Brasil ha conocido últimamente dos rupturas de magnitud histórica: eligió presidente a un obrero e, inmediatamente después, a una mujer, hija de inmigrantes búlgaros, resistente a la dictadura militar y probada en la tortura. Esto no deja de tener significado. Después de 503 años sin alternancia en el poder, tiempo en que las élites dominaron en este país, se crearon las condiciones concretas políticas y sociales para romper esta continuidad. Un hijo de la pobreza, Lula, irrumpió con un carisma avasallador que modificó el escenario político brasilero.
Ahora lo sucede una mujer, Dilma Vana Rousseff. En primer lugar es una mujer. Para quienes vienen de la cultura patriarcal y androcéntrica todavía dominante en la sociedad, y que no se han dado cuenta de la revolución cultural traída por las mujeres hace más de un siglo, el hecho de ser mujer no significa nada. En la cabeza de muchos de ellos funciona lo que enseñaba Aristóteles, repetía Tomás de Aquino y todavía se guarda en el Código de Derecho Canónico y en la psicología de Freud: la mujer es un hombre que se quedó a medio camino y no llegó todavía a su plenitud. Por eso, el lugar que le cabe es solamente de coadyuvante. Y he aquí que surge una mujer que rompe con este prejuicio y se muestra como presidenta que asume conscientemente su función. Además es una mujer que demostró ser valiente al oponerse a la truculencia de los que secuestraban, torturaban y mataban en nombre del Estado de Seguridad Nacional (entiéndase Seguridad del Capital). Una mujer que ayudó a construir una democracia abierta, sin rencor y sin odios, como se vio en la campaña presidencial, de bajísima intensidad ética, y que se calificó brillantemente como administradora en varias funciones públicas.
Ella no tiene el tipo de carisma de Lula, que es el carisma de la cabeza, que más que palabras habla cosas, que dice la verdad directa y pronuncia discursos convincentes. Ella tiene el carisma de las manos, del hacer: correcto, bien planeado y rigurosamente realizado. Sin perder su ternura de mujer, se muestra exigente, como debe ser.
Hay carismas y carismas. La categoría carisma no puede ser monopolizada por un tipo de carisma, el de la palabra creativa y la fascinación que suscita. Hay otros tipos de carisma que no necesariamente pasan por la palabra hablada. Si así fuera, Chico Buarque de Holanda no sería innegablemente el carismático que es, pues su carisma no se realiza por la palabra hablada, sino en la novela, en la poesía y genialmente en la música.
Expliquemos mejor este concepto de carisma que va más allá del sentido dado por Max Weber. Raro en la literatura griega y veterotestamentaria, fue introducido por san Pablo que lo usó decenas de veces en sus epístolas. El carisma está ligado a otras dos realidades: el Espíritu y la comunidad. El Espíritu es entendido como la fantasía de Dios, el principio divino de toda creatividad e invención. Ese Espíritu suscita todo tipo de carismas como el de la inteligencia, el consejo, la consolación de los enfermos, la enseñanza, la palabra fácil, la dirección de una comunidad. El carisma no pertenece al reino de lo extraordinario, sino al de lo ordinario de la vida, como el de cantar, hacer música y entretener a la comunidad. No existe ningún miembro ocioso: «Cada cual tiene su propio carisma, uno de un modo, otro de otro»(1Cor 7,7).
Los carismas vienen del Espíritu pero se destinan a la construcción y a la animación de la comunidad. No son para la autopromoción sino para el servicio a los demás. Definiendo: carisma es la función concreta que cada cual desempeña dentro de la comunidad para el bien de todos (1 Cor 12,7; Ef 4,7), función entendida en la fe como actuación del Espíritu Creador presente en la comunidad.
Apliquemos esto al caso Dilma. Su carisma, según se entiende más arriba, es el de la operatividad de la administración, el del gobierno, la planificación de un proyecto de Brasil y la diligencia para que sea realizado con sentido de la justicia social y ecológica, de la inclusión de los destituidos, con ética pública, transparencia en las decisiones y control de los procedimientos. Tal vez conviene que el carisma de la cabeza sea completado después con el de las manos trabajadoras.
Para que este carisma se realice no basta la voluntad de Dilma. Se necesita el apoyo de la sociedad, la buena-voluntad general y de todos los que trabajan por el bien del pueblo, comenzando por los últimos.
Por Leonardo Boff
2010-11-19