El ministro instructor de causas de derechos humanos, Mario Carroza (en la foto), dio curso a una querella entablada por los abogados Luis Toro y Rubén Jerez que busca perseguir delitos de lesa humanidad cometidos por agentes de la Policía de Investigaciones de Chile en tiempos de Pinochet. Los acusados habrían participado en el establecimiento de «una escuela permanente de tortura» que operó dentro de la institución para perseguir y amedrentar a opositores del régimen militar.
Según el escrito de los juristas, ingresado el 21 de diciembre de 2016 en la Corte de Apelaciones de Santiago, diversos testimonios apuntan a que al interior de las filas policiales «existió con el carácter permanente una organización ilícita destinada a la instrucción de nacionales y extranjeros» con fines represivos.
El documento alude a antecedentes vertidos en sentencias criminales que mencionan la existencia de un grupo de funcionarios de Investigaciones, conocidos como «los Papis», que entrenaban a dependientes de la Dirección de Inteligencia Nacional (DINA) para apremiar a los detenidos con la aplicación de electricidad en el cuerpo, en genitales de hombres y mujeres, según reveló el ex agente Osvaldo Romo acerca de interrogatorios conducidos en Londres 38.
El conjunto de oficiales, integrado por Altez España, Días Rivas, Daniel Valentín Cancino y Hugo del Tránsito Hernández Valle, operó también desde los centros de José Domingo Cañas, Venda Sexy y Villa Grimaldi.
La acción plantea que estas prácticas obedecieron a una política sistemática de la dictadura, que tuvo su origen – y permaneció durante la década de los ’80 – en cursos dictados a aspirantes de la Escuela de Investigaciones, donde «se impartían técnicas de captura, interrogación y desorientación para aplicarlas a personas que se estimaren como subversivas».
En esta línea se menciona el expediente administrativo, aparentemente ocultado a la justicia chilena, que investigó delitos de secuestro, tortura con electricidad y aplicación de golpes en perjuicio del alumno de Primer Año A, Mauricio Flores Rodríguez, «cometidos en el contexto de un curso teórico práctico a los postulantes de Tercer Año A, el día lunes 4 de abril de 1988, entre las 22:00 y la 1:00 de la madrugada del día siguiente».
El procedimiento denominado «juegos de guerra» involucró a extranjeros y dividió a los estudiantes en tres grupos, Cobra, Rayo y Toro, «con misiones de captura, apoyo logístico, vigilancia e imprevistos» para la simulación de un interrogatorio, usando como conejillo de indias a Flores.
«Se detuvo a la víctima mientras dormía, siendo esposado, amarrado de pies, encapuchado y amordazado con cinta adhesiva por el grupo Cobra, siendo lanzado por la fuerza a un vehículo de cargo de la Escuela de Investigaciones, utilitario marca Suzuki G-32, mientras la operación era resguardada con un fusil Galil» – relata el texto -, siendo desorientado y llevado a una sala donde «fue obligado a responder preguntas sobre su vida personal y la seguridad del plantel».
Tras ser mojado en un baño, los compañeros del aspirante «lo amarraron a una silla, le bajaron el pijama o pantalón de dormir, dejando al descubierto sus genitales y le conectaron un dispositivo que los torturadores llamaban ‘la maquinita’. Le colocaron dos terminales (llaves) en su cuerpo, específicamente en un brazo y en una pierna. Tales cables estaban unidos a un magneto. Procedieron, entonces, a aplicarle golpes eléctricos, a la vez que le formulaban preguntas que los verdugos leían desde un papel sobre sus antecedentes».
La operación se realizó cuando estaba a cargo de la Comisaría de Instrucción de la Escuela el entonces subcomisario Miguel Bravo Boado, cuyo nombre figura en la denuncia por «apremios ilegítimos efectuados a otro alumno de la Escuela de Investigaciones, Sr. Ricardo Andrés Bopp Negrete«, hijo de Raúl Bopp Blu, profesional de la Dirección de Riego de la Unidad Popular detenido por el Centro de Inteligencia Regional de Concepción (CIRE) en 1974.
Se indica que el ingeniero hidráulico fue torturado por Osvaldo Harnisch Salazar, funcionario que recibió en la Escuela de Investigaciones al hijo de éste, Ricardo Bopp, a quien los instructores – entre ellos, Bravo Boado – «miraban con sospecha y hostilizaban, interrogándolo sobre su DHP – Declaración de Historial Personal».
Según datos acompañados a la causa, Bopp fue interceptado por sus compañeros de curso, Jorge Loyola Maulén, Hernán Urzúa Gil, Luis Sandoval Monteiro y Héctor Ulloa Valle, quienes lo sujetaron de brazos y hombros, le subieron la bastilla del pantalón e introdujeron las llaves de una máquina con dos cables de cobre forrados en plástico – denominada «Lora» – entre sus calcetines, mientras Bravo Boado giraba una manivela.
«Las clases consistían en enseñar a utilizar la ‘Lora’ con los detenidos para lograr un interrogatorio efectivo y sin ocasionar lesiones o marcas en éstos y se podía utilizar sentado, acostado o colgado, según lo enseñaba Miguel Bravo Boado. La mencionada ‘Lora’ la mantenía celosamente guardada, envuelta en unos paños aterciopelados», refiere la querella.
La misma aporta diversos nombres de víctimas de tortura eléctrica con resultado de muerte, aludidas por el ex detective Bopp en la ciudad de Calama, hechos que «denunció a su mando, siendo amenazado para que callara a riesgo de su vida y de su familia… obligado a renunciar y a salir del país», como figura parcialmente en un documento firmado por el ex director Fernando Paredes, quien supuestamente ordenó investigar a los denunciados sin derivar el caso a la justicia de la época.
Otros hechos subsumidos en la «ejecución de lo aprendido» se relacionan con las torturas infligidas a perseguidos por la dictadura militar en el subterráneo de la Dirección General de Investigaciones, conocido eufemísticamente como «Fantasilandia». En particular, se menciona el secuestro de Víctor Díaz Caro, Jorge Mario Angulo Morales, Lenin Fidel Peralta Véliz, Arnaldo Hernán Arenas Bejas y Juan Moreno Ávila, del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), a manos de funcionarios de la Brigada Investigadora de Asaltos bajo el mando del comisario Sergio Oviedo Torres.
«En algunos casos, el sadismo se acrecentó con la presencia, en las sesiones de torturas, de parejas, hijos y madres, como ocurrió con Juan Moreno Ávila«, agrega el libelo, pidiendo una serie de diligencias.