Redondeado por el sopor de la tarde, el mito burlón de Don Francisco recrea el lánguido fin de semana, el opaco fin de semana poblacional que por años solamente tuvo el escape cultural de Sábados Gigantes, el día chillón del verano haragán, el polvo seco de la calle sin pavimentar y la tele prendida, donde el gordo meneaba la colita al ritmo de la pirula.
Desde los sesenta, el joven y espigado Mario, vislumbró el éxito en el tanto por cuanto de su negocio de patronato. Desde ese manoseo monetario del ahorro y la inversión, hizo pasar a todo un país por la treta parlanchina de su optimismo mercante. Es decir, reemplazó el mesón de la negocia por el tráfico de la entretención televisiva, la hipnosis de la familia chilena, que cada sábado, a la hora de onces, espera al gordo para reír sin ganas con su gruesa comicidad. Así Don Pancho, supo hacer el mejor negocio de su vida al ocupar la naciente televisión como tarima de su teatralidad corporal y fiestera. Con mucha habilidad, impuso su figura regordeta. Anti televisiva, en un medio visual que privilegia el cuerpo diet. Contrabandeando payasadas y traiciones del humor ladino, nos acostumbró a relacionar la tarde ociosa del sábado con su timbre de tony, con su cara enorme y su carcajada fome, que sin embargo hizo reír a varias generaciones en los peores momentos.
Quizás su talento, como estrella de la animación, se debe a que supo entretener con el mismo cantito apolítico todas las épocas, Y por más de veinte años, vimos brillar la sopaipilla burlesca de su bufonada, y Chile se vio representado en el San Francisco de la pantalla, la mano milagrosa que regalaba autos y televisores como si les tirara migas a las palomas. Manejando la felicidad consumista del pueblo, el santo de la tele hacía mofa de la audiencia pobladora ansiosa por agarrar una juguera-radio-encendedora-estufa, a costa de parar las patas, mover el queque, o aguantar las bromas picantes con que el gordo entretenía al país.
Tal vez, la permanencia de este clown del humor fácil en la pantalla, se debió a que fue cuidadoso en sus opiniones políticas, y supo atrincherarse en el canal católico, donde su programa siempre tuvo el apoyo de la derecha empresarial. Aun así, aunque Don Francisco nunca dijo nada sobre la violación de derechos humanos y se hizo el loco cuando el hijo de Contreras declaró que su papá almorzaba con él… Aun así, aunque le hacía una venia a los sables, hay gestos suyos que pocos conocen y que harían más soportable su terapia populista. Se sabe que en los primeros días después del golpe, le compró un sanguche a un periodista que entonces era perseguido por los militares. Tal vez esto, haga más digerible su insoportable cháchara, pero no basta para el Vía Crucis de la Teletón. Esa odiosa teleserie de minusválidos gateando para que la Coca Cola les tire unas sillas de ruedas. No basta la emoción colectiva, ni la honestidad de las cristianas intenciones, ni el sentimentalismo piadoso para justificar la humillación disfrazada de colecta solidaria. No basta la imagen del animador como virgen obesa con la guagua parapléjica en los brazos, haciéndole propaganda a la empresa privada con un problema de salud y rehabilitación que le pertenece al estado. Con este gran gesto teletónico, el país se conmueve, se abuena, se aguachan sus demandas rabiosas. Y el “Todos juntos”, funciona como el show reconciliador donde las ideologías políticas blanquean sus diferencias bailando cumbia y pasándose la mano por el lomo con la hipocresía de la compasión. Porque más allá de los hospitales que se construyen con el escudo de la niñez inválida, quien más gana en popularidad es el patrono del evento. El sagrado Don Francisco, el hombre puro sentimiento, puro chicharrón de corazón, el apóstol televisivo cuya única ideología es la chilenidad y su norte la picardía cruel y la risotada criolla que patentó como humor nacional.
A lo mejor, en estos años de desengaño democrático, si había que exportar un producto típico chileno, que no fuera Condorito, pasado de moda por roto y resentido, ahí estaba Don Francis: sentimental, triunfador y chacotero. Si había que instalarlo en algún escenario, no cabía duda que el mejor era Miami y su audiencia sudaca. Al resto del show, sumarle el gusaneo cubano y su híbrides de hamburguesa gringa y salsón trasplantado, allegado, paracaidistas de visita siempre, pero que se creen yanquis con sus pelos teñidos, sus grasas monumentales y su vida fofa del carro al mall, del mall al surfing, y del Beach al living room, con bolsas de papas fritas, pop corn, pollo Chicken y litros de Coca Cola, para ver al chileno gracioso, que cada tarde de sábado reparte carnaval a la tele audiencia latina. En fin, dígase lo que se diga Don Francisco equivale a la cordillera para los millones de telespectadores del continente que lo siguen, lo aman, le creen como a la virgen, y ven en la boca chistosa del gordo una propaganda optimista de país. Más bien, una larga carcajada neoliberal que limita en una mueca triste llamada Chile.
Por Pedro Lemebel