El cardenal del estado venezolano de Mérida, Baltazar Porras, se manifestó recientemente a favor de un cambio de gobierno y situó en la ilegalidad al Consejo Nacional Electoral y al Tribunal Supremo de Justicia. También en estos días se ha conocido el nombramiento del venezolano Arturo Sosa Abascal como superior general de la Compañía de Jesús, es decir, el nuevo Papa Negro de los todopoderosos jesuitas. Hace dos años, en plena desestabilización callejera por parte de la derecha, con el saldo de 43 personas asesinadas, Sosa Abascal declaró que el chavismo carecía de “legitimidad política” desde sus inicios y que, por lo tanto, constituía “un sistema de dominación”. El entonces simplemente sacerdote obviaba el intrincado proceso constitucional, que necesitó de al menos seis elecciones para la aprobación de la Constitución y los poderes que de ella emanan, y el resto de comicios, hasta completar 25 citas con las urnas en el lapso de 19 años. No cabe pensar que un doctor en Ciencias Políticas como Sosa Abascal ignorara que las elecciones son una de las principales fuentes de legitimación de cualquier sistema.
Estos dos episodios evidencian una vez más la irrestricta lealtad de la jerarquía de la Iglesia Católica venezolana con la derecha. En la memoria colectiva queda la imagen del que fue arzobispo de Caracas Ignacio Velasco en el golpe de Estado de 2002, sonriente en los jardines del palacio presidencial de Miraflores mientras explicaba por teléfono la trama conspiradora. Su firma está estampada en el decreto del presidente golpista Pedro Carmona que desmantela todo el entramado democrático aprobado por el pueblo venezolano en sucesivas elecciones.
Venezuela nunca tuvo una Iglesia Católica alineada con la opción de los pobres. La Teología de la Liberación, tan importante para Centroamérica, apenas germinó en tierra caribeña. El trabajo de transformación social y política en el barrio, más allá de la caridad tan funcional al capitalismo y al mantenimiento del estatus quo, era fruto de iniciativas personales: el padre Bruno Renaud en Petare, el padre Pablo Urquiaga en Caricuao, el siempre incendiario padre Numa Molina… Los enfrentamientos con las élites eran frecuentes. Aún lo son.
La curia venezolana no supo leer el nuevo tiempo político que alumbró el chavismo. Ni siquiera maquilló su postura por un cálculo estratégico. No parece muy inteligente posicionarse en contra de hasta el 62% del electorado que llegó a refrendar a Chávez en las elecciones de 2006 (récord en todos los comicios presidenciales en Venezuela) y que eran las mayorías populares. Sorprende esta falta de olfato en una institución milenaria que ha sobrevivido a todas las vicisitudes históricas. Aunque en el fondo, no es más que el reflejo de una oligarquía miope que no acierta a comprender la realidad de una nueva Venezuela que ya no es su hacienda privada.
Sucede que en religión, como en política, no quedan espacios libres. El área que no ocupa una confesión, la llena otra. Y el vacío dejado por la Iglesia Católica fue aprovechado por congregaciones de corte evangélico. Con una óptica militante, una decidida vocación proselitista y bien financiadas desde Brasil y Colombia, las iglesias autodenominadas cristianas se han hecho fuertes en el barrio, en los cerros y en el campo. Sus líderes tienen gran capacidad de influencia, llegando incluso a decidir en la orientación del voto. Al igual que ocurre en los dos países vecinos citados o en Estados Unidos, aspiran a convertirse en un bloque homogéneo que incida en la política y, por lo tanto, en la agenda de los representantes electos. No es atrevido aventurar que en breve serán un factor decisivo en cualquier elección que se celebre en Venezuela. Uno de cada cuatro jóvenes se declara seguidor de una iglesia evangélica, según la III Encuesta Nacional de Juventud 2015. El futuro parece suyo.
Esta nueva realidad añade más dificultades al ya de por sí complejo escenario venezolano. La Iglesia Católica está obligada a recuperar espacios de influencia más allá de las cúpulas del poder de la derecha, si no quiere que el catolicismo se convierta en algo más anclado a la tradición y al folclore que a una incidencia real en la sociedad. Probablemente intentará utilizar el nombramiento de Sosa Abascal para ganar algo de protagonismo, si bien se antoja insuficiente ante la carencia de una verdadera acción de base.
Pero también el chavismo se enfrenta a un desafío enorme. ¿Cómo conciliar, en términos políticos, el anclaje por lo popular que manifiestan las agrupaciones cristianas con su rotunda negativa en temas señeros para un sector no menor de la Revolución Bolivariana como el matrimonio entre personas del mismo sexo, el reconocimiento de la sexodiversidad, la interrupción voluntaria del embarazo o la reivindicación de diferentes formas de familia? Ese es el reto, uno más de los múltiples a los que se ha enfrentado el chavismo a lo largo de estas casi dos décadas. Ser de izquierdas nunca fue fácil.
Alejandro Fierro