En la Edad Media se creó el núcleo del repertorio sentimental de Occidente: gran parte de sus ritos y mitos han perdurado hasta nuestros días. Hoy la utopía posmoderna del amor es un collage de ideologías amorosas; ha surgido una fusión entre la mitología del amor cortés y el amor romántico por un lado, y el individualismo hedonista por otro. Clara Coria (2005) es de las autoras que defiende la idea de que en pleno inicio del siglo XXI es posible encontrar infinidad de vestigios de las épocas medievales «que solo aparentemente quedaron enterrados en las sombras de la historia pasada. Vestigios que muy pocos/as reconocen porque han sido meticulosamente aggiornados con una cosmética de dudosa calidad».
Un ejemplo de ello lo encontramos en el mito de la princesa rosa, que sin duda comenzó a gestarse en la época de los trovadores, pero que actualmente perpetúa la desigualdad de género al estar basado en un estereotipo de mujer débil y bella, apta para esperar y ser contemplada; y ritos como la boda católica, en el que aún persisten (incluso en la ceremonia civil), ritos como hincar la rodilla para pedir matrimonio, la pedida de mano al pater familias, el vestuario de princesa-virgen, los símbolos, las imágenes, las declaraciones, el protocolo, etc. A estos mitos medievales se suman los decimonónicos del romanticismo; pero hoy vamos a ahondar en el amor cortés, que surgió en Europa alrededor del siglo XII.
Los medievales denominaron a la pasión acedía o amor heroico, enfermedad que deja al hombre embobado: «tan alterado está el juicio de su razón, que continuamente imagina la forma de la mujer y abandona todas sus actividades, tanto que, si alguno le habla, apenas logra entender, y puesto que se sumerge en una incesante meditación, se define como angustia melancólica» (Lilium Medicinale de Bernardo Gordonio, 1285).
La poesía amorosa medieval, tanto la lírica popular como la culta, está impregnada de valores cristianos, de los que surgen los romances de pareja, cuya trama es, según la historiadora Leah Otis-Cour (2000), extremadamente simple: el muchacho se encuentra con la chica, luego la pierde a causa de los obstáculos (principalmente la oposición de las familias) y finalmente la recupera, terminando todo con un final feliz.
La historiadora alemana distingue entre dos tipos básicos de romances: en los romances «idílicos» los amantes han sido criados juntos, mientras que en el otro tipo los amantes se conocen cuando son jóvenes adultos. Cronológicamente, el primero en aparecer fue el tipo «idílico»: Flore et Blancheflor, cuya primera versión data de la primera mitad del siglo XII, fue uno de los romances más populares de la toda la Edad Media.
Según Otis Cour, lo más característico de estos romances es que representan un concepto «canónicamente correcto» del amor y del matrimonio en la sociedad. Son verdaderos himnos a la monogamia, sin adulterio, sin sexo prematrimonial, sin divorcio:
“El matrimonio se constituye, de acuerdo con el derecho canónico, por el libre consentimiento de la pareja. Los amantes son invariablemente buenos cristianos, van a misa y practican la caridad. […] El carácter igualitario y recíproco de la relación se revela en la manera en que tiene la pareja de abordar la unión conyugal. Sin el conocimiento de los padres, solos o en presencia de uno o dos amigos íntimos nada más, las parejas se prometen eterna fidelidad mutua. […] No obstante, estas parejas que se han unido para siempre, no consuman su matrimonio hasta celebrar públicamente la boda; se amarán y se besarán pero no tendrán relaciones sexuales hasta que se haya celebrado el matrimonio públicamente”.
Además de ser canónicamente correctos, estos romances reflejan también una visión coherente de la sociedad secular. El matrimonio presentado normalmente es hipérgamo: ella es la hija de un rey o emperador, mientras su amado, que siempre es un noble, se encuentra en una posición inferior como hijo de un noble local, como por ejemplo en Jehan et Blonde o Paris et Vienne.
Los hombres se sentían atraídos por estas historias amorosas porque alimentaban sus esperanzas de ascender socialmente por amor; la atracción para las mujeres era que las heroínas no eran solo socialmente superiores a sus amados, sino también «extremadamente activas y emprendedoras, y a menudo toman la iniciativa en la declaración de amor». (Otis Cour, 2000)
La característica principal de estos matrimonios por amor es que los padres finalmente ceden a los deseos de los hijos, y se reconcilian con ellos. Ellos serán felices, tendrán muchos vástagos y gobernarán sus tierras con justicia: «La ideología expuesta en estas historias es la ideología de la justicia y la paz basada en el amor, amor social que surge del amor personal de la pareja gobernante» (Otis Cour).
Romances con tramas muy similares fueron muy populares en Bizancio en aquella época; posteriormente, en el siglo XIV se encontraron historias parecidas que acaban en boda feliz en Islandia. Esto demuestra el considerable impacto del género del romance sentimental sobre la literatura y la mentalidad medievales, según la historiadora: aunque la mayoría surgieron en Francia, fueron traducidos en diferentes versiones a todas las lenguas europeas. Solo de Flore et Blancheflor se conocen veinte versiones distintas entre los siglos XII y XVI. La bella Magelone llegó a ser tan popular en Alemania como en Francia, y Paris et Vienne fue traducida al latín, inglés, alemán y armenio.
La épica medieval denominó a este concepto fin`amor, cuya esencia, afirma Schnell, es el poder ennoblecedor del amor. Es aquí donde hallamos la conjunción por fin entre sentimientos individuales y el orden político, social y económico. Es un acople perfecto entre amor y matrimonio, aunque los amantes tuviesen que realizar una pequeña transgresión: casarse a solas con el cura para después legitimar su matrimonio públicamente.
«La idea de que el amor convierte al amante en una persona mejor, que el amor es la fuente de todas las virtudes es lo que verdaderamente caracteriza todas las manifestaciones del amor cortesano. […] Lejos de ser subversivo, el ideal cortesano que se desarrolló en la literatura bajomedieval y se difundió en toda la sociedad bajomedieval, en todos los países y todas las clases sociales, buscó la integración de ese amor en la sociedad a través del matrimonio. Cuando un hombre amaba y lo hacía de acuerdo con el código de la época, respetando la reciprocidad y la fidelidad, era un ciudadano mejor, y si pertenecía a la clase alta, más idóneo para gobernar. La justicia y la paz de un país bien gobernado tenía su origen en el respeto mutuo y el matrimonio armonioso de sus gobernadores». Citado en Leah Otis Cour (2000).
Leah Otis Cour entiende que los romances medievales no eran un fiel reflejo de la manera de vivir de las gentes de aquella época, pero lo cierto es que los pleitos matrimoniales llevados ante los tribunales eclesiásticos muestran innumerables ejemplos de enamorados que se habían unido en secreto para evitar la oposición parental a veces instruidos y animados por sacerdotes, especialmente franciscanos.
Joachim Bumke por su parte ha calificado el amor cortesano de «utopía social», es decir, supone la creación de un sueño en torno a una sociedad idealizada que contrastaba con la ruda realidad de la vida cortesana. Este mito puso de moda poner a los hijos nombres de héroes y heroínas románticos ya en el siglo XII en el Lacio y afectó más tarde a todos los niveles de la sociedad, como el caso del niño inglés que recibió el nombre de Truelove en el siglo XIV, según nos cuenta Otis Cour, 2000.
Paralelamente al fin`amor surge otra variante amorosa: la cortezia, el amor cortés. Cuando el adulterio entró a formar parte de la temática de estos romances, las historias empezaron a estar basadas en obstáculos, imposibilidades y prohibiciones: el amor será aquí subversivo del orden social, arrasador y transformador.
El mito de Tristán e Isolda será el ejemplo más paradigmático de cómo la pasión se asocia al sufrimiento, y cómo los obstáculos (las normas sociales, las disposiciones reales, las imposiciones católicas) exacerban el amor hasta convertirlo en algo sublime y trágico. Tristán e Isolda no se sienten atraídos el uno por el otro al conocerse; pero se enamoran por efecto de la magia de un filtro amoroso destinado al futuro marido de Isolda, el Rey y tío de Tristán. La fatalidad les empuja a cometer incesto, adulterio y de atentar contra el orden divino de la monarquía; el amor se presenta como un fenómeno incontrolable, tóxico, adictivo.
Tristán e Isolda no se aman el uno al otro tal y como son, sino que más bien se aman de forma distorsionada por ese efecto químico de consecuencias arrasadoras (Isolda no acude a casarse con el Rey y huye con el sobrino, Tristán). Sin embargo, pasado un tiempo de felicidad, la rutina y la monotonía les aburre profundamente, así que Isolda va a casarse con el Rey y Tristán se promete a otra mujer que se llama también Isolda, pero a la que no ama. Y así es como descubren que los dos se aman más en la ausencia que en la cercanía, porque la distancia exacerba su amor. Según De Rougemont, no pierden la oportunidad de separarse en cuanto pueden, para amarse locamente desde la imposibilidad. Incluso estando juntos, duermen a veces con la espada de Tristán entre ambos; ellos mismos ponen las barreras adecuadas para exacerbar el deseo.
Por esto, De Rougemont afirma que en estos romances trágicos comenzó la tradición novelesca basada en la pasión como sufrimiento. La poesía de los trovadores es la exaltación del amor desgraciado. «No hay en toda la lírica occitana y la lírica petrarquesca y dantesca más que un tema: el amor; y no el amor feliz, colmado o satisfecho (ese espectáculo no puede engendrar nada); al contrario, el amor perpetuamente insatisfecho y finalmente no hay más que dos personajes: el poeta que ochocientas, novecientas, mil veces repite su lamento y una bella que siempre dice que no. […] Jamás la retórica fue más exaltante y ferviente. Lo que exalta es el amor fuera del matrimonio, pues el matrimonio significa solo la unión de dos cuerpos, mientras que Eros es más ideal que carnal; el amante se hace vasallo de la dama, pero su amor es puro y grandioso, de modo que se vive más en la distancia. Los hombres vivían amores imposibles que dejaban en sus corazones una quemadura inolvidable, un ardor verdaderamente devorador, una sed que solo la muerte podría extinguir: fue la misma “tortura de amor” lo que se pusieron a amar por sí misma».
Para algunos autores, el amor cortés ensalzó la figura de la mujer como la dama santa, y la dotó de una importancia social que no había tenido hasta entonces. Gilles Lipovetsky (1999), por ejemplo, opina que el código del amor pasión permitió al mismo tiempo a las mujeres beneficiarse de una imagen social más positiva (a una mujer ya no se la compra o intercambia, sino que hay que conquistarla enamorándola), y ganar márgenes de libertad y nuevos poderes en el intercambio galante. Esto, con el tiempo, evolucionará hasta lograr la libertad de la mujer en la elección del cónyuge: «Al menos durante la época del cortejo, la mujer adquiere el estatus de soberana del hombre; ya no es tomada ni ofrecida, sino que es ella quien elige darse, quien recibe los homenajes del amante, quien dirige el juego y concede, cuando quiere, sus favores, y el pretendiente solo puede tomar lo que la mujer decide ceder».
Anthony Giddens (1995) admite que la feminidad, en la época del amor cortés, se mitificó y se divinizó, y también acepta que de algún modo, la cultura amorosa feminizó a los hombres, porque, «la captura violenta de las mujeres, las maneras rápidas y poco complicadas de conducirse con ellas dieron paso, en las esferas superiores de la sociedad, a un código de comportamiento que prescribía la humildad y la reserva por parte de los hombres, la paciencia y la delicadeza con respecto a la dama, la veneración y la celebración poética de la amada».
Sin embargo, para Giddens, esta «desvilirización» de las maniobras de seducción masculinas no supuso el fin del pensamiento dicotómico que atribuye a los hombres el poder de la iniciativa, y a las mujeres el papel pasivo de la espera.
La seducción masculina en la época medieval se estructuró en torno a estos tres principios básicos: la declaración de amor, las lisonjas a la mujer, y la promesa de matrimonio. Las damas eran amadas así en abstracto, pues representaban la posibilidad de ascensión social y económica en tiempos de paz, y botines de guerra en tiempos revueltos, todo ello embadurnado con la idealización de la pasión y la ternura, mitificado como un tesoro inalcanzable. Por ello podemos decir que los amores corteses fueron amores utópicos: los trovadores y los caballeros estaban más enamorados del amor y de sus sentimientos, que de las personas en las que centraban su atención.
Además, esta relación de vasallaje en realidad impuso más distancia aún entre mujeres y hombres, porque jerarquizaba sus posiciones y definía sus roles de manera muy diferenciada. A los hombres se les otorgaba la capacidad para actuar, insistir, utilizar todo tipo de estrategias para seducir a damas resistentes que gustan de ser admiradas, aduladas y engatusadas con promesas de amor eterno y felicidad plena. Las promesas de matrimonio feliz funcionaban al ser engalanadas con la poesía y la música; porque tuvieron un éxito arrasador en su época y aún hoy seguimos soñando con finales felices.
El amor cortés en teoría ensalzó la feminidad: las mujeres eran colocadas en un pedestal como frágiles doncellas susceptibles de ser protegidas y mimadas por su enamorado. Son todas mujeres de suaves manos, piel blanca, rubia cabellera, que no tienen que labrar las tierras de sol a sol y cuya única función es esperar las adulaciones de jóvenes pretendientes, que agudizaron su ingenio para crear bellas composiciones con las que ablandar el corazón de la amada, rica heredera de tierras y recursos.
Una vez que las mujeres cedían, es decir, cuando los enamorados lograban desposarlas, eran bajadas de su pedestal para ser propiedad de sus esposos, de modo que dejaban de ser «superiores» y, paralelamente, susceptibles de ser deseadas. Al casarse las mujeres se sometían, por eso sin duda la etapa del cortejo era tan larga; para ellas se trataba de resistir y continuar siendo deseada; para ellos se trataba de asediar a una mujer del mismo modo que a una torre del castillo enemigo, sin desfallecer, utilizando el arte y las metáforas como estrategia seductora.
Pienso que los restos del amor cortés que subsisten en nuestra cultura amorosa no ayudan para la creación de parejas igualitarias sin jerarquías ni pedestales donde sea fácil el intercambio de roles. También creo que precisamente la idealización del amor cortés es lo que nos hace tan desgraciad@s cuando nos enamoramos; la realidad siempre se impone, y la mitificación del amor pasional como lugar de armonía y perfección solo conlleva, en nuestros días, una intensa frustración que avinagra los caracteres y amarga las relaciones más dulces.
Por eso, menos palabrería medieval, y más acercar las almas para llegar a quererse. Las promesas en torno al futuro son siempre vanas porque no podemos controlar lo que nos puede suceder, de modo que resulta absurdo creerse que el futuro va a ser igual o mejor que el presente, pero siempre controlado. Las palabras idealizan futuros, crean escenarios grandiosos que van más allá del aquí y del ahora; yo abogo por más aquí y más hora, más comunicación no verbal, más realidad en la unión con la otra persona, menos máscaras y adornos, ningún muro que escalar (muros de miedo, muros de intereses personales que chocan, muros de contención de emociones). Un amor menos cortés, y más cercano, en definitiva.
Por Coral Herrera Gómez
BIBLIOGRAFÍA
1) DE ROUGEMONT, DENIS: El amor y Occidente, Editorial Kairós, Barcelona, 1976 (8 ed.).
2) GIDDENS, ANTHONY: La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Cátedra, Madrid, 1995.
3) LIPOVETSKY, GILLES: La tercera mujer, Anagrama, Colección Argumentos, 1999.
4) OTHIS-COUR, LEAH: Historia de la pareja en la Edad Media. Placer y amor, Siglo Veintiuno de España Editores, Madrid, 2000.
28 de diciembre de 2010
Origen del artículo: haikita.blogspot.com
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