Esta semana será presentado el libro La anomalía social de la transición. Movimiento estudiantil e izquierda universitaria en el Chile de los noventa, del historiador Luis Thielemann Hernández, quien realiza su doctorado en Historia en la Universidad de Chile, especializándose en historia social y política. Es parte del comité editor de Ariadna ediciones y de la revista Izquierdas, además de miembro del equipo de investigadores de la Fundación Nodo XXI.
El libro fue realizado por Tiempo Robado Editoras y será presentado este jueves 20 de octubre, a las 18.30 hrs. en el Salón Domeyko, de la Casa Central Universidad de Chile en Santiago. Compartimos una parte del prólogo del libro, escrito por el sociólogo Víctor Orellana:
Este prólogo ensaya una interpretación sociológica del movimiento estudiantil de las últimas décadas. Comienza con una breve anécdota. Como todo buen texto, el libro que tiene en sus manos hizo que la experiencia propia –la que en el próximo párrafo se narra– fuese visible en una dimensión nueva para quien escribe estas letras. Mi propósito es que al finalizar este prólogo, el lector entenderá el camino y sentido de tal reflexión, y podrá iniciar la lectura de la obra historiográfica de Thielemann con más
elementos para su interpretación sociológica y política.
El suceso no es muy reciente pero sí es significativo para estos tiempos. Corría el año 2000, y el conflicto era el exorbitante precio del pase escolar, entonces administrado por los transportistas privados. Me correspondía estar en el Centro de Alumnos del Liceo de Aplicación a-9, en Santiago.
Recuerdo nítidamente que la posición oficial de la Feses (Federación de Estudiantes Secundarios de Santiago) y del Partido Comunista, que la conducía, era pedir al Estado un subsidio para los empresarios del transporte, con tal de disminuir el precio final a pagar por el estudiantado.
No sabría explicar bien por qué, pero esa solución me parecía entonces inaceptable. No entendía el problema en su plenitud, no era un crítico informado ni sabía lo que era la subsidiariedad, pero creíamos que no era correcto poner los recursos del Estado a merced de la ganancia privada.
Lejos de un despunte personal, era un sentimiento que brotaba del mismo modo en gran parte de los estudiantes organizados. Era obvio para nosotros, de una misteriosa e intuitiva obviedad, pero polémico para muchos. Fue una posición política que a la postre se impuso, pues tal grupo se
proyectó como fundador y conductor de la Aces (Asamblea Coordinadora de Estudiantes Secundarios) en “El Mochilazo” de 2001, terminando con años de hegemonía comunista en el movimiento estudiantil secundario.
Era aquella demanda, el retorno del pase escolar al Estado, como derecho social, la que nos parecía más radical y más transformadora. No era la más popular en el activo político ni en la izquierda constituida, pero fue la que finalmente se instaló. Y la que se logró ganar, tras una intensa movilización
y posterior negociación con las autoridades.
¿Por qué sucedió esto? ¿Fue un golpe de vanguardia? ¿Por qué no se siguió la lógica de demandar subsidios? ¿Estaba escrito tal giro en las estructuras sociales? ¿Dio la Aces una conducción que la Feses no hubiera podido ofrecer? Explicar este actor social pasa por responder todas estas preguntas. El movimiento estudiantil parece representar como nadie a la sociedad de este tiempo histórico y ser su principal oposición social al mismo tiempo. Nuestro problema es dar a tales rasgos una explicación
racional y con sentido, y sobre su base, proponernos tareas más ambiciosas, sean intelectuales o políticas, en la medida que nos hacemos conscientes de esta historia, como actores y participantes de la misma. La obra de Thielemann lo intenta a través de una investigación histórica. Y tal como el objeto de estudio que trata, recorre su camino a contracorriente.
Una anomalía intelectual, rebelde en el plano de las ideas, se pregunta por el origen histórico de una anomalía social, de la rebeldía que ejemplifica la comentada anécdota. Vale la pena cargar las tintas en esto. Es que vivimos tiempos en que las ideas dominantes nos limitan la vista a la superficie de las
cosas con tal de ocultar su fondo. El espacio que se ha ganado el movimiento estudiantil, en permanente lucha contra lo establecido, hoy es analizado –¡y hasta adulado!– por los mismos ojos dominantes que se negaron a observar las condiciones de su aparición. Su rebeldía es puesta hoy, entonces, bajo lógicas que distan mucho de aquellas que animaron su construcción y las
visiones que edifica de sí mismo, y que se formulan, de hecho, para impedir el avance de la rebeldía a otros planos, dificultando la toma de consciencia de los sujetos sobre el real proceso que explica su existencia.
No pocas veces, vestidos de ropajes “críticos”, y presentados por esto mismo como una especie de falsa democratización intelectual, estos preceptos de época nos llevan a sobredimensionar las cualidades emotivas de los sucesos, el impacto inmediato que generan, sus aspectos más visibles
y coloridos. Nos hacen detenernos en las anécdotas, en lugar de tratar de explicarlas. Si la crisis de legitimidad de la política se reduce a escándalos de corrupción de individuos, y conduce la mirada a las cualidades morales y personales de los dirigentes; los éxitos deportivos asimismo son presentados
como resultado de la “mentalidad ganadora” de los jugadores. El movimiento estudiantil, uno de los acontecimientos más relevantes del Chile actual, no es la excepción. Su estética, sus formas, su impacto, sus líderes se relevan en desmedro de otros aspectos, y sobre su análisis se construyen las interpretaciones más divulgadas que hay de él. Incluso las más informadas y académicas.
Corriendo el riesgo que esto supone, Thielemann se rebela contra el reinado de la inmediatez y la espectacularidad “posmodernas”, y sobre todo, contra su institucionalización como academia “crítica”. Lo hace recuperando la tradición de la historia social, de la disciplina que justamente busca en lo que no es aparente el antecedente real de los sucesos.
Es que, aunque tome muchísimo más trabajo que elaborar un par de frases pegajosas o premoniciones sin base, no sería posible comprender el movimiento estudiantil –con la anécdota aquí apuntada incluida– si no se revisa su evolución histórica, sus raíces, sus especificidades, sus actores. El presente trabajo se inserta, además, en un esfuerzo colectivo de comprensión del presente. Este es otro de sus rasgos a contracorriente, en un país en que buena parte de su intelectualidad naturaliza –a veces
sin advertirlo siquiera– el individualismo del capitalismo académico. En torno a la Fundación Nodo xxi se ha ido construyendo una lectura sobre el Chile actual que este libro complementa y enriquece, de la mano de uno de sus investigadores más destacados.
Hacia una sociología histórica del movimiento estudiantil de los noventa
Para una interpretación sociológica del movimiento estudiantil es fundamental comprender sus condiciones de posibilidad en relación a la profunda transformación neoliberal que experimenta Chile en las últimas décadas. Esta tarea ha guiado buena parte del trabajo del grupo de investigadores
de la Fundación Nodo xxi, quienes, cuestionando las explicaciones inmediatistas del movimiento estudiantil –aquellas que lo reducían a una cuestión juvenil o al rechazo a Piñera en 2011– sitúan sus raíces en contradicciones estructurales de la modernización neoliberal (Ruiz Encina & Boccardo, 2014; Ruiz Encina, 2015). Las líneas que siguen son producto de esa reflexión colectiva.
Ante la desaparición de los mecanismos clásicos de integración social del capitalismo occidental y del desarrollismo latinoamericano, por la construcción de lo que Ruiz llama “neoliberalismo avanzado”, la educación termina siendo, en la percepción de los sujetos, la única posibilidad de acceso individual o familiar a mejores posiciones en la estructura social. Se trata de posiciones enclavadas en el creciente y dominante sector servicios, que demandan en el trabajo el uso de las capacidades lingüísticas. Allí la educación juega un papel clave en cuanto informa del espacio que ocupa el sujeto en la estratificada topografía del lenguaje de una sociedad.
Pero mercantilizada en extremo, la educación al mismo tiempo que promete superar la desigualdad, la agudiza. Y lo hace por la vía de instalar un sistema segregado de baja calidad promedio y altísimos costos. Cobra por su estafa el endeudamiento de millones de personas vía vouchers públicos. Un verdadero monstruo rentista que se nutre de impuestos toma el lugar de la alicaída educación pública. Pomposas promesas de vida profesional se canjean luego en el mercado laboral por empleos precarios, que si bien pueden representar un mejoramiento de las condiciones de vida en comparación con la generación pasada, dejan a la mayoría de los sujetos en el mismo lugar relativo en la sociedad del que se originan (Orellana, 2011).
Rompen en la educación contradicciones materiales y simbólicas, que hacen de la fuerza social estudiantil la que más visiblemente anuncia los conflictos de clase del “neoliberalismo avanzado”, por su acelerada masificación de mercado (Ruiz Encina, 2015). Mientras en 1990 la cobertura de la enseñanza terciaria era la misma que en 1973 (15%), en 2011 llegaba a más del 60% (Bellei, Cabalin, & Orellana, 2014). El endeudamiento y las expectativas frustradas acompasan, a través de la expansión educativa, la formación de una amplia fuerza social productiva para el sector terciario. Es este relevante sector de la sociedad el que resiente, en el plano simbólico, la traición de su promesa de “clase media”. Promovida como tal por el régimen, encubre una experiencia de vida propia de trabajadores, con su alienación arquetípica, esté o no oculta tras un título profesional, se dé o no en el sector terciario, se use o no el lenguaje como principal medio productivo, se tenga o no acceso al consumo y al crédito.
Es la expresión local, específica, de un proceso de modernización que atraviesa todo el mundo occidental: la “educacionalización” de las oportunidades sociales (Altbach, Reisberg, & Rumbley, 2009). Pero lo que en los países centrales conduce a la formación de la moderna clase de servicio,
de un espacio de vida típicamente “profesional” que llega al cuarto o al tercio de la estructura ocupacional, y que es la base para buena parte de la literatura, cine y televisión contemporáneas, en Chile tales posiciones apenas rodean a la élite (Ruiz Encina & Boccardo, 2014). El resto, la enorme mayoría de la población, carece de las garantías sociales que en esos países hacen posible la existencia de una clase trabajadora, y experimentan por tanto una vida inestable, precaria y de múltiples vaivenes. Una vida en que el mercado penetra rincones inusitados, y escurre sus incertezas e inseguridades a tales planos, instalando el conocido malestar de este tiempo histórico. De la ausencia de garantías sociales en dicho panorama, el discurso educacionalista, que en el mundo desarrollado se
formula para ampliar las capas directivas y profesionales como camino de movilidad efectivamente existente, en Chile se lanza como procesamiento simbólico de tal inestabilidad, acompañado con las loas a la resiliencia y la industria de la autoayuda. Una cuestión que ya no tiene nada que ver con
el capital humano ni con la sociedad del conocimiento, sino simplemente con la sobrevivencia en la jungla neoliberal criolla.
La educación privada masificada entonces no atiza la formación de esta clase de servicio sino justamente difumina su inexistencia, produciendo una fuerza productiva para empleos en el sector terciario de baja productividad, los propios de un modelo extractivista, rentista y altamente
financiarizado. No es que no exista educación ni se aprenda nada, es que existe y se aprende para tales empleos y no para la promesa de alto profesional por la que se cobra. Es así como la desindustrialización perpetrada en los ochenta abre el espacio a esta nueva clase trabajadora, que por su tamaño y relación con los sectores más dinámicos de la economía, expresa como nadie este tiempo histórico. La educación representa entonces su proceso de formación, y de su inclusión en ella, los sujetos esperan obtener el mejor lugar posible en las nuevas plazas laborales, jugándose tanto su
futuro como el de su familia. De la preocupación por la educación de los hijos hasta el cálculo de rentabilidad de los estudios superiores; todo ello concentra las expectativas de mejoramiento social y por ende convoca buena parte de los esfuerzos de los sujetos para salir adelante.
Es la estudiantil, entonces, una fuerza que se erige a partir de tales anhelos y contradicciones, expresada como organización y movilización de sus contingentes juveniles. En tal empeño forja una alianza social que articula los restos de los viejos sectores medios con los mal llamados “sectores
medios emergentes”, el producto más original –y de mayor peso en la estructura ocupacional– del neoliberalismo chileno. Instala una polaridad social que apunta a la élite y a toda la estructura de oportunidades, develando el triste papel de la educación en ella, y deja fuera de juego, por esto
mismo, el empeño de la clase dirigente de poner la dicotomía dictadura-democracia como conflicto social y político sustantivo de la sociedad.
Ciertamente, no basta esta condición para la aparición del movimiento estudiantil contemporáneo. Limitarse a ella como explicación puede ser tan peligroso como negarla. Echando mano a la ampliamente discutida –y hoy ampliamente olvidada– relación dialéctica entre estructura y proceso, es necesario incorporar en el análisis el estudio histórico-concreto de la fuerza social en cuestión. Un examen detallado del proceso específico de este sector social, de sus antecedentes, de sus raíces, que amalgaman de manera vital el encuentro de lo nuevo y lo viejo, de lo estructural y lo coyuntural.
Por eso resulta pertinente la mirada sobre los noventa, como antecedente directo de la década siguiente, la de las enormes manifestaciones de 2006 y 2011. De las entrañas del movimiento estudiantil de una época en que la educación superior aún no se masifica como lo hará en la década siguiente, surgen los ingredientes necesarios para que aquellos conjuntos humanos que le siguieron pudiesen concretamente actuar como lo hicieron, y estructurar las alianzas sociales que hoy se expresan en los patrones de acción del movimiento secundario, en la unidad de la Confech y en su programa. Para que tales rasgos –hoy tan apreciados y tristemente reducidos a imágenes y fugaces selfie– pudiesen ser inventados, divulgados e internalizados, fue necesario este lento proceso de construcción y gestación del movimiento estudiantil y sus grupos más organizados. Sólo de esta
manera, histórica, compleja, confusa a veces, la polaridad social neoliberal que hoy dibuja el movimiento pudo aparecer. Ni una mecánica estructura ni una ocurrencia de la “vanguardia” agotan la maduración concreta de una fuerza social, aunque por cierto actúan en ella. Lo que la explica es la
complejidad de un proceso socio-histórico, en que tales dimensiones de la realidad se determinan mutuamente. Nada más, pero nada menos.
Víctor Orellana