Quizá nos dan hoy vergüenza nuestras prisiones. El siglo XIX se sentía orgulloso de las fortalezas que construía en los límites y a veces en el corazón de las ciudades. Le encantaba esta nueva benignidad que reemplazaba los patíbulos. Se maravillaba de no castigar a los cuerpos y de saber corregir en adelante las almas. Aquellos muros, aquellos cerrojos, aquellas celdas figuraban una verdadera empresa de ortopedia social.
Con estas palabras intenta sintetizar Michel Foucault el decurso de los métodos de control y sus diferentes “estrategias” que desde le Edad media y hasta nuestros días han sido utilizados para moldear al individuo anti-social. Claro, ya no se tortura con caballos tirando hasta desmembrar las extremidades de un cuerpo manchado insalvablemente por el pecado, (condena del joven Damiens en el París de 1752, relatada al comienzo del Cap. I de Vigilar y castigar) o al menos, de hacerse no se llevaría a cabo en medio de la plaza pública. El objetivo ahora es castigar “el alma”, la psiquis, aquella inefable pero existente parte interior que nos lleva a transgredir los límites de la paz social y usurpar la libertad que el pueblo tiene de vivir en tranquilidad. Los barrotes son eso. Son privación que deviene en reencuentro consigo mismo; los legisladores desde siglos quieren hacernos creer que el criminal, una vez encerrado, se dará cuenta de lo desadaptado y mal agradecido que fue al desafiar las normas de un sistema que le otorga todo lo necesario para vivir a quien se porta adecuadamente.
«A los que roban se los encarcela; a los que violan se los encarcela; a los que matan, también». Foucault nos insiste en lo irracional de esta práctica, o mejor dicho, nos previene de la aparente racionalidad jurídica que parece justificar cada encierro y cada condena. La pregunta que el autor francés se hace « ¿De dónde viene esta extraña práctica y el curioso proyecto de encerrar para corregir, que traen consigo los Códigos penales de la época moderna? parece responderla sin mucha complejidad: se trataría de una tecnología nueva basada en «el desarrollo, del siglo XVI al XIX, de un verdadero conjunto de procedimientos para dividir en zonas, controlar, medir, encauzar a los individuos y hacerlos a la vez dóciles y útiles».
Si se criminaliza a una parte del pueblo, inmediatamente se separa, se contrapone a aquel segmento “inocente” de la sociedad (no criminalizada) en su relación concreta de clase con la otra mitad. Lo común entre una y otra se desvanece y sólo aparecen distancias y diferencias entre el trabajador “honesto y subyugado” y el “flaite lanza” que le gusta la plata fácil. Por eso, si todos los días a las nueve en punto me convencen de lo peligrosa que es mi población, es muy probable que no hable con mis vecinos y no sepa siquiera el nombre de quien ronca a cinco pasos. Menos probable será mantener una discusión o algún tipo de organización dentro de mi barrio. En ese caso, la doble llave también se le pone a las necesarias (pero tan molestosas) “redes sociales”. Por eso, si el refrán político-militar nos dice “divide y vencerás” parece que hoy debiese decir “criminaliza y dividirás”, pues mientras más temor y desconfianza se inserte en la sociedad sobre un grupo que es parte de ella misma, más avalados estarán las prácticas represivas en contra de sus miembros. El criminalizar al pueblo pobre es una acción ideológica con sustento político pero con fines y resonancias económicas. Criminalizar es todo lo contrario a empoderar. Criminalizar es necesario, empoderar a los actores sociales, una tragedia.
Lo bueno y lo malo, lo criminal y lo legal, lo enfermo y lo saludable son conceptos que están cargados de y por circunstancias históricas. Son conceptos tan complejos que de hacer el viaje genealógico al fondo de ellos nos encontraríamos, la mayor parte de las veces, con que ya no responden a su noción originaria. El concepto no es inocente parece decirnos Michel Foucault.
Si el concepto es la convergencia entre la unidad y la multiplicidad, debe estar en él también, incluida la diferencia. Cuando el concepto pasa a manos de los poderosos, cuando acontece desde ellos y le dan por tanto su contenido, aquella diferencia se utiliza con sedimentación y en post del sometimiento. No se trata de la postura filosófico-antropológica de la “otredad” y el necesario reconocimiento del sujeto del-otro y en-el-otro. Lo que aquí se intenta plantear es que la diferencia peligrosa es aquella que me hace creer que lo otro es lo no-yo, aquello otro que debe ser completamente devorado y destrozado por ser «pura negatividad». Foucault parece explicitarnos que al trabajar en la historia genealógica del concepto (sea el de locura, castigo o sexualidad) nos encaminaremos por el sendero que abrirá otros miles senderos de análisis que posibilitan ver la historia no como una historia de la práctica sexual, de los castigos más comunes, o de las distintas posturas sociales sobre la locura. Lo que al pensador de Frankfurt parece interesarle es cómo el concepto de criminalidad criminaliza todo, cómo acontece en sus distintos épocas posibles esta historia como una «historia criminalizada».
Hoy la teoría se ha justificado nuevamente en la realidad y aquellos que persisten en sostener que la palabra escrita es letra muerta, han visto esta madrugada en las celdas humeantes de la cárcel de San Miguel una verdad inocultable. Aquí no se hace necesario un mayor análisis para percatarse de cuanta miseria hay en la manera en que el sector público atiende las demandas legítimas de la ciudadanía. Los oprimidos de siempre siguen muriendo en salas de espera atochadas de orines madrugadores, atrapados por minas derrumbándose desde años o en episodios confusamente explicados por la prensa escrita. Hoy fue el turno del “lanza”, del que andaba en “canadá” por vender CDs en la calle o del que le hace el trabajo sucio en cada esquina al pez gordo del narcotráfico. Hoy murieron calcinados los muertos de siempre.
En nuestro país por ejemplo, ha habido intentos por convencer a la opinión pública y privada de que el terrorismo (si es que existe en otro lado) ha llegado a Chile con equipaje completo. Nos bombardean con noticias sobre la conspiración de un flaco y joven pakistaní que porta restos de componentes químicos explosivos, con los nexos de grupos políticos e indígenas con las guerrillas paramilitares de algún lugar, o que el crimen organizado esta imparable. Mientras de madrugada las casas de una población son reventadas por escuadrillas especializadas que con la excusa de “una operación de limpieza” encarcelan a sus habitantes, pese a que en su interior no hay un mísero gramo de droga, y sólo reposa en silencio solo una artesanal pero “altamente peligrosa” radio comunitaria.
Acabar con la «puerta giratoria» significa criminalizar a todos y a todo. Acabar con la llamada delincuencia significa aumentar la perspicacia y extremar el ojo criminalizante para atrapar a todo lo que se mueva, o más bien, a todo lo que no se mueva al son de su sinfonía gubernamental. Un día como hoy mueren ochenta y uno de los mil novecientos muertos sociales que había dentro de una penitenciaría metropolitana. La sobrepoblación de más del 100% de la capacidad muestra, con la frialdad propia de los números, que el interés va por empujar dentro de las rejas por la razón que sea para después olvidarse rápidamente del bulto entregado. Aquella agotada metáfora de la puerta giratoria parece más un gran artefacto que encierra sujetos al azar, que una suerte de abertura por donde se entra y se sale permanentemente. Ojala hubiese habido alguna salida oportuna, giratoria o no, para esos cientos de reclusos que presenciaron cómo sus cuerpos se derretían entre barrotes y estoques.
Quizás nosotros como sociedad carguemos con cierta responsabilidad frente a los medios de comunicación que tenemos. Parece que una sociedad sin organización, sin cuerpo consciente y político, se merece medios de prensa deformadores y serviles, esos que cada vez que acontece una tragedia se limitan a hacer reportajes emotivos y especiales de prensa con nueva escenografía, melodía e invitados. Las tragedias en este país se enumeran, se reportean, se lloran, se mercantilizan, se usan. Luego se pasa a la otra sin haber hecho un esfuerzo analítico frente a la cuestión, sin discutir sus entrañas y estructuras, sin develar su razón o sinrazón.
Puede que padezcamos el mal de la Onemi, llegamos siempre tarde cada vez que un pobre está muriendo. El tsunami no fue predicho, el derrumbe de la mina era meses antes comprobable, la peligrosidad del hacinamiento en las cárceles llevaba más de 100 reportajes televisivos.
El problema no comienza ni se agota con Foucault, tampoco existen 15 minutos cada vez que se asoma una tragedia. El problema de la criminalización y el manejo jurídico, científico y político de las categorías conceptuales parece ser omnipresente y eterno, o al menos eso es justamente lo que les conviene que creamos. Cuestionarse lo aceptado desde hace siglos parece tan peligroso como salirse de las normas y convertirse en un anti-social que deba ser encerrado. Quizás los primeros barrotes en ser limados deben ser los de la agotada racionalidad post ilustrada, para no resultar esta vez, calcinados por dentro. Si Michel Foucault tiene razón, entonces, el cantautor porteño Mauricio Redolés dice más de lo aparente cuando en una de sus canciones nos reitera que “todo preso es un preso político”.
Por Fernando Sacamuelas
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