

Ahora bien, la figura contenida en el relato autobiográfico parece responder a una necesidad de representación de un Yo-«personaje», escindido del Yo que narra en un proceso de objetivación. Ambos «Yoes» estarían marcados por pautas ideológicas saturadas de intencionalidad individual dentro de un gesto de afirmación social ante un campo cultural determinado. Este Yo doble pudo afirmarse de ese modo solo a partir de una condición de posibilidad, centrada en la importancia de su individualidad como patrón de lectura subjetiva y moderna. Las A[utobiografías] serían por ello, en definitiva, el esfuerzo por imponer un Yo, nacido exclusivamente en el espacio de la escritura, haciendo de esa ausencia una presencia (José Amícola).

Esta manera de definir la autobiografía legitima la libertad para jugar consigo mismo que tiene el escritor, y la libertad que tiene el lector para cuestionar la pertinencia y verdad de lo referido.


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