Es imprescindible reconocer que la cuestión indígena ha sido frecuentemente instrumentalizada con fines políticos (sin distinción de partido). Cada caso ha servido para orientar el discurso popular o la propaganda electoral de turno, siendo por lo general, objeto de reapropiación y control mediático. Por ello no me sorprenden las declaraciones del diputado UDI, Enrique Estay, quien en el epílogo de las negociaciones entre el Gobierno y los comuneros mapuches, sostuviera:
«Nos encontramos frente a una compleja maniobra comunicacional, respaldada por organizaciones autodenominadas defensoras de los Derechos Humanos e incluso por parlamentarios opositores, que fomentan una imagen ante la opinión pública, cuando probablemente saben que en muchos casos la huelga de hambre de los comuneros es parcial».
«No creo que ninguno de los comuneros en huelga esté dispuesto a inmolarse; tengo la impresión de que ellos también están siendo objeto de una enorme presión por mantener en el tiempo esta protesta, impulsados por personas y organizaciones que, incluso a riesgo de su integridad física, desean causar el mayor daño nacional e internacional a la imagen del Gobierno del Presidente Piñera«.
Al respecto, sobran argumentos históricos para afirmar que estas declaraciones carecen de sustento. En primer lugar, debido a que no es posible identificar de forma unívoca al pueblo mapuche con algún pacto político, basta recordar que durante el gobierno del presidente Salvador Allende la demanda central del movimiento indígena fue la recuperación territorial llevada a cabo a través de una política de usurpación de las reservas comunitarias (reservas legalmente constituidas por medio de los denominados “títulos de merced”), y que fue justamente en este periodo, donde se incrementó el número de protestas. Por lo demás, la cuestión indígena no sufrió cambios decisivos, luego del aparente retorno a la democracia y los gobiernos de la Concertación. Al margen de esto, muchas veces las demandas indígenas se fusionan y otras se confunden con el discurso de la nueva izquierda radical.
Del mismo modo, la negación dialéctica a la situación vivida por los comuneros mapuches constituye un atropello a su dignidad humana. Expresiones que resaltan la fragilidad y vacilación del movimiento (con objeto de fragmentarlo), simplemente polarizan el asunto y lo conducen a un plano desde el que no es posible impulsar ningún tipo de acuerdo.
Por cierto, no es mi intensión caricaturizar la emblemática resistencia de los huelguistas con analogías y eufemismos que no van al caso, pues resulta evidente que la condición actual de los comuneros no puede compararse con la figura ancestral de guerrero indómito que ronda, hasta nuestros días, el imaginario colectivo nacional (esto sin desmedro de que esta figura prevalezca en el corazón y memoria del pueblo mapuche). Un símbolo que identifica el presente del comunero y que marca una nueva etapa en la relación estado-chileno/pueblo-mapuche, es el destino trágico que une a muchas de las víctimas del terrorismo político y que acabó con la vida de jóvenes como Alex Lemún, Juan Collihuin, Matías Catrileo, Jhonny Cariqueo y Jaime Mendoza Collio. Hoy, la oposición milenaria se ejerce desde una nueva trinchera. Al frente, el rostro mancebo del combatiente y la mirada vetusta del sabio, elementos que configuran el aspecto lozano del comunero actual para quien su lucha va de lo territorial a lo patrimonial.
Ello explica el surgimiento de iniciativas comunitarias de recuperación, conservación y defensa del patrimonio cultural de los pueblos originarios. Como ocurre, por ejemplo, en el caso de la Aldea Intercultural-Museo Centro Cultural- Trawupeyüm, perteneciente a la comunidad mapuche Curarrehue, en la IX Región. Asimismo encontramos el caso de los museos de Sitio Aldea de Tulor y Pukará de Quitor, de la II Región de Antofagasta, ambos, auto-gestionados por grupos étnicos atacameños. En todas estas iniciativas, la experiencia comunitaria constituye un instrumento de inclusión social y quiebre hegemónico.
A pesar de que esta clase de defensa patrimonial se repite en otros ámbitos de la sociedad. El modelo neoliberal ha logrado instalar una lógica de supresión, basada en aquello que el profesor José Miguel Vera Lara ha denominado una pragmática letal. Así, por ejemplo, la creciente persecución a dirigentes vecinales que con mucho esfuerzo han logrado implementar radios comunitarias en distintas poblaciones de nuestra capital (y que carabineros terminó por desmantelar, vulnerando cualquier derecho a libre expresión), es una muestra de cómo la difusión cultural en nuestro país se castiga con clandestinidad y represión.
De cualquier modo es difícil concertar, por un lado, una visión nostálgica del patrimonio cultural, como la que envuelve a comunidades rurales que preservan inmutables algunas de sus tradiciones locales, o comunidades indígenas que detentan una estructura de pensamiento atávica; y por otra parte, polos de desarrollo urbano que suelen modificar su sistema de creencias frecuentemente, gracias a la producción de subjetividades desarraigadas que facilitan la adopción e intercambio de costumbres o bienes culturales. Es por todo lo dicho que las propuestas de recuperación de lo propio en estas latitudes, tal como señala el filósofo, amigo y maestro Ricardo Salas Astraín, responden al reconocimiento de amplios sectores de población americana que han sido negadas de dicha historia de cambios; no es solo el indígena y el africano, sino es el pobre, el campesino, el emigrante y todos los sectores subordinados por una lógica de exclusión.
Por Cristhián G. Palma Bobadilla
Aportando a la Reconstrucción y Autonomía Mapuche
(Texto completo en ecoportal.net/ revista electrónica Ambiente y Sociedad)