Hay un reduccionismo que los del oficio necesitamos absolutamente: el de la definición de artista solo para quienes nos dedicamos a las -así denominadas hace tiempo- Bellas Artes. Solo para nosotros, la Academia Francesa del siglo XVIII abrió un jardín harto cómodo donde pasar el tiempo de nuestra vida bajo la protección de buenos y justos reyes, o burgueses ansiosos de eterna memoria. ¿Hay que recordarle al lector que entre el siglo XVIII y el siglo XXI pasó ya tiempo, con cabezas cortadas y a medio cortar, con una creciente falta de terreno para construir castillos -mejor ni hablar de jardines…?-
Mi abuela siempre lo tuvo más claro: venía de la primera generación tecnológicamente unida al espectáculo moderno a través de la radio. En esos años 50 le habría sonado rara la palabra artista aplicada a un pintor o un escritor. El término estaba bien delimitado en ese estrato social que venía recién llegando a la vida urbana, y si se asomaba a conocer una vida social y cultural que había sido en plena conciencia patrimonio de una cada vez más delgada capa de poderosos, no acababa de entenderla a plenitud. El artista era, efectivamente, el Elegido que misteriosamente poseía los atributos para estar en el escenario de esa cultura dirigida a mi abuela como parte integral de una construcción moderna y democrática de país: la del espectáculo moderno -radio, tango, bolero, cine, cabaret, vedettes… producción, puesta en escena, publicidad, empresarios…
Con el tiempo, me ha asombrado ver usada de manera idéntica en múltiples espacios esta acepción de artista, y no ver esto considerado y estudiado en ninguno de los profundos debates que se han dado sobre la cultura en nuestro país durante los últimos años. O bien no supe leer esos debates, dicho con perdón: en ellos solo están quienes deben estar, entienden el código y pueden enseñarlo en universidades (sea en Chile, Caen, Princeton, etc.) o hacer sus negocios con el Estado, que bueno es que ganen su dinero en lo que les gusta.
Esto nos dice algo claramente: como humanidad sí hemos tenido y tenemos una cultura artística de masas, precisamente aquella que en la Dictadura hasta el profesor de filosofía más comprometido con ese sufrido pueblo con vocación de victoria trataba como subcultura, sin poder responder después a la pregunta que hasta a un muchachito de segundo ciclo básico le era lógica y consecuente: ¿y cuál es la diferencia? O bien, sí se respondía después de pensarla bastante: con el tiempo se va desarrollando el gusto artístico, y entonces se diferencia… etc. etc. Y no es raro que en la mente, las primeras asociaciones sean las fotos de las estatuas de Miguel Ángel o del palacio de Versalles del libro de historia de Santillana. Bien, se acababa por entender. El jardín era tan agradable porque era difícil entrar, y por eso andaban pocos dando vueltas por ahí -al final, entre la gran mayoría de quienes elegimos el arte, elegimos todo su romántico sufrimiento por comodidad.
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Columna publicada en el nº 175 de El Ciudadano, Revista Mensual