Los medios de comunicación masivos, es algo conocido, son parte de la estrategia de guerra. Desde que la política se transformó en guerra por otros medios –cambiemos el aforismo «clausewitzchiano»- dejaron de existir los medios de información. Los medios masivos son corporaciones –grupos de empresas interconectados y especializados- de modo que no es posible que sigamos tratándolos como “cuarto poder”, “expresión de la opinión pública”, “guardianes de la democracia”, etc., son, el poder, en uno de sus múltiples rostros. Decir que los medios tienen dueños es una obviedad pero dejar de explicitarla es el riesgo de naturalizar su esencia hasta hacerla desaparecer.
Los medios masivos tienen sus rutinas y una maquinaria perfectamente engrasada para moverse dentro de la complejidad. Por eso basta con pagar a los periodistas para que hagan su trabajo y, la mayor parte de las veces, saben hacer su trabajo y no dan demasiados problemas. Los medios masivos tienen, necesariamente, una opinión, y desde que las nuevas tecnologías destruyeron el tiempo, cada vez tienen menos tiempo para conformarla así que dejan a sus profesionales que se guíen por su poca intuición y su gran desconocimiento. Cuando ocurre un hecho noticiable no hay más que sacar la grabadora o el teléfono móvil y convertir a cualquier ciudadano en corresponsal improvisado mientras se saca el billete de avión y se crean las condiciones para la presencia en el lugar de los hechos. Ya habrá tiempo para afinar el tiro. En tiempos convulsos se extreman las precauciones y se ponen a prueba las competencias de los locutores desde la distancia, orientar y señalizar los discursos improvisados: “díganos por favor qué ocurre ahora…. (por supuesto ocurre algo)”, “¿hay heridos? ¿qué pide la gente?”.
Los periodistas no son maquiavélicos, ni se ponen de acuerdo, hacen su trabajo. Mezclan las palabras: revueltas, revoluciones, transiciones, dictadores, orden, violencia, insurgentes, revolucionarios. Ritualizan el lenguaje para hacerlo inmune a la contradicción: democracia (impuesta), libertad (otorgada), orden (coactivo); localizan a los “fast thinking”: opinadores habituales y especialistas con pedigrí que imprimen en sello de autoridad de la que los medios carecen. La ritualización incorpora esa parte de naturalización que nos imposibilita para percibir los límites de nuestro propio pensamiento, lo que nos pertenece a nosotros y lo que adquirimos sin darnos cuenta. Los medios masivos se especializan en la cocina de diseño, un poco de todo, exótico y fascinante, eso sí, escasamente nutritivo. Dice Chomsky recogiendo las palabras del publicista norteamericano W. Lippmann “hay que poner al público en su lugar de modo que podamos vivir libres de los pisotones y del rugido de una multitud desconcertada”. El lugar del público es el de espectador interesado, nunca el de participante. Hay que asegurarse de orientar su interés.
Los medios son sujetos políticos, no son servidores de la política. Por eso es ingenuo pensar que alguna vez informarán de lo que realmente se cuece en la esfera política. Ellos son la parte de la política que se encarga de nuestras mentes. Desde que en los sistemas contemporáneos está mal visto el uso de la coacción y cada ciudadano puede decir lo que quiera se hace imprescindible que diga lo correcto. “La propaganda moderna es el intento consecuente y duradero de crear o dar forma a los acontecimientos con el objetivo de influir sobre las relaciones del público con una empresa, idea o grupo”, dijo el publicista Bernays (sobrino de S. Freud).
Los medios masivos nunca están con los pueblos, los observan, los miran…, a veces con extrañeza, a veces con paternalismo, otras con preocupación. Cuando pueden, se las ingenian para mandar de vuelta los mensajes que gritan los pueblos y no pueden callar, los pasteurizan y esterilizan para el consumo de un público al que se protege de posibles contaminaciones. El factor tiempo juega al principio a favor de los pueblos pero solo en el corto, muy corto plazo: “ha estallado la revolución en el mundo árabe”, “el dictador ha huido”, dicen los noticieros por la mañana; “la revuelta ha triunfado”, “es hora de organizar la transición”, dicen por la noche. Se liman las palabras y se recompone el orden discursivo. Las consignas de los pueblos son traducidas para los espectadores ávidos de información. En el nuevo orden lingüístico, los pueblos siempre tienen razón, por supuesto, pero parte de esa razón ha sido suprimida. Los medios masivos nunca mienten, de vez en cuando reconocen equivocarse, pero siempre cuentan parte de la verdad. La verdad adecuada. No todas las verdades son adecuadas ni convenientes, por eso, el tiempo post-acontecimiento es fundamental para seleccionar la verdad conveniente. Manejar el tiempo es manejar la memoria. Al igual que hacen los prestidigitadores los medios masivos necesitan desviar la atención, que no se vea el truco, rapidez para cambiar la paloma por la liebre, o al contrario. Donde había un presidente pongamos un dictador, donde había fundamentalistas pongamos pueblo y donde ya hay pueblo pongamos al ciudadano.
Los medios alternativos son diferentes. A veces se equivocan, es verdad, pero las buenas intenciones les salvan del infierno de los malvados. Tienen otros pecados: aspiran a ser medios masivos. Aparentemente no puede haber mal en ello. Buscan espacio donde no hay espacio y para encontrarlo buscan la diferencia. ¿En qué consiste la diferencia?
El problema es que ellos tampoco tienen tiempo, aunque sí creen tener la misma urgencia, tienen todavía menos tiempo que los medios masivos porque no son empresas y no dependen del dinero, no producen mercancías. Los periodistas alternativos son libres porque realmente no son periodistas, pero están atados por los trabajos que les dan de comer y que les quitan tiempo para informar. Algunos resuelven la paradoja profesionalizándose en el mercado de las informaciones alternativas. Los medios masivos son propietarios del tiempo de la información. Si los medios alternativos pretenden competir en este terreno pierden eficacia en el campo de la vida. Éstos necesitan encontrar sus tiempos para evitar el riesgo de crear mercancías.
Tienen, sin embargo, una ventaja cualitativa, ellos están a pie de calle, son parte del pueblo, si se trata de hablar del pueblo nadie más próximo que ellos. Esta proximidad les lleva a cierta confusión, confunden lo que hacen con lo que son. Los medios alternativos: ¿median o son? Se confunden con el pueblo y creen ser pueblo. Cuando ese pueblo no está aún articulado, cuando no logra, todavía, desplegar sus canales de interlocución, cuando la revolución está en marcha… los medios alternativos, en su legítimo deseo de ayudar a los procesos, pueden convertirse en creadores de ilusión y confundir sus deseos con “la voz del pueblo”. Moralmente son intachables, políticamente son inocuos.
Los medios alternativos dan consejos a los políticos, lástima que el poder no necesite consejos y que los gobiernos afines no sean tan libres como los medios alternativos para prescindir de sus compromisos de gobierno u obviar los riesgos para sus propios pueblos. Los medios alternativos, para ser sujetos políticos tendrían que ser organizaciones y/o estar al servicio de organizaciones. Cuesta creer que de forma natural sean órganos de la masa dispersa y espontánea. Orientarse en la complejidad de lo real no es fácil y si no se llega a tiempo…. ¿de qué?, y si no se toma posición… ¿qué? Los pueblos tienen otros tiempos y les lleva su tiempo hacer la revolución.
Los medios alternativos no definen el campo de batalla. Dan la batalla en un campo predefinido. Su prestigio y capacidad transformadora pasa por el compromiso con los pueblos y sus organizaciones, pasa por ir convirtiéndose en una parte más e indivisible de los pueblos en lucha, capaces de definir estrategias, romper con las lógicas de los medios masivos, marcarse sus propios tiempos y definir con responsabilidad el campo de batalla, hacer política y ser, en definitiva, políticamente alternativos.
Por Ángeles Diez
Doctora en Ciencias Políticas y Sociología, profesora de la Universidad Complutense de Madrid