La política estadounidense es una caricatura de sí misma. Sigue funcionando de maravilla, como si no pasara nada. La campaña electoral desgrana sus tópicos, multiplica los golpes bajos, tontería e insultos en vez de argumentos, pero nada detiene esa máquina de descerebrar al buen pueblo. Resignados, los ciudadanos tragan la poción debilitante en altas dosis, la digieren día tras día. Y el 8 de noviembre la mayoría acabará rindiéndose en las urnas, la suficiente en cualquier caso para mantener el mito de la democracia en el reino de las multinacionales.
El multimillonario desmelenado contra el ojito derecho de Wall Street, el payaso xenófobo contra la musa de los «neocons», el perdonavidas de los latinos contra la pizpireta ejecutora de jefes de Estado: la alternativa es desesperante. Es chocante, sin embargo, que los medios dominantes satanicen exclusivamente a Donald Trump. En Francia se puede leer un panegírico a la gloria de Hillary Clinton en L’Obs, pero difícilmente se encontrará algo parecido en favor de su adversario. Para el sistema el asunto está claro. Trump es el villano, el machista, el racista. Hillary es la mujer fuerte, apasionada. Un poco belicista, cierto, pero tan atenta respecto a las minorías. Y además «de todas formas es demócrata».
¿Por qué los medios del sistema detestan a Trump? No porque dice que los inmigrantes son ladrones o porque quiere prohibir a los musulmanes entrar en territorio estadounidense. De esta demagogia básica los medios no tendrían nada que decir. En Francia, por ejemplo, el vómito de un Zemmour no le impide tener las puertas abiertas de todas las cadenas. Tampoco su prosa odiosa de impotente degenerado priva a Houellebecq de un premio literario. Por lo tanto la verdadera razón de la hostilidad mediática hacia Trump está en otra parte. Basta mirar su programa más allá de los insultos para darse cuenta de que el multimillonario está dando algunas patadas al hormiguero.
La primera patada es para el dogma neoconservador. Para el candidato republicano la política extranjera de Barack Obama es un fiasco del que hay que sacar enseñanzas. Y claramente su condena es tanto para las intervenciones militares directas (Irak, Afganistán, Libia) como para los intentos de intervención indirecta (Siria). Ningún candidato investido por uno de los dos grandes partidos para una elección presidencial ha sido nunca incisivo sobre el asunto. Se puede pensar cualquier cosa de él, pero Trump está en contra de la intervención militar de Estados Unidos porque sus intereses vitales no están en juego. Pero lo ha dicho con claridad: la guerra subrogada en Siria, así como la intervención en Libia, han sembrado un caos del que Barack Obama y Hillary Clinton son responsables. Difícil quitarle la razón.
Obviamente denuncia con el mismo vigor el cinismo de la política que consiste en utilizar a los yihadistas en Oriente medio. Servirse de los terroristas que atacaron Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001 para debilitar a sus enemigos (con la participación activa de la CIA) es una aberración que Trump no deja de fulminar. Y es lamentable observar que ese argumento lógico en Francia no roza ni a la derecha (responsable del desastre libio), ni al PS (responsable del desastre sirio), ni a una extrema izquierda que sin duda debe de leer a Marx con el libro al revés. El reaccionario Trump (que en efecto lo es) rechaza que su país colabore con al Qaida. El NPA francés (Nouveau Parti anticapitaliste, N. de T.) pide armas contra Assad y se manifiesta frente a la embajada rusa.
De la segunda patada al hormiguero nuestros serviles medios hablan poco. ¡Se entiende por qué! Lo mismo que rechaza el neoconservadurismo militarista y el cinismo a pequeña escala de los aprendices de brujo de la yihad, Trump rechaza el libre comercio. Critica a la organización Mundial del Comercio (OMC) y denuncia una globalización responsable de la destrucción de las clases medias estadounidenses. Esta «calamidad», dice, ha provocado el cierre de 60.000 fábricas y la destrucción de cinco millones de empleos industriales en Estados Unidos en 15 años. Pero tiene algo peor, el horror absoluto, Trump se propone aumentar las tasas sobre las importaciones extranjeras. Está contra la liberalización desenfrenada del comercio mundial y por la protección de la producción nacional. En lo que queda de una clase trabajadora arruinada por la competencia china el elogio al proteccionismo pasa mucho mejor que las odas de Hillary Clinton a los derechos de la comunidad LGBT.
Si añadimos que Trump declara abiertamente que hay que recuperar el diálogo con Rusia, se entiende que su campaña siembre la inquietud en la cumbre de un establishment que intenta controlar una elección conocida de antemano. Excesivo y xenófobo, Trump no pondría en peligro los intereses dominantes si no fuera, al mismo tiempo, el defensor de un sector empresarial arraigado al suelo estadounidense, un tanto chovinista y aislacionista, que no saca sus beneficios de la globalización. Él ha construido su fortuna personal con la inmobiliaria, la lucha libre y la televisión, actividades dirigidas al mercado interno y típicamente nacionales. Los intereses que representa el creso self-made man son evidentemente los intereses de una fracción de la oligarquía capitalista. Pero esta fracción no incluye a las multinacionales del armamento, la energía y la agroalimentaria decididas a atiborrarse límite de dividendos de la globalización.
Trump contra Clinton no es el pueblo contra la oligarquía ni la derecha contra la izquierda. Esos conceptos en este caso no tienen ningún interés analítico. Lo mismo que Clinton Trump quiere que Estados Unidos sea más poderoso que nunca. No quiere ningún otro horizonte en esta potencia que el desarrollo de un capitalismo sin complejos. Pero la fracción del capital que él representa exige que ese desarrollo se haga a menor precio y se apoye en la reindustrialización del país. Trump está contra el Tratado Transpacífico (TTIP), Clinton quiere que se mantenga. Trump critica la extensión de la OTAN, Clinton quiere proseguirla. Para ganar la competencia económica mundial Clinton quiere acelerar la globalización al abrigo de un aparato militar demencial. Trump quiere poner límites a la globalización y proteger la economía nacional de las turbulencias planetarias. Una quiere prolongar a cualquier precio el «caos constructivo», el otro ha comprendido que esa estrategia es peligrosa para todo el mundo.
Es Hillary Clinton y no Donald Trump quien encarna la pretensión narcisista de dominar el mundo y apropiarse de sus recursos. Rodeada de generales la «reina del caos» clama su determinación a restaurar el liderazgo de Washington en los asuntos planetarios. Blandiendo los derechos humanos como una castigadora anunció la muerte de Bachar Al-Assad si resulta elegida. Orgullosa de su operación de «cambio de régimen» en Libia, gritó de placer: «We came, we saw, he died!» (¡Vinimos, vimos, murió!). Desea esparcir la semilla de la democracia y del mercado en las poblaciones atrasadas que todavía no han tenido la dicha de conocer «el sueño americano». Pero esta fiera no dudará en recurrir a las persuasivas razones de los misiles de crucero para convencer a los díscolos.
El complejo militar industrial, las finanzas neoyorquinas y el lobby sionista (los dos últimos vienen a ser lo mismo) están de todo corazón con Hillary Clinton. Al ser Estados Unidos una plutocracia en estado puro ella tiene que dirigirla. Su éxito anunciado a bombo y platillo por una prensa internacional servil está en el orden de las cosas. Las «gracias» de su adversario parecen hechas a medida para abrir el bulevar a Clinton, la función de payaso útil resalta la credibilidad de su contrincante.
Obviamente eso no es suficiente. Volando en auxilio de una candidata cansada Barack Obama acusa a Donald Trump de complicidad con Vladimir Putin, curiosamente asimilado a Sadam Husein. La vinculación es burda, pero en Estados Unidos todas las vinculaciones lo son. Hasta el 8 de noviembre todo vale para favorecer a la candidata del sistema, salvo algún percance en el camino…
Bruno Guigue
Traducido para Rebelión por Caty R.