Fueron necesarias casi dos décadas desde que el Régimen Militar promulgo la Ley Orgánica Constitucional de la Enseñanza (Loce) para que por primera vez la educación pública en Chile pueda ser interpretada como problemática a partir del consenso por su cuestionamiento radical que situó en la escena pública la necesidad de una reforma pendiente.
Para el 2006 el amanecer de la revolución pingüina, los secundarios no necesitaron de una teoría crítica pedagógica elaborada ni la asesoría de los expertos en educación para convocar una movilización nacional sobre una descripción común. Bastó sólo con evidenciar lo obvio de la vivencia cotidiana de un sistema en crisis para abrir la discusión. En ese entonces, el palco preferencial de los espectadores tenía una larga lista de invitados, desde el profesorado hasta la clase política que se había adjudicado el débito de haber vencido a la Dictadura Militar, sin embargo destacaba uno que relumbraba por su ausencia hasta el día de hoy; muchos se preguntaban ¿Y por qué no en la universidad? ¿Por qué las consignas en disputa acontecían como desapercibidas en el lugar en que la República, bajo el nombre de figuras del tamaño de Andrés Bello, había reservado para organizar conciencia pensante de la propia sociedad? Pero aquello no fue necesario, la fuerza de la voz de los pingüinos tampoco necesitó de las sugerencias y reflexiones que nunca llegaron de la universidad.
Lo que sucedió después es historia ya conocida, la profecía autocumplida de los movimientos sociales en Chile no tardó en llegar. A 2 años de su aparición, el movimiento estudiantil secundario y la posibilidad inédita para elaborar una propuesta en educación fueron cooptados por el camino de las soluciones que la burocracia chilena delega cuando la ciudadanía se organiza. En el 2008, en el Congreso, la Concertación perdía la oportunidad histórica para desenmascarar una construcción social impuesta bajo la impronta del paraguas de la epistemología pinochetista de la derecha nacional en Dictadura.
Y habría que hilar más fino incluso que Jaime Retamal [1] en su columna en El Mostrador, pues si bien –como señala-, el dictador encarna una forma de comprender la educación dentro de un ethos socio histórico y bio-psíquico específico. No obstante, eran los torturadores de escritorio los que prefiguraban el trabajo de papel mientras los organismos de inteligencia militar se preocupaban de lanzar a los opositores al mar. Porque atribuirle a la figura de los militares los derechos de la propiedad intelectual del tsunami neoliberal en Chile es otorgarles meritos excesivos. Tal vez habría que señalar que el verdadero legado revolucionario de los que generaron el modelo por los 80´, un contrato social impuesto sin discusión previa, fue el de Jaime Guzmán y de sus cercanos colaboradores que hoy en día siguen ocupando escaños en el Congreso y altos cargos ministeriales.
Pero aceptar y discutir sobre lo que ya está fabricado ha sido parte del tributo que se encargó de rendir la Concertación a la herencia del Gobierno Militar: legislar para “reforzar lo que ya hay y aceptar lo que ya está”. Como si cotizar por Isapre o AFP, procesar a civiles en tribunales militares, pagar un impuesto del 15% al libro, delegar la responsabilidad de la administración de la educación pública a los municipios o que una prestación social digna sea proporcional a lo que se paga, etc., hayan caído por gracia divina. Fue y es la actitud que asumió la lógica de un poder político incapaz de entrar a lo que se esconde detrás y que hoy se actualiza ante la idea de legislar el proyecto de reforma a la educación aprobado hace pocos días en la Cámara Baja.
El día miércoles el ministro Lavín cerró su participación en la Cámara de Diputados aludiendo a: “por favor pensemos en los niños de Chile”. Esta ha sido la consigna discursiva de un pensamiento único adoptado por la bancada oficialista y que se ha propagado en los defensores del proyecto de ley. De tal forma que cualquier signo de oposición o crítica normal del proceso aparece como un estar-en-contra de los niños de Chile o de mejorar la calidad de la educación. Asimismo, el oficialismo pide despolitizar la discusión y no defender intereses políticos gremiales particulares. Curioso cuando es la misma derecha chilena la que ha creado el margen legal desde donde se discuten las reformas a la educación propuestas. Aún así, el argumento de que se trata de decisiones no-ideológicas técnicamente acertadas por expertos sirve para acusar a la crítica como ideología interesada.
¿Pero en qué se basa el argumento de mejorar la calidad de la educación? ¿Acaso el ajuste de las pretensiones de un programa político de gobierno que establece como directriz central “alcanzar el desarrollo”, no es ideológico? Hasta el momento, lo que han descubierto las reformas anunciadas es el espíritu de un utilitarismo político orientado al tutelaje de los intereses por los resultados inmediatos, por ejemplo: las medidas tomadas para la disminución de las horas en historia y ciencias sociales apuntan directamente a la búsqueda de resultados derivados de ciertos instrumentos de evaluación internacionales. El ministro Lavín ha sido explicito a la hora de subrayar que dicha modificación sigue las recomendaciones de la OCDE [2] para corregir el rendimiento de una educación reducida a indicadores estandarizados que definirían su calidad. Así, alcanzar el desarrollo significa acercarse a los rendimientos de los países centrales a seguir, inducir los cambios necesarios para doblegar los lastres del subdesarrollo –señalaría Mario Vargas Llosa.
El arquetipo no es novedad, ha sido parte central del discurso histórico de nuestras élites republicanas. Sirvió para que reformadores como Domingo Faustino Sarmiento argumentaran la necesidad de transformar una realidad atrasada que se remontaba a un problema ontológico de la barbarie americana. A riesgo de quedar en la orfandad dijo alguna vez Octavio Paz, el resultado de haber marcado la distancia con la herencia colonial española e indígena para reclamar la entrada en el siglo XIX de América Latina al racionalismo europeo.
Una reforma a la educación orientada a organizar la docencia sólo visibiliza la superficie de los que algunos quieren indicar como deficitario para promover las transformaciones del caso.
Al contrario de lo que el presidente del Colegio de Profesores Jaime Gajardo señaló en la sesión de debate del proyecto, la aprobación de la idea de legislar sigue siendo el triunfo de una democracia a medias y de una clase política que sigue preguntándole al país a qué hora quiere tomarse la leche. Y aquello ocurre mientras la crítica sigue actuando como una patota atomizada en federaciones de estudiantes y organizaciones gremiales ante nuestra propia incapacidad de actuar comentadamente en torno a una reflexión común como sociedad.
Porque el recuerdo está fresco de cuando los temas de fondo que alguna vez lograron posicionar los pingüinos en el debate no fueron estimados en la discusión política de las comisiones. Porque nunca ha sido la propia comunidad la que ha decidido qué vamos a definir como educación pública y de calidad. Porque a un modelo social de país anti-educación pública caracterizado por diferencias brutales de desigualdad le es proporcional una sociedad civil adormecida.
La semaforización ahora podrá didactizar con colores a las familias a dónde pueden sus hijos adquirir el derecho a aprender y a pensar en función del tamaño de la billetera de cada cual.
En marcha el proyecto de reforma de la educación
Por Gonzalo García
Antropólogo
Osorno, 23 diciembre 2011
[1] www.elmostrador.cl/opinion/2010/11/23/por-que-pinera-no-es-andres-bello/
[2] saladehistoria.com/wp/2010/11/20/cambio-curricular-e-informe-oecd/