El sábado recién pasado, cuando el perro Cholito yacía moribundo en algún basural de Santiago o simplemente ya llevaba horas muerto en ese mismo lugar, con un grupo de amigos nos encaminábamos a la cabaña de uno de ellos en las afueras de la ciudad, en un sector rural, en la punta de un cerro. Como anécdota, el dueño de casa contó entonces que entre los vecinos abundan las quejas porque a sus casas llegan ratones y conejos, así es que algunos ya planeaban un plan de exterminio.
Hubo consenso en la respuesta que había que darle a los que se quejaban: “Si te vas a vivir entre quebradas y abundante vegetación, ¿quién esperas que te visite, sino aquellos que llegaron allí antes que tú?…
¿Cuál fue la motivación que hubo detrás del apaleamiento brutal que recibió Cholito? Sea verdad o no que la dueña de la Galería Cristal en Patronato ordenó y pagó para que otros hicieran el trabajo sucio, lo concreto es que esa labor tenía un objetivo que finalmente se cumplió: Sacar a ese animal del lugar que habitaba porque no era “su” lugar, sino que «le pertenecía” a otro u otra.
El problema acá es el mismo de siempre y es uno que ha acompañado al Hombre eternamente: Un antropocentrismo brutal, adictivo, enfermizo; un comportamiento que construye sujetos y sujetas que parecieran caminar por la vida encapsulados, como rodeados de espejos que les impiden mirar más allá de su propio ser, de su propio yo.
En nuestro ombliguismo no soportamos, no aguantamos no tener, no poseer. Matamos perros porque invaden algo que “nos pertenece”. Matamos mujeres porque nos dejaron de “pertenecer”.
En la paliza a Cholito está nuevamente esa idolatría y defensa de la propiedad privada por sobre cualquier otra cosa, incluso la vida. Ese fanatismo que no se reduce a la muerte de un perro, sino que -como hemos podido conocer- se traduce también en un papá y su hijo persiguiendo una noche a un tipo que quiso entrar a robar a la casa que les pertenecía hasta darle muerte, ya lejos de allí, a palos y fierros en la cabeza.
Ahí está también la respuesta que encontré ya de grande a la pregunta que me hacía cada vez que pasaba por fuera de la iglesia del centro de San Antonio, de por qué los indigentes tenían que dormir afuera y no adentro del templo en cuyo frontis se instalaban. Hoy ese lugar está enrejado.
Sin ir más lejos, es esa misma obsesión por “lo mío” lo que llevó a José Miguel Campbell, la primera persona condenada a prisión en Chile por maltrato animal, a amarrar a un camión a una perrita preñada y a arrastrarla por más de 500 metros, quemándola con el roce y fracturándole sus extremidades. El animal había atacado a unas aves que eran “propiedad” del sujeto.
Este sistema, el modelo de vida que llevamos, ha convertido no solo a Cholito en algo demasiado lejos de aquella idea del “mejor amigo del Hombre”. Ni el propio Hombre es el mejor amigo del Hombre.
Con lo de Cholito se me ha venido a la cabeza una canción del argentino Alberto Cortez que conocí a través de un cover de Attaque 77 y que desde la primera vez que la escuché me produjo una contradicción enorme. Se llama Callejero y me gusta porque está dedicada a todos esos perros de la calle que a algunos nos han enternecido desde niños, pero no deja de hacerme ruido aquella frase que ahora siento más desconcertante que nunca:
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Por Daniel Labbé Yáñez