De consultar a la población en general respecto de los delitos que considera más repudiados, de seguro que las agresiones sexuales se encuentran entre los que más aversión y rechazo provocan, en especial cuando tienen como víctimas a niñas, niños y adolescentes, porque acercan el miedo de los padres hacia sus propios hijos.
Dichas vulneraciones son mayoritariamente de carácter intrafamiliar o perpetradas por personas cercanas al núcleo familiar que gozan de autoridad y operan en la confianza del hogar.
Cuando se conoce de estos delitos, sea de forma contingente a la ocurrencia del mismo, o cuando es mucho tiempo después de su comisión, en que el niño, niña o adolescente logra darse cuenta de lo ocurrido, lo que primero sucede es la sorpresa y, en el peor de los casos, la negación respeto de la condición del agresor sexual.
Esta primera respuesta, del entorno de la víctima, dificulta que sean interrumpidas las agresiones sexuales y las coerciones, especialmente las afectivas, hacia la víctima. Luego, obstaculiza la identificación clara del agresor, muchas veces porque no se da credibilidad al niño, niña o adolescente que denuncia. Y, finalmente, posterga el ingreso de la víctima vulnerada, junto a su grupo familiar, al procedimiento legal de la denuncia.
La propia maraña legal, pensando en los procedimientos y protocolos existentes, en la tardanza del proceso, en la insuficiente cobertura de instituciones reparadoras, unido a las múltiples declaraciones que la niña o niño debe proporcionar durante la investigación que tienden a una constante re victimización; todo ello acentúa el malestar que hace dudar a los padres y a los niños de la pertinencia de la denuncia y la perseverancia en el proceso judicial.
Se trata, entonces, de un fenómeno complejo, donde operan múltiples consideraciones que restringen la capacidad de respuesta y de protección inmediata en la víctima, y que resulta muy difícil de comprender para el observador externo, quien no es víctima.
Teniendo como marco los antecedentes de vulneraciones sexuales que habría perpetrado el sacerdote Karadima, ex párroco de la iglesia de El Bosque, y de la presunta conducta impropia que se investiga a la madre Paula, ex superiora de las Ursulinas, se explica la tardanza en la develación de las víctimas, dado el entorno aversivo al que habrían estado expuestas.
En este caso en particular, para que dichas agresiones se prolongaran en el tiempo, cronificando el tipo de vínculo y agresión sexual entre el sacerdote referido y los otrora jóvenes agredidos, es presumible la indiferencia y silenciamiento con la que habría actuado la comunidad, que estuvo lejos de ser perceptiva del malestar de las víctimas.
Al respecto, no resiste análisis creer que las conductas abusivas imputadas al cura Karadima por tantos años no hayan generado sospechas en su entorno. Asimismo en su red de protección, en la actualidad orientada a evadir las responsabilidades penales del sacerdote.
Sin embargo, habría que detenerse en un aspecto no del todo abordado en la discusión pública. La voluntad de la curia eclesiástica, que en esta ocasión se desmarca de la imagen institucional protectora de sacerdotes pederastas, ha posibilitado que los tribunales de justicia reabran al caso por las agresiones sexuales que se imputan al sacerdote.
Este cambio de actitud sienta un precedente valórico en cuanto a la no prescripción de los delitos que atentan contra la indemnidad sexual de niñas, niños y adolescentes, para que no rijan plazos de persecución excesivamente restringidos y que dichas víctimas cuenten con accesibilidad a la justicia no obstante la mayoría de edad al momento de la denuncia. Queda cuestionando, en los hechos, la legalidad vigente y se abre el debate sobre ampliar los plazos en materia de persecución para agresores sexuales.
La contracara de la reflexión antes planteada, es que así como es dable celebrar y aprovechar la voluntad expresada por el poder judicial frente a este caso en particular, no pasa inadvertida la inicial denegación y falta de pro actividad en materia de justicia observada en los tribunales.
Queda de manifiesto el poder e influencia que ejerce la Iglesia y la indebida receptividad del poder judicial, institución inicialmente no movilizada a la acción de proveer justicia en delitos de esta naturaleza, pero que sí se activa cuando la Iglesia asume circunstancialmente una actitud responsable hacia las víctimas.
En tanto, el rechazo social a este tipo de delitos no logra instalarse de forma efectiva en la preocupación de las autoridades para la prosecución de mejores respuestas institucionales de protección a los niños, niñas y adolescentes, de prevención e intervención de una agresión sexual.
El marco legal es insuficiente y no da cuenta de los recursos institucionales que se necesitan y debiesen existir.
Es urgente otorgarle a las agresiones sexuales mayores penas y amplitud en los plazos de prescripción, sin importar el tiempo transcurrido, cuando las víctimas son menores de edad cuya condición es de indefensión física y afectiva, y en razón del daño perdurable que dicha vulneración provoca.
Por Marcos Barraza
Psicólogo Forense y Director Ical