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Después del atentado con un coche bomba que costó la vida de más de 250 personas hasta el momento, la prensa internacional voltea hacia Bagdad, la capital de Irak, con un dejo de desinterés, centro de ataques desde hace al menos una década por parte del Estado Islámico. La organización radical ascendió desde la avanzada militar que Estados Unidos organizó en el país de Medio Oriente durante 2003, que tan sólo inició con la caída del régimen de Sadam Husein; cuya creación y fuente de financiamiento es atribuida por los periodistas e historiadores más críticos al mismo Estado norteamericano.
En Bagdad no existe momento para la calma, ni siquiera para llorar a los muertos. El pasado mayo, una decena de ataques dejaron cerca de 220 víctimas mortales. Dos meses antes, más de 50 personas fallecieron tras la explosión de un camión frente a un puesto de control de policía. Vivir en la capital iraquí es casi una sentencia de muerte, o de sufrimiento por la pérdida de algún ser querido y de miles de connacionales que, desde el 20 de marzo de 2003, fecha de inicio de la operación “Libertad de Irak” por el gobierno de George W. Bush, ha costado más de 251 mil vidas.
Ante una crisis humanitaria y genocida de tal magnitud, la política internacional se mantiene aparentemente neutral. Mientras miles de efectivos iraquíes combaten al Estado Islámico en Tikrit, Ramadai y Faluyá, apoyados por bombardeos de la “coalición internacional” liderada por Estados Unidos, Reino Unido y Francia, el mundo hace oídos sordos al infierno que a diario viven más de seis millones de personas, el número de habitantes de Bagdad. En la capital, hace mucho que la vida dejó de ser eso que pasa mientras las personas luchan día a día por cumplir sus objetivos. En Irak no existen los sueños, no funciona la máxima del American Way of Life, que promete que con esfuerzo diario es posible alcanzar cualquier meta, ni siquiera la conjugación en un futuro cercano, porque el presente diluye a cada momento la posibilidad de encontrar una salida al conflicto, y la vida tiende de un hilo.
“El nuevo prototipo del enemigo común de la sociedad, de los valores occidentales y el progreso humano, quedó grabado en la mente como un hombre de Medio Oriente que viste de túnica y barba larga”.
Si bien es cierto que la historia contemporánea de Medio Oriente sitúa a esta región como un sitio en conflicto casi permanente, el estigma que erigió la maquinaria ideológica occidental desde inicios del siglo XXI bajo la etiqueta de terrorismo es implacable y pesa como una loza sobre el ideario popular. A partir de la polémica envuelta en los ataques del 11 de septiembre de 2001 a los Estados Unidos, el nuevo prototipo del enemigo común de la sociedad, de los valores occidentales y el progreso humano, quedó grabado en la mente como un hombre de Medio Oriente que viste de túnica y barba larga. Sobre sus hombros carga una o varias carrilleras, además de un fusil. Dentro de su chaqueta militar guarda armas cortas, o peor aún, un artefacto de detonación. En la mente de la sociedad civil, se posiciona este prototipo bajo la pregunta: ¿Qué piensa esta bestia, un fanático religioso que sólo pretende hacer daño a la sociedad occidental y destruir desde sus raíces hasta los valores que enmarcan siglos de raciocinio y progreso humano?
Esta ficción se alimenta de la influencia de los espacios que reproducen tal discurso incesantemente como verdad, desde los medios de comunicación y las declaraciones gubernamentales, hasta la cinematografía. El impacto social de un atentado en Medio Oriente parece estar relegado a los espacios secundarios de noticiarios, que sin más detalles ofrecen la información sin reparar en la historia reciente de la región y los actores que conforman a la sociedad. El público intuye que, tratándose de un espacio en el mundo repleto de hombres bárbaros, fanáticos religiosos que tienen como misión de vida la destrucción, toda la crítica y discusión sobre tales conflictos termina en un “están locos”, mientras que la solidaridad y el dolor de todo Occidente parece llegar hasta donde las personas “buenas” se ubican en el globo.
Entonces, los atentados, conflictos armados y sucesos que cobran vidas humanas no se explican por su naturaleza, sino por la afinidad política y cultural. París, Bruselas, Nueva York y todas las ciudades que representan los altos valores de la cultura occidental merecen coberturas especiales, plegarias multitudinarias, manifestaciones de solidaridad y rabia contra los agresores, mientras que todas las muertes de Medio Oriente son cuestionadas y, en la mayoría de los casos, reducidas a su mínima expresión, a una valía distinta que la del mundo “civilizado”, la que se reproduce en todos los sitios sin que apenas nos demos cuenta.