La veinteañera que pidió que la mataran… y la mataron

La joven vivía en Holanda y llevaba años pidiendo a las autoridades que le aplicaran la eutanasia. Lo logró. Murió por inyección letal. Una depresión crónica, resultado de los abusos sexuales que padeció entre los 5 años y la adolescencia, la llevó a la fatal decisión.


Autor: Patricio Araya

Hoy termina mi vida. Voy a morir. A decir verdad, siento que llevara 15 años muriendo, pero no moría. Mi cuerpo ha ido dejando de ser cuerpo al ritmo que iba avanzando la depresión. Maltratada, la piel se ha ido desprendiendo de los huesos por falta de alimento. Poseída por horrores que no querían abandonarme, la mente se ha ido descomponiendo en recuerdos que no me han permitido asimilar el presente…

He dormido y he despertado en más ocasiones de las que me hubiese gustado, en todas ellas sin ganas de que amaneciera otro día. He saltado a un vacío que nunca se acababa.

La desesperanza de mi situación sólo me ha hecho sufrir a mí y a los que se han visto obligados a cuidarme. Confío en que ha sido así. Pues así, de hecho, lo puedo leer en el informe médico que justifica que mi existencia vaya a llegar a su fin en este día no identificado de 2015. Lo ha redactado algún funcionario de la Sanidad pública holandesa a partir de los diagnósticos vertidos por todos los médicos que me han tratado en los últimos tres lustros. Algunos hoy se encuentran aquí conmigo, en esta habitación. Podría ser la de mi casa o la de algún hospital, aunque eso importa poco porque ya no distingo una de otra. Entre ambos lugares he pasado la mayor parte de los últimos años, postrada en la cama y dependiendo de los demás para sobrevivir.

Me llamo Femke. Aún no he cumplido los 30, ni los cumpliré ya. Me encuentro bajo los efectos de estrés postraumático permanente y sufro anorexia nerviosa refractaria. Todos los médicos que firman el documento oficial de mi defunción anticipada opinan que no hay esperanza alguna para mí.

Ésta es mi pesadilla resumida en unas pocas páginas que arranca hace 15 años, justo después de que abusaran de mí sexualmente. No encuentro en el informe ninguna nota que haga referencia a mi existencia antes de los abusos. Si fui feliz alguna vez, no consta. Parece como si mi vida se redujera a mi camino hacia la muerte.

Y es, de hecho, este camino lo que quedará de mí cuando me haya ido y lasComisiones Regionales de Evaluación de la Eutanasia decidan publicar este historial clínico. Lo harán de manera totalmente anónima. En él no aparecerán ni mi nombre, ni mi edad exacta, ni la ciudad donde nací; ni tan siquiera el lugar donde me dispongo a morir; no habrá rastro alguno de mi identidad. Algunos de los doctores que intervienen en la enumeración de los hechos me recordarán como esa pequeña niña que comenzó a visitarles recién entrada en la adolescencia, antes quizás, aterrada por las vejaciones que la habían condenado a este final. Los que se limiten a leer el informe, que más que de mi vida lo es de mi muerte, me recordarán sólo como Femke. No es mi nombre real, pero en mi lengua significa también niña pequeña.

Sufro depresión crónica desde que fui víctima de abusos sexuales. Dicen los psiquiatras que tengo tendencia al suicidio. Me he autolesionado en numerosas ocasiones porque la infinidad de tratamientos intensivos a los que me he sometido no han surtido en mí ningún efecto, sino todo lo contrario: el dolor físico ha ido en aumento…

He llegado a verme tendida en la cama de algún ambulatorio, entubada, siendo alimentada a través de una sonda. Un catéter suprapúbico ha servido para paliar las retenciones urinarias que he sufrido y otro colónico ha hecho lo propio con el estreñimiento. Mi cuerpo se ha ido debilitando al tiempo que los continuos flashbacks a esos momentos de horror de mi niñez tardía (o de mi adolescencia temprana) se apoderaban de mis pensamientos. La anorexia nerviosa ha desembocado también en anemia crónica -leo-, trastornos electrolíticos ydisfunción renal.

Me he hallado al borde de la inanición, han dicho los expertos. Y, a pesar de ello, mi trastorno de estrés postraumático ha resistido a todas las terapias que han probado sobre mi cuerpo. Ninguna ha conseguido acabar con las alucinaciones, lascompulsiones y las obsesiones que me atormentan desde que abusaron de mí. Como si nada pudiera rescatarme de un infierno al que yo no decidí viajar.

He luchado durante años. He luchado para salir de él, de veras. Lo he hecho hasta que los médicos han coincidido en que curarme ya no es posible. He pasado las últimas primaveras sin poder moverme prácticamente de la cama en la que me hallo postrada. El sufrimiento ha sido insoportable

Insoportable. Pero mi médico de cabecera no lo admitió hasta hace algo más de dos años. Entonces confirmó que los tratamientos que se me podían dar eran, por naturaleza, paliativos. Ninguno iba a mejorar mi calidad de vida. Cuando lo hizo, comencé a hablar de la eutanasia con él. Quería conocer cómo era el proceso y le hacía preguntas. ¿Cómo sería morir? Fuera como fuese, era la única opción.Mejoraría mi calidad de vida simplemente poniéndole fin.

Así lo confirmó el psiquiatra tras someterme por última vez a un tratamiento intensivo antitraumático, que también fracasó. Su opinión fue definitiva. «No había ninguna esperanza para ella», escribe en este informe. Les pedí que me mataran y aceptaron. Quisiera poder afirmar que me retuerzo de dolor al recordarlo, pero lo cierto es que escuchar sus palabras fue un alivio.

Hace 19 días recibí la visita de un segundo experto, cuya opinión favorable era necesaria para que yo esté hoy aquí, preparada para morir. Como hicieron otros antes, este consultor estimó que estaba en pleno uso de mis facultades mentales. Desde el punto de vista clínico, la depresión crónica y las constantes réplicas del horror parecieron no afectar a la fiabilidad de mi decisión.

En la conversación que mantuvimos le dejé claro que era mi voluntad someterme a la eutanasia para poner fin a este sufrimiento. El médico había sido capaz de llegar a la conclusión de que no cabía otra solución razonable, y así lo confirmó también este último. «El deseo de la paciente fue morir», escribió ya en pasado en mi historial, que será lo último que lea antes de despedirme.

En efecto, mi deseo fue morir y las autoridades sanitarias me lo concedieron. Y por fin voy a hacerlo. Cierro los ojos. A pesar de que los tubos, las agujas y las pastillas han pasado a formar parte de mí, como si de otros miembros más de mi cuerpo se tratase, no quiero ser testigo de cómo el doctor me despierta de mi pesadilla. Sé que haciendo lo que tenga que hacer me liberará de ella, e igual que a mí a todas las personas que se arremolinan en torno a mi lecho, muy quietas.

«El médico llevó a cabo la eutanasia haciendo uso de la cantidad de fondos recomendada y en la manera indicada por la Real Asociación Médica Holandesa«. Ésa es toda la información que recogerá el documento acerca de los últimos instantes de mi existencia. No atisbará lágrimas, gemidos de dolor, convulsiones o gritos.

Y es que hoy no sufro. Otros me han matado durante 15 años, pero hoy muero yo, Femke. Muero como antes lo han hecho miles de personas más, asistidas por el sistema de salud público de nuestro país y amparadas por su legislación. Sus nombres, como el mío, sólo quedan atrapados en la memoria de quienes nos han querido, mientras que en el registro público pasan a figurar como meros «casos». «El caso de esa veinteañera víctima de abusos sexuales que no pudo superarlos y vio en la eutanasia el único fin», dirán algunos de mí. La historia de mi vida quedará eclipsada por la historia de mi muerte. Pero eso significará que yo ya descanso.


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