Avaricia, celos, maldad, enfado, el continuo <<critiquizar>> a nuestro prójimo, todo esto, según sea su intensidad y cuan a menudo se piense, tiene un efecto agotador y debilitador, es más, incluso perturbador sobre nuestro organismo.
Estas desarmonías repercuten también en nuestro aspecto externo. Tal como está constituida la persona en su interior, así es su aspecto externo. Nubes oscuras envuelven al hombre atormentado por la avaricia y los celos, que proyecta su maldad y su enfado hacia el mundo.
Tal como piensa, así vive, y del mismo modo está constituido también su aspecto externo: su piel, sus rasgos faciales y su ropa. A menudo, ya en la edad mediana se desploma y es una persona envejecida. Por el contrario, una persona espiritual es elástica, su actitud corporal es erguida y su modo de caminar manifiesta una frescura juvenil. De ello puede concluirse que esta alma está en el proceso de su desarrollo espiritual y en el desenvolvimiento de su propio ser, y se eleva hacia la eterna juventud del Espíritu. Aunque la piel y todo el cuerpo se marchiten, el rostro está dibujado con los finos rasgos de un alma despierta a la espiritualidad.
La ropa de una persona orientada espiritualmente es limpia, armoniosa, y equilibrada en colores y formas; ésta subraya el ser interno, pues el aspecto externo le impone su sello a lo interno y lo interno a lo externo.
Si queremos alcanzar la eterna juventud del alma y verdadera espiritualidad, tenemos que prestar atención a nuestro mundo de pensamientos. La manera como conformamos nuestra vida depende de nuestras sensaciones y pensamientos. Correspondientemente a nuestra manera de pensar y actuar, hacemos de nuestro cuerpo conscientemente un templo del Espíritu Santo o, por el contrario, un basurero en el que amontona la inmundicia del yo humano, y que no nos deja ver más la luz, la paz, la armonía y el amor.
Del libro Con Dios es más fácil vivir
Por Juan Lama Ortega