Obama y su títere chileno

Obviamente, abiertamente excitado, orgulloso, el Presidente de Chile, Sebastián Piñera nunca había sonreído tanto como cuando ejerció el papel de anfitrión de su colega norteamericano, Barack Obama

Obama y su títere chileno

Autor: Director

Obviamente, abiertamente excitado, orgulloso, el Presidente de Chile, Sebastián Piñera nunca había sonreído tanto como cuando ejerció el papel de anfitrión de su colega norteamericano, Barack Obama. Somos casi lo mismo, dijo a la prensa: ambos presidentes, ambos basquetbolistas, ambos de Harvard, y ambos con mujeres bellas; «encuentro que usted tiene una esposa muy buenamoza y me han dicho que usted opina igual de mi esposa Cecilia«, dijo Piñera, mientras Obama hacía un gesto de «bueno, qué le vamos a hacer», posiblemente sin entender si ésta era una propuesta pública de swing o parte de la Alianza para el Progreso 2.0.

Si en cuanto a basquetbol, la figura espigada y elegante de Obama, y sus largos brazos despejan cualquier debate acerca de quién mandaría en un mano a mano frente al aro, tampoco quedaron dudas de quién lleva la batuta en las relaciones bilaterales: el papel de Piñera, aparte de sonreír y celebrar todo lo que hacía su colega, fue el de ir más allá en todo. Si Obama defendía la agresión lanzada contra Libia, Piñera proponía que en América Latina había que hacer lo mismo; si Obama hablaba de libre comercio, Piñera instaba a Colombia y Panamá a firmar cuanto antes un tratado de libre comercio (no con Chile, sino con Estados Unidos), y si Obama hablaba de energías limpias, Piñera defendía el tratado nuclear suscrito la semana pasada con Estados Unidos (tema que Obama, por cierto, jamás mencionó).

Como en los años 50, todo el empolvado establishment político -menos los tres diputados comunistas- se dio cita en el centro cultural del palacio presidencial de La Moneda -un subterráneo hermético, a salvo de bombas y terroristas- para escuchar el «Discurso a las Américas», con que Obama cumpliría su promesa de «una nueva asociación entre iguales» con su ahora bastante encogido patio trasero. Y el mensaje consistió, en lo medular, en dos cosas: 1. Estados Unidos facilitará (no se comprometió a financiar) el intercambio anual de cien mil estudiantes norteamericanos y cien mil latinoamericanos, y 2. Washington seguirá intentando derrocar al gobierno cubano. O sea, otro Cuerpo de Paz, y más agresiones contra la isla revolucionaria.

Un detalle protocolar: cuando el discurso de Obama empezó a deslizarse hacia párrafos tipo «así como defendemos la democracia dentro de nuestras fronteras, comprometámonos a hacerlo en todo el hemisferio», la cámara de la televisión oficial de Chile abruptamente hizo un plano cerrado de las visiblemente incómodas embajadoras de Nicaragua, Maria Luisa Robreto, y de Venezuela, María Lourdes Urbaneja, que ni antes ni después aparecieron en pantalla.

Lo demás fueron las mismas viejas frases acerca de la unidad entre «las Américas», la democracia, los derechos humanos, la superación de la pobreza, pero sin un sólo anuncio concreto, salvo decir que este nuevo intento de detener los cambios revolucionarios sería más ambicioso que la Alianza para el Progreso, barrera de John Kennedy al ejemplo de la Revolución Cubana. Lo novedoso fue que aparte de Cuba, Obama se cuidara de mencionar críticamente a algún otro país como participante del «eje del mal», como esperaban algunos. Sólo mencionó a los «buenos», y así, en su mapita, América Latina se redujo a Chile, México, Perú, Colombia, El Salvador, Panamá y Brasil, este último frecuentemente citado quien sabe por qué, y que sin duda no acepta el papel de perrito poodle que parece gustarle al grupo que dirige Chile.

Nadie, ni Obama ni Piñera, se atrevió a resucitar como modelo de integración al Alca, el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas, sepultado en Mar del Plata en 2006, por los mismos países que Obama ignoró en Santiago. Pero Piñera se subió encantado al tren norteamericano del «hemisferio», y acotó que se debe concretar «un continente como siempre lo hemos soñado: de Alaska a la Patagonia«. Como precursores de tal idea identificó arbitrariamente a Jefferson, O’Higgins y San Martín, y omitió -correctamente- a Simón Bolívar y José Martí, que se salvaron así de caer en el saco pro-imperialista inventado por el mandatario chileno.

Y el coro de siempre se apresuró a aplaudir. El primero de todos, el secretario general de la OEA, José Miguel Insulza: «tenía la expectativa que fijara una línea política general y creo que lo hizo, ahora creo que de aquí en adelante tenemos que ver cómo marchamos hacia esas cuatro grandes líneas de trabajo de aquí a la Cumbre de las Américas, que es en Colombia el próximo año». Y otro, el director de Human Rights Watch, José Miguel Vivanco: «Este discurso lo que hace es recordarnos que no sólo están los mercados, si no también valores democráticos, libertades públicas, derechos humanos, son principios básicos que deben guiar las relaciones entre los países y creo que Obama ha hecho una reivindicación de estos valores».

Parece que Insulza olvidó, o no ha sido informado, del Alba, ni de Unasur, ni de la cumbre de la Comunidad Latinoamericana de Naciones, que se celebrará en Chile precisamente este año, antes de su «Cumbre de las Américas» en Colombia. Insulza y Vivanco nada dijeron de una frasecita de Obama acerca de Honduras: «Gracias a la Carta Democrática Interamericana se restauraron las condiciones para el imperio de la ley» tras el golpe de Estado de junio de 2009. O sea, nada pasó en Honduras y todo está bien allí.

Vivanco algo se quejó de que Obama no se hiciera cargo de una pregunta clave de un periodista chileno: ¿Pedirá perdón Estados Unidos por el golpe de Estado contra Salvador Allende en 1973? El presidente negro que iba a cambiar el mundo, se hizo el sueco: «no puedo responder por políticas del pasado». ¿Y Piñera?: «No tuvimos tiempo de ocuparnos de temas de hace 40 años». Así es. Nadie responde; ni por las bombas de Hiroshima y Nagasaki, ni por Vietnam, ni por Bophal o Afganistán, y el buen Obama ya se olvidó de su promesa de retirada de Irak y de cerrar en un año el campo de concentración de Guantánamo. Todo eso es el pasado. Cuando se conozcan las atrocidades que ocurren hoy en Libia, tal vez habrá otro presidente que también estará ocupado del futuro.

Otro detalle: no por nada el gobierno alemán se abstuvo de participar en esta nueva carnicería: la mayoría del pueblo alemán conoce su responsabilidad histórica.

Mientras Insulza y Vivanco aplaudían a Obama y Piñera, a 200 metros de allí la policía antimotines reprimía una manifestación de protesta. Centenares de policías antimotines envueltos en armaduras de plástico, respaldados por carros lanza-agua, carros lanza-gases, y motos provocando en el medio de los manifestantes. Todo para amedrentar una más bien débil marcha de jóvenes que proclamaban su antiimperialismo, su rabia y su oposición a los acuerdos nucleares suscritos por Chile con Estados Unidos. Oposición que, un detalle más, comparte casi 70 por ciento del país, puesto que Chile es el país que más energía de terremotos libera en el planeta, y que miraba a Japón como ejemplo. No es raro que chilenos y chilenas se pongan nerviosos con Fukushima, por mucho que los cohetes lanzados contra Libia intenten opacar el inmenso desastre del país más tecnologizado del mundo, cosa que Chile evidentemente no es.

Pero todo eso a Piñera no parece importarle. Obama nunca habló de la energía nuclear, pero Piñera sí, y su célebre ministro de Energía y Minas, Laurence Golborne, dijo que es «pensamiento medieval» oponerse a la energía atómica. Por ahora, dicen, es sólo «investigación y capacitación». Pero este dream team no sólo promueve la energía nuclear, sino también las termoeléctricas a carbón y megaproyectos hidroeléctricos para producir la energía que necesitan las transnacionales mineras que extraen 70 por ciento del cobre chileno pero nunca tienen utilidades ni pagan royalties por un recurso no renovable.

Sólo se vive una vez, parece ser la consigna de los modernistas criollos, hoy felices y orgullosos de tener en su casa al patroncito. Aunque sea negro, qué le vamos a hacer.

Por Alejandro Kirk


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