Me has visto cientos de veces: de fondo en plena cumbre económica entre sombríos ministros europeos o abriendo la puerta del coche al futbolista de turno que intenta escabullirse de una nube de fotógrafos para ver quién es la querida del mes. O pasando desapercibido en cualquier película romanticona de los noventa en la que ayudo al protagonista a colarse en la planta VIP sin ser visto. Ese soy yo: el botones del hotel. Lo vemos todo y lo oímos todo. Recorremos incansables las plantas de nuestros hoteles entrando y saliendo de todas las habitaciones y suites, revisamos que todo esté a gusto del cliente y estudiamos sus perfiles para anticiparnos a algunos de sus deseos.
No te voy a engañar, no deja de ser un trabajo como otro cualquiera. Siempre llego media hora antes de mi entrada a mi turno el turno de noche, el más flojo de todos. Busco mi uniforme en lavandería, que debería estar listo desde la tarde y que dependiendo de si es verano o invierno llevo más o menos botones encima… Clientes que entran y salen, la mayoría anónimos, con sus familias, sus mujeres y sus niños que vienen a la ciudad a disfrutar de la cultura, la gastronomía y para comprobar si todo aquello que dicen de nosotros es verdad. Hasta ahí todo previsible, correcto y clásico. Aburrido, me permitiría decir. Pero como bien se dice…de noche todos los gatos son pardos y los míos viven a todo trapo.
Mi primera noche como botones fue absolutamente caótica: teníamos un grupo de saudíes, empresarios y nuevos ricos, que habían reservado media planta para ellos y media planta para sus esposas, concubinas y niños cuyo toque de queda había empezado justo antes de entrar yo en turno. No es la primera vez que el hotel recibía a clientes así, pero para mi sí que lo era. Mi jefe me había dado instrucciones de que me quedase en el hall de su piso a esperar cualquier petición desde recepción, porque las habría y muchas. Morenas y rubias, sobre todo blancas pero no del este, las tienen muy vistas. Nosotros tenemos prohibido llamar, pero hoy en día bastan un par de llamadas para que nadie duerma solo. Mi compañero del Room Service se pasó el Corán por el ‘arco del triunfo’ y sirvió más de cincuenta botellas de champagne entre media docena de habitaciones en apenas un par de horas. Por supuesto todo ocurría en la más absoluta discreción, sin posibilidad de ser vistos u oídos por nadie que no fuésemos nosotros. Esa noche me di cuenta de que había encontrado mi profesión perfecta.
Dependiendo de la época del año te topas con más o menos personajes de la vida pública. Recuerdo, con cierta ternura incluso, a un conocido empresario español de la noche, casado desde hacía poco con una guapísima actriz embarazada de su primera criatura, y contemplar ante mis ojos todo un «cariño, voy a fumarme un cigarro a la terraza y vuelvo» que derivó en alquilar una habitación a un precio prohibitivo para estar apenas cuatro horas de copas con los amigotes. Al dealer creo que también lo invitaron a unas cuantas copas, porque normalmente no se quedan tanto. Obviamente y por si lo dudas, tenemos registro de cualquier movimiento que se produzca fuera de las habitaciones. Como siempre se dice, «es por vuestra seguridad».
Les podría contar que he visto desfilar ante mí a reyes y reinas, primeros ministros que coleccionan zapatos de mujer (o tienen mujeres invisibles escondidas tras las cortinas) y expresidentes del gobierno que duermen sobre los cobertores de la cama para no tocar ni un centímetro de piel a sus ex-primeras damas…Tuve el placer de conocer, de una forma u otra, a cantantes que se resisten a admitir su homosexualidad -como si nadie lo supiese- que siguen dedicando sus temas a novias inexistentes y alguna que otra socialite que van de auténticas divas pero tienen que tirar de contactos para pagar porque la VISA casualmente ese día no tiraba. Lo que hace la fama.
Pero a mí lo que me gusta son los clientes anónimos, los que de verdad son libres para dar rienda suelta a sus pasiones y fantasías, los que no tienen miedo de expresarse con libertad porque realmente lo son y son exactamente lo que dice su AMEX Centurion, que es lo que nos importa a nosotros.
…Y es que como les contaba, adoro a estos clientes tan mundanos, tan normales y corrientes, tan parecidos a cualquiera de nosotros aunque sus carteras sobresalgan de sus pantalones como si de una erección económica se tratase. Hablando de anónimos, hace tan solo unos días un trío de clientes me sorprendió. Literalmente: me sorprendió. A la cabeza el cliente más mayor, de unos cincuenta años, serio, atractivo y bien plantado. A su lado lo que yo pensé que eran sus hijos: una guapísima morena de metro setenta y cinco, curvas cerradas, ojos azules y rasgos dulces, junto con su hermano, igual de atractivo que su padre pero mucho más simpático durante la llegada. Nunca se fien de las apariencias, amigos míos.
Yo subí primero con las maletas, los acomodo y me piden que ponga algo de música en la televisión, algo animado, un poquito de esa emisora de house que emite desde algún after patrio. En la mesa tienen tres copas y una botella de vino cortesía de la dirección, pero sus camas, una doble y una individual, me dicen que tan familia no serán a no ser que sean mormones. Tras pedirme que desbloqueara las ventanas -que como saben, suelen estar cerradas de una forma u otra- y cerrar la puerta tras de mí, comenzó la fiesta. Les prometo que ni siquiera tardé cinco minutos en volver a subir con las llaves cuando ella ya estaba correteando con una camisa y unas bragas por el dormitorio, su «hermano» no tenía pantalones y el más maduro de todos aún conservaba la compostura. ¿Recuerdan a mi compañero de Room Service, el de los saudíes? Para cuando él subió unos quince minutos después de abrir las ventanas ya solo había toallas por todas partes, los grifos de la bañera abiertos y la mesa de la suite llena de tarjetas de crédito. Desde el fondo del pasillo podían oírse tranquilamente los gemidos acompasados de la tan cariñosa «familia».
La noche avanza y los huéspedes van cayendo rendidos, las llamadas a recepción empiezan a escasear y la paz reina a ambos lados de los largos pasillos de mármol. Esa calma durará poco pues en breve comenzarán a despertar los más madrugadores, casi siempre los excursionistas que no quieren perderse ni un solo rincón de ésta ciudad y de otras tantas cercanas pero hasta entonces es esa calma, que solo existe durante un breve espacio de tiempo, la que me dice que mi trabajo sigue estando bien hecho.
Poco a poco se incorporan mis compañeros del turno de mañana. El hotel se despereza, suenan las cucharillas de café al otro lado de recepción y pasos acelerados para rematar todo lo que no hubo tiempo de hacer durante la noche. Llega la hora de mi relevo, hora de volver a casa. Una noche más, una noche menos, qué más da: mañana habrá más y siempre mejor. Adoro mi trabajo.
Este es el relato en primera persona, del botones de un hotel de lujo, quien a través de una columna especial dedicada a las distintas experiencias laborales de la revista VICE ha relatado lo que vive en el día a día. Nosotros desde El Ciudadano, hemos considerado que esta historia merece ser contada y la hemos adaptado.