La fiesta de Punta Arenas

Desenfrenados parranderos, los magallánicos han demostrado -con dos mujeres muertas- que están dispuestos a todo para seguir con la gran jarana del gas

La fiesta de Punta Arenas

Autor: Sebastian Saá

Desenfrenados parranderos, los magallánicos han demostrado -con dos mujeres muertas- que están dispuestos a todo para seguir con la gran jarana del gas. Y los numerosos órganos de seguridad del Estado, capaces de interceptar simultáneamente 300 mil llamadas telefónicas para defendernos del terrorismo que azota al país, tenían al momento de escribir esto enormes dificultades para descubrir quién es el propietario de la camioneta que arrolló a las mujeres.

Es que, como son casi todos especialistas de inteligencia ocupados en importantes misiones antiterroristas y en elaborar perfiles psicológicos y genéticos de los anarquistas que ocupan casas abandonadas, de agentes islámicos y vendedores de DVD piratas, no encontraron a nadie de nivel tan bajo como para abrir la página web del Registro Civil para buscar el número de la placa. Pura excelencia.

Y el excelente subsecretario del Interior de Chile, Rodrigo Ubilla, culpó a los organizadores de las protestas por la muerte de las mujeres, no al fantasma que conducía la camioneta, y mucho menos al alza de los precios del gas.

Los magallánicos rumberos no entienden lo importante que es garantizarle a la empresa privada utilidades permanentes. No se puede dejar que 15 millones de dólares al año en subsidios se diluyan entre los ciudadanos sólo para que tengan calefacción. Esta es una economía de mercado, y Magallanes es un mercado cautivo esperando que alguien lo aproveche, porque allá el consumo de gas, como el de agua y alimentos, no es optativo, y por ello terminarán pagando de todos modos.

Willie Kirk, mi papá, que murió hace un año, nació en Punta Arenas en 1914. Él me contaba cómo era ser pobre allí antes de los subsidios: cuatro niños y un padre escocés luchando por sobrevivir en el barro y la nieve, ateridos de frío ocho meses al año. Hasta el fin de sus días mi viejo vivió aterrorizado del invierno, que le traía a la memoria tristezas para mí incomprensibles.

En esos tiempos Ushuaia, en Argentina, era un presidio. Un infierno de hielo mucho peor que Punta Arenas. Hoy es un centro turístico internacional moderno, desarrollado precisamente por políticas de Estado promotoras de fiestas en toda la Patagonia. Basta cruzar la frontera en cualquier parte de la zona, para comprender la utilidad de los subsidios. O basta ir a Punta Arenas, que no se parece en nada a los pueblitos miserables de este lado de la cordillera.

Pero si no les gusta el frío, que paguen o se vayan a Arica, que también se muere de inanición, pero sin frío. Total, el patriotismo en Chile consiste en tener el país lleno de policías y militares para poder hacer negocios en un ambiente tranquilo, con gente disciplinada, educada en escuelas donde les enseñan a no pensar. Gente que mejor no pregunte en qué se gasta su dinero, porque en el próximo terremoto los militares, picados, podrían salir a la calle a patearlos en vez de ayudar, como amenazó el excelente ministro de Defensa, Jaime Ravinet.

En el gobierno de otro excelente, el compañero Ricardo Lagos, se tomó la excelente decisión estratégica de importar gas de Indonesia, al otro lado del mundo, para evitar tener que negociar un pedazo de desierto con Bolivia a cambio de un gas que está a 300 kilómetros de distancia. Eso es soberanía y patriotismo, carajo.

Y en el gas, ni un paso atrás, porque no es de macho. No como el afeminado de Evo Morales, que se retractó del alza de la gasolina cuando vio sus posibles consecuencias sociales, y que tal vez tendría que sacar milicos a la calle a matar bolivianos. Aquí no hay problema con eso, chilenos sobran. Ya van dos muertos y una niña en riesgo vital. De aquí a unos 30 años saldrá algún Alberto Cardemil a decir que tal vez debieron encontrar al conductor de la camioneta.

Por Alejandro Kirk


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