Los archivos secretos del Vaticano son una fuente de referencias históricas muy valiosas que, en 1998, por precepto de Juan Pablo II, estuvieron al alcance de los investigadores por primera vez.
Entre muchas de las historias que habían estado ocultas, existía una que había llamado la atención por largo tiempo y fue el momento idóneo para recuperar los registros del proceso del convento de Sant’Ambrogio, que después de casi un siglo y medio de ser guardadas en los archivos secretos de la Iglesia, vieron la luz y, una vez más, la realidad superó la ficción.
Fue en 1806 cuando María Agnese Firrao, una monja famosa quien -decían sus confesores- tenía los estigmas de Cristo en sus pies, manos y cara, inició su historia. Sus heridas provocaron que obispos y cardenales acudieran al convento para ver a la Santa que lo habitaba. La inquisición no aceptaba con alegría este tipo de acontecimientos, sin importar de quien vinieran, porque un santo viviente amenazaba la jerarquía establecida dentro de la Iglesia, pero la sospecha era particularmente mayor cuando quien se decía visionario, era una mujer. Es por eso que en 1816 la hermana Firrao fue encontrada culpable de falsa santidad y conducta lasciva con su confesor y fue desterrada de por vida a un convento lejano.
Para continuar con el relato, que parece ser de la Edad Media, nos trasladaremos a 1858, contando con un personaje principal de cuento: una princesa.
Katharina Von Hohenzollern-Sigmaringen fue una princesa nacida en Stuttgart en 1817, quien abrazó la fe católica en 1834, y en 1859 se presentó ante el Santo Oficio para denunciar al convento romano de Sant’Ambrogio della Massima por ser un lugar de falsa santidad, perversión sexual y asesinatos.
La princesa había sido una mujer pía y después de la muerte de su segundo esposo decidió entrar a un convento y dedicar su vida a la religión católica. Fue a recomendación de su Padre confesor y guía espiritual, el cardenal Von Reisach, que entró como novicia al convento de Sant’Ambroggio. Pero la felicidad que sintió al ingresar al convento se diluyó conforme pasaban los días, pues fue fácil para ella reconocer que el convento estaba manipulado por una joven, quien fuera a la vez maestra de las novicias y Madre vicaria, Sor María Luisa, de 26 años, quien afirmaba tener visiones de Cristo en las cuales ella recibía regalos del cielo y dones celestiales, incluyendo reliquias, anillos con piedras preciosas y cartas firmadas por la Virgen María.
La situación empeoró cuando la viuda de dos príncipes alemanes se dio cuenta que en el convento no se cumplían con las actividades diarias y convenidas: los viernes servían carne, Sor María Luisa pasaba largos ratos en su dormitorio con el Padre confesor del convento, Giuseppe Peters, y también mantenía en secreto el culto a su fundadora y acusada de santidad fingida: Maria Agnese Firrao.
“Las acciones que llevaba a cabo Sor María Luisa incluían ritos lésbicos de iniciación a las nuevas monjas…”
La princesa alertó sobre todas estas actividades al segundo confesor del convento, el Padre Leziroli, quien también estaba coludido en el culto e informaba de las confesiones a Sor María Luisa. Él sólo lo atribuía a engaños del demonio e invitaba a la princesa a creer que no pasaba nada fuera de lo normal. Después de dichas confesiones, Sor María Luisa dijo tener visiones en las que se le revelaba la muerte de la princesa y ésta cayó severamente enferma poco tiempo después. Convencida de que había sido envenenada, evitaba probar comida o bebida que se le diera. Eventualmente, y gracias a su primo, quien era arzobispo cercano al Papa, pudo escapar de aquel lugar.
Las acciones que llevaba a cabo Sor María Luisa incluían ritos lésbicos de iniciación a las nuevas monjas, a quienes decía que, a través de los fluidos resultado del orgasmo, habían recibido la bendición.
Aquellos novatos y Padres consumados que habían pasado por la habitación de la monja se excusaron diciendo que había sido el diablo el culpable de todo, pues había tomado la forma de la mujer para desacreditarla y llamarlos al pecado.
La investigación que dio seguimiento a la denuncia de Von Hohenzollern-Sigmaringen duró cinco años, encabezada por Vincenzo Sallua, un inquisidor que logró descubrir las acusaciones de falsas revelaciones, abuso sexual sistemático y casos de envenenamiento; la joven Sor confesó haber planeado el envenenamiento de la princesa, administrándole dosis de opio, eméticos corrosivos, mercurio y vidrio en polvo que conseguía en la farmacia del convento. Fue declarada culpable y aislada a un convento lejano, aunque también se dice que volvió a casa de sus padres, pero su comportamiento violento y trastornado eran intolerables; murió en la miseria y abandono. Su nombre desapareció del registro a principios de 1870; en cambio, Giuseppe Peters, el Padre que convivía de manera íntima con la monja -cuyo verdadero nombre era Joseph Kleutgen-, fue exonerado y se convirtió en asesor teológico en el Concilio Vaticano II.
La princesa fundó su propio convento y se convirtió en una monja benedictina distinguida.