Son las 12 de la mañana de un domingo cualquiera de verano. Estamos en el Naô Pool Club, un club de playa sin playa, pero con una inmensa piscina cristalina, rodeado de palmeras y con vistas a la montaña malagueña de La Concha. «Lo de la playa o vas en yate o es vulgar», dice una danesa con un kaftan azul que deja parte de su pecho al aire. Es su segundo veraneo en la ciudad española de Marbella. Y ha venido con unos ingleses que conoció en su primer año. Respiren.
Un ejército de camareros guapos, políglotas y tatuados llevan a la zona VIP de camas balinesas varias botellas de champange (es decir, francés) y una pistola dorada de juguete XXL donde los comensales, también tatuados, guapos y políglotas, ellos y ellas, se dedican a insertar las mencionadas botellas de champagne y a disparar a los asistentes como si hubieran encarado su primer podium en una final de Fórmula 1.
Todos ríen. Uno se cae a la piscina. A la chica de la Polaroid se le sale un pecho operado. Mientras otra mira de reojo, cóctel en mano, con un Chanel cruzado.
Esa cama balinesa no tiene seguridad privada, pero la de al lado sí. Por aquí han pasado la familia Swarovsky, Fernando Llorente, Robert Pirès,Casquero, Fonsi Nieto, Jaime Ostos… Pero los nombres de ellos, de los verdaderamente ricos que aquí lucen al sol, no lo sabremos nunca. Anda por aquí un jeque árabe con su prometida. Silencio. Es parte del encanto del lugar.