No creo en el ser humano, en esto que me ha tocado ser. Estacionado en la vida. Sin esperar mucho realmente, con la cara mirando hacia la prosperidad de la cual se cree merecedor. Todos los días pasan sin que algo suceda. Ha elegido automatizarse de incógnito en sus propias pequeñísimas libertades. Ordenado, simétrico, marchando por la calle. En automático le suceden jornadas y sueños. Viviendo el día se olvida de la noche. El suelo de antigua tierra muerta surcado en desafinadas líneas rectas, envuelto con parches de pavimentos. Allí camina en direcciones fijas y ausentes, se cruza con otros. Algunos cruces alcanzan a dar alivio. Sigue. Trabaja en la esperanza de prosperar. Para que su existencia sea más fácil, más tranquila, más interesante, más llena de vida. Enfocándose. Obedeciendo a las posibilidades reales con mala cara. Lamentando la destrucción de sus deseos, de las raíces que le unen al otro, del respeto en todo su planeta. Y sigue caminando a prisa, esforzándose de vez en cuando. Pero el arte, la ciencia, el pensamiento, sus más altas creaciones no son nada al lado de la naturaleza. Sólo muerte justo a un paso del olvido. Alrededor y en cada momento estallan los símbolos de su desarrollo, esparcen gas letal por todas partes, terminan con lo poco que queda de confianza. Llora los errores y sigue, asesinando lo que le rodea.
La tierra no para de temblar. Quienes alaban la política del miedo lo dicen sin darse cuenta de que no es necesario hacerlo. Se ha llegado a un punto donde ya no podemos espantarnos. Hemos sido vacunados en la infección. El conocimiento estira sus brazos cada vez más. Desde hace tanto se tienen soluciones, pero nadie las ocupa. Sabemos de pequeños cambios individuales que darían un vuelco a nuestra caída libre, y estamos al tanto de los graves atropellos que cometen quienes deberían cuidarnos. Admitamos, somos conscientes aunque estemos distraídos la mayor parte del tiempo.
Qué sucedería, me pregunto, si la superpoblación entera cae en conciencia y no sale de ahí. Estoy deshaciéndome mientras pasan sobre mí escenas atropelladas. Tendríamos que abrir las jaulas de todo zoológico. Salir con herramientas en mano a demoler lo que hemos usado en nuestra contra. Abajo centros comerciales y centrales nucleares. Abajo paredes de todas las cárceles. Edificios insensibles, bancos, televisiones, automóviles, armas, tanques, todo abajo. Quedaríamos entre los escombros de lo que fuimos. Reiríamos hasta el dolor. Nos amaríamos y pelearíamos verdaderamente, sin ninguna explicación. Adiós conversaciones vacías, improvisaríamos. Los presidentes dejarían sus cargos sin prensa ni cobertura, el papa saldría de su palacio dorado a sentarse en una piedra del camino y quedar para siempre en silencio, siguiendo el ejemplo de Diógenes los señores de la CIA se harían mendigos. Los árboles se estirarían, las ballenas saltando, las vacas sonriendo. Algunos seríamos devorados por perros callejeros. Otros llenaríamos museos, bibliotecas, sitios arqueológicos y ahí festejaríamos sin freno. Caeríamos entre personas desbancadas, encontrándonos en la posibilidad de ser un cero redondo, un libro por leer, un cuaderno de hojas blancas. Derrumbándose todo lo que nos sostiene, que nos hace funcionar, que nos premia, impulsa y alimenta. Renunciaríamos a ello, simple y sencillamente.
La cabeza me estalla cuando considero que por primera vez en nuestra cortísima historia nos decidiéramos a algo en verdad definitivo, sin coloquios ni pantomimas. No sobrevivimos. Ya decía el proverbio de antiguas tierras orientales que cuanto más grande es el caos, más cerca está la solución. Por eso seguiré alarmada ante los discursos que aseguran nuestro orden y tranquilidad. No puedo ignorar estas sacudidas de la tierra bajo mis pies y termino de escribir sabiendo que, felizmente, ella tendrá la última palabra.
Por Rocío Casas Bulnes