Evidentemente, la desverguenza y la falta de ética que corroe nuestro país pueden adquirir expresiones auténticamente surrealistas cuando la ausencia de una democracia con participación ciudadana permite a los adversarios de ésta, inventar o establecer derechos y no-derechos de los ciudadanos, acomodaticios a su particular ideología e interés. Ahora, a la larga lista de medidas legales tiranizadoras de la vida nacional, se quiere agregar una nueva “guinda de la torta”, cuando ciertos sesudos políticos proponen imponer determinadas condiciones a los chilenos exiliados y residentes en el extranjero para poder ejercer su negado derecho a voto.
Se anuncia que, para poder votar desde el extranjero, sería exigible un determinado período de residencia en el país. La intención aparente sería calibrar el interés de quien reside en el extranjero por su país de origen, y establecer la presencia o ausencia de un vínculo permanente con éste que concedan validez a sus derechos electorales. Consecuentemente, desde la partida, se pretende soslayar la motivación fundamental de la iniciativa, que no es otra, que reconocer y re-establecer el derecho a voto de todos los ciudadanos chilenos sin excepción, tal cual está ya contemplado en la corrupta pero vigente Constitución Política de Pinochet. El re-conocimiento de una normativa constitucional como ésta, no puede estar sometida a condición alguna, pues, la marginación de los residentes en el extranjero de este derecho soberano es –como ya se sabe- anticonstitucional, es arbitraria, es corrupta, es irracional. Y ajena a toda ética. Consecuentemente es inadmisible que los mismos socios del dictador o sus herederos espirituales, quienes fueran los causantes del éxodo nacional, desde su nuevo rol de «legisladores» se dediquen a elucubrar disparatadas martingalas para tergiversar u omitir dicho reconocimiento y para continuar restringiendo y, en suma, negando, un derecho que es legítimo y legal.
En la búsqueda de una artimaña adecuada para frenar una supuestamente peligrosa avalancha de nuevos participantes en el cuadro electoral, el esfuerzo intelectual de los legisladores -y del propio Presidente de la República- ha concluído que sólo pueden ser aceptados como chilenos de pleno derecho, aquellos que puedan probar un vínculo permanente con Chile. Un vínculo que sea expresivo de su interés por el país y de su amor por la patria lejana. Y éste, no puede ser otro que la prueba de un determinado período de residencia en el territorio nacional. Según este brillante pensamiento, dicho interés y amor patrio sólo pueden ser mensurados por actos físicos que implican el desplazamiento geográfico del individuo a su lugar de origen. Consecuentemente, según dicho criterio, sería plenamente posible realizar un catastro de la calidad de sus sentimientos y de sus profundas motivaciones espirituales, por el simple método de verificar cuánto tiempo permanece en uno u otro lugar del planeta. La teoría que se postula es que la condición del alma humana está estrechamente ligada a su voluntad de ubicuidad territorial.
Naturalmente, la irracionalidad y el surrealismo de esta idea permite obviar los deseos e intenciones particulares del individuo en cuestión y no menos, las condiciones de vida, de trabajo y familiares a las que éste pudiera estar atado en el lugar en que reside, por las fuerzas de la circunstancias. Y hace caso omiso de que los vínculos que unen a cualquier persona con su país son eminentemente subjetivos y tienen lugar en su mente y en su corazón, nunca en su bolsillo ni en las circunstancias externas de su existencia.
Aún cuando pudiera creerse que estas son elucubraciones de mentecatos o de adolescentes demasiado astutos, debemos aclarar que no es así, sino corresponden al pensamiento de personas mayores de edad, además con responsabilidad política, lo que puede ser corroborado leyendo la prensa diaria.
Quizás debiéramos recordar que quienes debieron abandonar el país en tiempos de la dictadura, tanto por razones políticas como económicas, no lo hicieron por su gusto y voluntad y en la mayoría abrumadora de los casos han debido afrontar una difîcil vida como ciudadanos de tercera clase, sobre todo en los países desarrollados, independientemente de sus eventuales méritos y capacidades. Consecuentemente, sus condiciones económicas de vida son en la mayoría de los casos precarias. Para una madre con dos hijos, abandonada por su marido, es absolutamente imposible regresar o viajar a Chile, por grandes que fueren sus deseos de hacerlo. Un abuelo de 95 años de edad (caso real), con la plenitud de sus facultades mentales y nostalgia eterna por su país, está absolutamente impedido físicamente de viajar a Chile desde hace 11 años, pero no por eso, ha renunciado a querer viajar allí o a participar en las elecciones de su paîs.
Los chilenos en el exilio nunca han dejado de ser, de pensar, de sentir o de considerarse chilenos. Sus vínculos y nexos con su país son permanentes, activos, actuales y adoptan infinidad de formas y enumerarlas extensamente escaparía al objeto de este artículo. Y también sería largo consignar los hechos que racionalmente hacen imposible identificar los sentimientos de los chilenos por su país, con el número de sus visitas o ausencias de éste. Son dos cuestiones completamente distintas y, por tanto, -repito- no pueden ser identificadas sin caer en flagrante arbitrariedad, aunque así lo quieran los legisladores de derecha.
Por otra parte, la iniciativa que se anuncia hace caso omiso de la condición de nacionales de los chilenos que viven en el extranjero y pretende desconocer la validez de dos documentos oficiales de la República que lo prueban : el pasaporte y la cédula de identidad. Todavía más, junto con desconocer la existencia de estos documentos, apunta a establecer otra discriminación absolutamente arbitraria e injusta: la de quienes han viajado a Chile “lo suficiente” -según el arbitrio parlamentario- y los que no. O sea, aspira a crear dentro de una discriminación que existe desde hace más de tres décadas, una nueva. Se ha dado por entendido que la iniciativa sobre el voto de los chilenos en el extranjero es, nada más y nada menos, que el reconocimiento de un derecho de plena ley, sin embargo, nuestros polîticos parecen adolecer de reticencias éticas en esta materia y procuran transformar tal derecho, en un regalo, en un premio que sólo algunos podrían ganar. Los otros, los que no puedan demostrar a través de un cierto número de tickets de vuelo, que aman a Chile lo suficiente, serán castigados manteniéndolos al margen de todo derecho a voto. Por tanto, tendríamos una nueva categoría de chilenos en el extranjero: los premiados y los nuevamente castigados.
Es decir, para nuestros ilustres parlamentarios -y para el propio Presidente de la República- la nacionalidad ha dejado de ser una categoría constitucional válida para el reconocimiento del derecho a voto de los ciudadanos, lo que el resto del mundo -y la más mínima capacidad de entendimiento- considera inherente a ella. El proyecto así anunciado se orienta a coronar, legalizar, perfeccionar y perpetuar la discriminación creada por la anterior dictadura y sostenida todo el tiempo por toda la derecha nacional, preferentemente. Conviene recordar aquí que los políticos, torturadores y asesinos al servicio de Pinochet jamás se vieron privados de sus derechos como ciudadanos, pero sí lo siguen siendo sus víctimas. Aún después de 37 años.
El derecho a voto de los residentes en el extranjero debe ser reconocido y puesto en práctica sin condición ninguna. Por ello, es no sólo increíble sino completamente inaceptable que ciertos connotados representantes de la agonizada Concertación siquiera admitan -sin la más mínima consecuencia ética- la posibilidad de una negociación con la derecha en esta materia. No estamos ante el caso de discutir un impuesto, un aumento salarial o la construcción de un puente, sino de reconocer o negar, basados en principios de soberanía y legalidad, la existencia de un derecho genérico. Y los principios no se negocian. Se reconocen o no, pero no se negocian.
Por Elías Vera Alvarez