La pena de un viejo crack

de Carlos Henrickson

La pena de un viejo crack

Autor: Pia
Pia

PÁG.26_CARLOS HENRICKSON_La Columna A Martillazos

Se escucha a veces -¡todavía!- la queja inquieta del artista en torno a la caprichosa espalda que le ha dado el público; y eso después de una época en que existía una relación con ese ente misterioso, y no es raro que se pase en un salto de elefante, así de sutil y largo, a identificar a esa audiencia con el pueblo, y encasquetar en la lamentación nuestra historia política. La escena se repite de forma harto común, y siempre recibe el comentario aprobatorio de un par de asistentes, que no pueden evitar una mirada de honda compasión histórica: el juicio que sigue pone en la estaca a la televisión, el capitalismo y, era que no, el fútbol, seguido de alguna reflexión sobre el populacho ignorante que en este contexto consciente y bien pensante, a nadie se le ocurre calificar de clasista. Estas puestas en escena hacen harto difícil de soportar cierta área de nuestra actividad cultural, en consciente desajuste con un mundo que, por otro lado, se pretende querer cambiar. Y bien, ¿no es todo evento cultural una puesta en escena?

Y no hay nada de malo: la lamentación define a uno de los extremos del dudoso civismo de nuestra “transición”, tanto como el placer ligero de las terrazas de los cafés más allá de Providencia define al otro extremo; al centro tenemos la profunda militancia afectiva de niña de fiesta de quince, el descreimiento de niño taimado -más enfermizamente afectivo aun- del no estoy ni ahí, y el anfetamínico gestor o amigo de gestores más o menos vinculado a la burocracia más estimulada que hemos tenido en toda nuestra historia. Y todos ellos arman cada uno sus eventos culturales para hacer sentir, por un par de horas -o más tiempo si paga Moya- que la audiencia se haga parte de algo, y que crea que el arte se liga a su justa opinión y visión de mundo, y que el que paga el coctel -si es que hay coctel- es alguien en quien se debe confiar. Un par de horas, un día: no importa, al otro día la cultura termina representando esa especie de magia lejanísima a la que el sufrido ciudadano de este país accederá a cuentagotas y para matar el tiempo de ocio. Y no lo libera, si bien cumple con hacerle cada vez más consciente de los barrotes, que va a saber uno cuando tendrá algún resultado en el cambio real de las condiciones de vida -¿alguien apuesta por una fecha para algo como eso, a estas alturas?

Mientras la falta de necesidad -profunda- de cada uno de estos eventos se va poniendo más de relieve según pasan los años, la puesta en escena del fútbol, en cambio, ese amplio engaño consentido, sigue ofreciendo una emoción de pertenencia casi instantánea, como un poderoso efecto químico. Al hincha en sentido propio -ese que desde las noticias de TV no dejan de recordarnos que no es hincha- no le interesa para nada ser parte de algo, sencillamente lo es. No busca matar el tiempo, sino llevar a su vida a una intensidad real, en abundancia, llenar el tiempo. El viejo y adorado crack de nuestra cultura artística de masas ya no llega a esos noventa minutos.

 

Publicada en la edición nº174 de El Ciudadano/Revista Mensual


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